Lo pensé un momento. No conocía a los demás invitados y si bien no importaba demasiado, una empieza a hacerse un poco selectiva con la edad.
– Vale, de acuerdo, estaré allí alrededor de las ocho -le respondí.
La orgía estaba, pues, a punto.
Al útero se le llamaba hystera en griego. De ahí procede el término con el que la naciente, represiva y catalogadora clínica del XIX designaba a las mujeres que sufrían de una sintomatología compleja; en los orígenes de nuestra sexualidad, a las que «padecían» de ardores pasionales se las llamaba «histéricas». Siempre mujeres, los elementos pacientes de esa diagnosis solían ser aquellas féminas a las que se les suponía una elevada virtud (monjas, viudas o jovencitas).
Hoy en día al generoso deseo sexual femenino se le llama «ninfomanía»; literalmente «furor uterino» (no parece que hayan cambiado mucho las cosas). Los dos términos, histérica y ninfómana, «gozan» (ya hemos dicho que las palabras no son inocentes) de una connotación marcadamente estigmatizante y despreciativa. El léxico popular las designa como «guarras», «putas», «calentorras», etc. (todos, en fin, muy cariñosos también). Los antiguos decían que aunque las ninfas solían ser beneficiosas, uno debía guardarse muy mucho de su excesiva proximidad, porque su contacto continuado producía otro mal: la «ninfolepsia». El «ninfolepto» se vería atacado de manías y locuras que debilitarían su entendimiento. Empezaba, pues, a entenderse el deseo femenino como agente patógeno y contaminante.
Pero ¿y los hombres? Ellos no pueden ser histéricos (pues no poseen ese animal de la hystera), aunque Freud intentó en alguna ocasión demostrarlo (sin mucho éxito académico, por cierto). Entonces, ¿cómo podemos designar a aquellos que sufren de ardores «genitales»? ¿Alguien lo sabe? ¿Alguien sabe por qué no lo sabe?
Nuestro modelo «falocéntrico», que explica toda la sexualidad humana desde la respuesta sexual masculina, no se ha preocupado mucho de darles nombre. «Sátiro» es el término más o menos clínico y «satiriasis», el padecimiento. Popularmente se puede hablar de «machote», de «Don Juan» o de «ligón». ¿Alguien ha percibido el matiz al compararlo con los términos femeninos? ¿Alguien nota la diferencia entre la aprobación y la condena?
El dúplex donde nos habíamos citado estaba en el barrio de la Bonanova de Barcelona. El propietario era un tipo larguirucho, con cara de partida a medio empezar. Fue él el que me abrió la puerta.
– Hola, soy Valérie -le dije.
– Sí, te he conocido… te he visto en la tele -dijo un tanto entusiasmado.
Inmediatamente apareció Guillermo. -Ven, te presentaré a mis amigos… Conté, aproximadamente, unas diez personas, además del anfitrión, Guillermo y yo. En total cinco mujeres y ocho hombres.
Silvia, una chica regordita y ambiciosa, había empezado a retozar en un sofá con un joven atractivo, carne de spa y de suscripción a revistas de metrosexuales. Guillermo les interrumpió un momento para realizar las presentaciones. Silvia, con el pecho izquierdo al aire, alargó la mano y me sonrió pícaramente. Juraría que estaba ensalivando. El jovencito se levantó muy cortésmente y me besó dos veces en la mejilla. Olí en su boca el pezón de Silvia.
Para las «histéricas», el tratamiento era sencillo: una comadrona o el propio doctor realizaban un «masaje pélvico» consistente en estimular directamente con sus manos o un chorro de agua sus genitales hasta que la paciente alcanzaba el eretismo.
Mi amigo Juan Romeu, psiquiatra, hedonista y sabio, me contó un día un chiste:
El médico auscultando a la paciente.
– Ay, doctor, que eso no es mi espalda.
– Ni eso mi fonendoscopio, querida…
Esta «masturbación terapéutica» debió de resultar éticamente controvertida para los biempensantes, pues al poco tiempo se inventó un elemento de enorme utilidad: el consolador. Diseñado originariamente (el primer vibrador mecánico data de alrededor de 1870) como elemento exclusivamente terapéutico, su uso comenzó a «domesticarse» pronto (debió de deberse, supongo, a una «plaga» generalizada y sobrecogedora de histerismo colectivo). El espéculo, ese aparatito en forma de cucurucho que se introduce en la vagina y que permite abrirla para observar su estado, es un invento también de esa época que no ha tenido tanto éxito fuera de las clínicas ginecológicas (salvo quizá en caso de voyeurs despistados o en ámbitos del SM).
Por qué las mujeres no podían masturbarse solas y necesitaban de ese ambiente clínico y de una dirección colegiada masculina se enmarca dentro de ese contexto de extrema vigilancia sobre aquel verdadero terror de nuestro modelo sexual: el deseo femenino.
La música sonaba por todo el piso. Mientras miraba a Ingrid, la chica holandesa que le había empezado a realizar una felación a Guillermo, alguien me sujetó suavemente por detrás. Pude notar su mano en mi vientre y su duro miembro apoyándose en mis nalgas. Me giré despacio y, sin mirarle a la cara, desabroché el botón de su pantalón y bajé ligeramente la cremallera hasta poder ver como el glande pugnaba por salir de unos calzoncillos demasiado estrechos. Su respiración se agitaba, incliné despacio mi cabeza dejando que mi cabellera cayera sobre el lado izquierdo de mi cara. Me quedé quieta unos segundos, apenas a cinco centímetros de su violáceo glande. Con un gesto le impedí que llevara sus manos a mi cabeza. -Ponte el preservativo y siéntate en el sofá -le dije. Mientras me obedecía, extraje dos cubitos de hielo del whisky que me acababa de servir el anfitrión.
Coloqué cada uno bajo sus pies. Rechinó suavemente en un grito contenido.
– Antes de que se hayan deshecho, te habrás corrido -le susurré al oído-. Y todo habrá concluido para ti…
Todavía vestida, me coloqué a cuatro patas frente a él y apoyé la punta de mi lengua sobre el frenillo de su prepucio. Noté las manos de Ingrid, que, desde atrás y boca abajo, luchaban por desabrocharme el pantalón. Guillermo sobre el suelo la penetraba repetidas veces con ardor guerrero.
Nada teme más el «discurso normativo del sexo» que el deseo femenino y nada comprende menos que la sexualidad femenina. Por eso inventa sentencias que, como el estribillo de la canción del verano, se nos adhieren hasta que nos resulta imposible dejar de tararearlas. Una de ellas es la de «los hombres siempre tienen ganas y las mujeres no».
Aquella tarde, que se metió en el día siguiente, en aquel dúplex de Barcelona, los hombres y las mujeres gozaban de las mismas ganas. Aquella tarde, guarras y machotes nos consolamos unos sobre los otros. En aquel encuentro no hubo asimetrías en el deseo, no hubo ni hombres ni mujeres, aunque sólo fuera durante un rato, durante el rato que duró aquel encuentro.
La mayoría de las mujeres prefieren el sexo con amor
El sexo femenino, de baja estatura, de hombros estrechos, de caderas anchas y de piernas cortas, sólo puede ser llamado el «bello sexo» por un intelecto masculino nublado por el instinto sexual. En otras palabras, toda la belleza femenina reside en provocar ese instinto.
Arthur Schopenhauer
Luc me preguntó qué me apetecía tomar. «Un té estaría bien, gracias», respondí. A Pierre todavía le quedaba cerveza en la copa. Habían cerrado el bar. Debían de rondar las cuatro de la mañana.
La hembra de nuestra especie no manifiesta un celo puntual. Al contrario de lo que sucede en otros mamíferos, su periodo de fertilidad no genera un instinto incontrolable por aparearse. Es más, ni siquiera la propia mujer, si no se ayuda de un calendario y de unas operaciones aritméticas básicas, conoce esos días en los que resulta especialmente fecundable. No hay sintomatología física ni emocional y, por tanto, no desprendemos ninguna señal que haga que el macho busque un acoplamiento en un momento en que su intervención sería especialmente efectiva. Se puede decir que nosotras, las hembras de la especie humana, mantenemos una predisposición a tiempo completo para ejercer nuestra condición de seres sexuados. Tremendo. Apocalíptico. El control tiene que ser, además de eficaz, continuo.
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