Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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El Diablo Viste De Prada: краткое содержание, описание и аннотация

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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Ya no la aburro más. Quiero que sepa que, aunque tire esta carta, seguiré siendo una gran admiradora de su revista porque me encantan las modelos, la ropa y todo lo demás. Y, por supuesto, la adoro a usted.

Atentamente,

Anita Alvarez

P. D. Mi teléfono es el 555-555-3948. Puede escribirme o llamarme, pero le ruego que lo haga antes del 4 de julio porque necesito un vestido bonito para ese día. ¡la quiero! ¡¡¡Gracias!!!

La carta olía a Jean Nate, la colonia de aroma acre preferida por todas las adolescentes del país. Sin embargo, no fue eso lo que me encogió el corazón e hizo que se me formara un nudo en la garganta. ¿Cuántas Anitas había ahí fuera? Chicas jóvenes con vidas tan vacías que medían su valía, su autoestima, toda su existencia, por la ropa y las modelos que veían en Runivay. ¿Cuántas más habían decidido adorar incondicionalmente a la mujer que orquestaba cada mes tan seductora fantasía, aun cuando no era digna de un solo segundo de esa admiración? ¿Cuántas chicas ignoraban que su objeto de adoración era una mujer solitaria, profundamente insatisfecha y a menudo cruel, que no merecía ni una sola migaja de su inocente cariño y atención?

Me entraron ganas de llorar, por Anita y por todas sus amigas que gastaban tanta energía tratando de parecerse a Shalom, Stella o Carmen, tratando de impresionar, complacer y adular a una mujer que, de ver sus cartas, pondría los ojos en blanco y se encogería de hombros, o las arrojaría directamente a la papelera sin dedicar un solo pensamiento a las chicas que habían dejado una parte de sí mismas en el papel. Guardé la carta en un cajón y me juré que encontraría la forma de ayudar a esa muchacha. Parecía aún más desesperada que las otras lectoras, y no había razón para que en el exceso de ropa que me rodeaba no pudiera encontrar un vestido decente para su fiesta de graduación.

– Em, voy a bajar al quiosco para ver si ya ha llegado Women's Wear. Es tardísimo. ¿Quieres algo?

– ¿Puedes traerme una Diet Coke? -preguntó.

– Claro.

Sorteé los percheros y me dirigí al ascensor, donde oí a Jessica y James compartir un cigarrillo y preguntarse quién asistiría a la fiesta del Met de esa noche. Ahmed por fin pudo entregarme un ejemplar de Women's Wear Daily, lo cual fue un alivio. Cogí una Diet Coke para Emily y una lata de Pepsi para mí, pero enseguida cambié de parecer y opté también por una Diet. La diferencia de sabor y placer no compensaba las miradas y/o comentarios de desaprobación que sin duda recibiría durante el trayecto entre la recepción y mi mesa.

Estaba tan absorta examinando la foto de la portada que no advertí que uno de los ascensores se había abierto y estaba disponible. Con el rabillo del ojo distinguí un verde, un verde muy característico. Especialmente digno de mención porque Miranda poseía un traje Chanel de tweed justo de ese color, un color que no había visto antes y me encantaba. Aunque mi mente sabía que no debía, mis ojos se alzaron para contemplar el interior del ascensor y no se sorprendieron en exceso al encontrar a Miranda. Estaba tiesa como un palo, el pelo severamente recogido, la vista clavadas en mi cara, que debía de ser de pánico. No tuve más remedio que entrar.

– Buenos días, Miranda -saludé con un hilo de voz.

Las puertas se cerraron. Íbamos a ser las únicas pasajeras durante las próximas diecisiete plantas. Sin pronunciar palabra, abrió su carpeta de piel y empezó a pasar las hojas. Estábamos una al lado de la otra y la profundidad del silencio se multiplicaba por diez con cada segundo que pasaba. ¿Me había reconocido?, me pregunté. ¿Era posible que no tuviera conciencia de que yo llevaba siete meses como su ayudante? ¿O es que había hablado tan bajito que no me había oído? Me extrañaba que no me preguntara por el artículo del restaurante o si había recibido su mensaje de que encargara la vajilla o si todo estaba preparado para la fiesta de esa noche. Actuaba como si estuviera sola, como si no hubiera otro ser humano -o, para ser exactos, uno digno de ser tenido en cuenta- en el reducido cubículo.

Tardé un minuto entero en advertir que no estábamos subiendo. ¡Dios mío! Miranda me había visto porque había dado por sentado que yo apretaría el botón, pero yo había estado demasiado paralizada para hacer el gesto. Alargué un brazo trémulo, pulsé el número diecisiete y esperé instintivamente a que se produjera una explosión. Pero nos elevamos, y yo sin saber si Miranda había notado que no nos habíamos movido del sitio en todo ese tiempo.

Cinco, seis, siete… el ascensor parecía tardar diez minutos en salvar cada planta y el silencio había empezado a zumbarme en los oídos. Cuando reuní el aplomo suficiente para dirigir la vista hacia Miranda, la descubrí observándome de arriba abajo. Su mirada avanzaba descaradamente examinando mis zapatos, mis pantalones, mi camisa y, por último, mi cara y mi pelo, en todo momento evitando mis ojos. La expresión de su rostro era de descontento pasivo, como la de los detectives insensibilizados de Ley y orden cuando se enfrentan a otro cuerpo maltratado y ensangrentado. Hice un rápido repaso de mi persona y me pregunté qué aspecto concreto había generado esa reacción. Camisa estilo militar de manga corta, tejanos nuevos que el departamento de relaciones públicas de Seven me había enviado de regalo por el simple hecho de trabajar en Runway y zapatos negros abiertos por detrás relativamente bajos (cinco centímetros de tacón), hasta la fecha el único calzado que, sin ser bota/zapatilla de deporte/ mocasín, me permitía hacer diariamente más de cuatro viajes a Starbucks sin destrozarme los pies en el proceso. Generalmente intentaba llevar las Jimmy Choo que Jeffy me había dado, pero necesitaba descansar de ellas un día a la semana para que el puente de los pies se relajara. Llevaba el pelo limpio y recogido en un moño deliberadamente despeinado que la propia Emily lucía sin recibir comentarios, y las uñas -aunque sin pintar- estaban largas y razonablemente moldeadas. Me había afeitado las axilas en las últimas cuarenta y ocho horas. Y la última vez que me había mirado al espejo, no detecté ninguna erupción facial. Llevaba mi reloj Fossil girado para que la esfera quedara sobre la parte interna de la muñeca por si a alguien le daba por mirar la marca, y una rápida comprobación con la mano derecha indicó que no había tiras de sujetador visibles. Entonces ¿qué era? ¿Qué la había hecho mirarme así?

Doce, trece, catorce… el ascensor se detuvo y abrió sus puertas a otra recepción completamente blanca. Una mujer de unos treinta y cinco años dio un paso al frente para entrar, pero se detuvo a medio metro de la puerta al ver a Miranda.

– Oh, esto… -balbuceó mirando frenéticamente alrededor en busca de una excusa para no entrar en nuestro infierno privado. Aunque hubiera sido mejor para mí tenerla a bordo, la animé a huir para mis adentros-. ¡Oh, he olvidado las fotos que necesito para la reunión! -dijo al fin, y tras girar sobre unos Manolo especialmente inestables puso pies en polvorosa.

Miranda no pareció advertirlo y las puertas se cerraron. Quince, dieciséis y por fin -¡por fin!- diecisiete. El ascensor se abrió a un grupo de ayudantes de moda de Runway que se dirigían a comprar los cigarrillos, la Diet Coke y las verduras en que consistiría su comida. Cada rostro joven y guapo se mostró más aterrorizado que el anterior, y casi tropezaron unas con otras al tratar de apartarse del camino de Miranda. Se dividieron por la mitad, tres a un lado y dos al otro, y Miranda se dignó pasar por el centro. La siguieron con la mirada, en silencio, y a mí no me quedó más opción que ir tras ella. Aunque para lo que iba a notarlo, me dije. Acabábamos de pasar lo que me había parecido una insufrible semana atrapadas en un cubículo de sesenta por noventa y ni siquiera había reparado en mi presencia. Sin embargo, en cuanto salí, se volvió hacia mí.

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