Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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– Claro. -Parecía sorprendido pero también complacido-. ¿Qué te parece si espero en tu casa a que llegues y decidimos entonces qué hacer? Entretanto charlaré con Lily.

– Me parece perfecto. Así podrá contártelo todo sobre Chico Freudiano…

– ¿Quién?

– Olvídalo. Oye, tengo que dejarte. La Reina no está dispuesta a esperar más tiempo su café. Estoy impaciente por verte esta noche. Adiós.

Eduardo me dejó pasar tras cantar únicamente dos líneas -elegí yo- de «We didn't start the fire», y Miranda charlaba animadamente por teléfono cuando dejé el café en el lado izquierdo de su mesa. Pasé el resto de la tarde discutiendo con todos los ayudantes y redactores del New York Post con quienes logré hablar, insistiendo en que yo conocía su periódico mejor que ellos, pidiéndoles que me enviaran una copia del artículo del restaurante de fusión oriental que habían publicado el día anterior.

– Señora, se lo he dicho una docena de veces y se lo vuelvo a repetir: no hemos escrito nada sobre ningún restaurante. Sé que la señora Priestly está loca y no dudo que le hace la vida imposible, pero no puedo enviarle un artículo que no existe, ¿me entiende?

Eso lo había dicho finalmente un empleado al que, aunque trabajaba para Page Six, habían asignado la tarea de buscarme el artículo a fin de que me callara. Se había mostrado paciente y dispuesto, pero su obra benéfica había llegado a su fin. Emily estaba en la otra línea con un escritor gastronómico del mismo periódico, y yo había obligado a James a telefonear a un ex novio que trabajaba en el departamento de publicidad para ver si podía hacer algo, lo que fuera. Ya eran las tres de la tarde del día siguiente al día en que Miranda había formulado su petición y era la primera vez que no la había satisfecho de inmediato.

– ¡Emily! -llamó Miranda desde su despacho.

– ¿Sí, Miranda? -respondimos al unísono asomando simultáneamente la cabeza para ver a cuál de las dos se dirigía.

– Emily, ¿te he oído hablar con la gente del Post? -inquirió volviendo la cabeza hacia mí.

La verdadera Emily puso cara de alivio y se sentó.

– Así es, Miranda. Acabo de colgar. He hablado con tres personas diferentes y todas aseguran que no han escrito nada sobre un restaurante de fusión oriental en Manhattan en toda la semana. Quizá haya pasado más tiempo.

Ahora temblaba frente a su mesa, con la cabeza inclinada lo justo para verme las Jimmy Choo abiertas por detrás y con diez centímetros de tacón que Jeffy me había entregado.

– ¿Manhattan? -Parecía perpleja y enfadada-. ¿Quién ha hablado de Manhattan?

Ahora la perpleja era yo.

– An-dre-aaa, te he dicho unas cinco veces que el artículo se refería a un nuevo restaurante en Washington. Dado que estaré allí la semana que viene, necesito que me hagas una reserva. -Ladeó la cabeza y esbozó lo que solo podría describirse como una sonrisa malévola-. ¿Exactamente qué parte de la tarea encuentras tan difícil?

¿Washington? ¿Me había dicho cinco veces que el restaurante estaba en Washington? No lo creo. Era evidente que Miranda estaba perdiendo la cabeza o bien obtenía un placer sádico viendo cómo yo perdía la mía. No obstante, comportándome como la idiota por la que me tenía, volví a hablar sin pensar.

– Oh, Miranda, estoy segura de que el New York Post no escribe artículos sobre restaurantes de Washington. Por lo visto solo visitan locales que se inauguran en Nueva York.

– ¿Te estás haciendo la graciosa, An-dre-aaa? ¿Es esa tu idea del sentido del humor?

La sonrisa había desaparecido de su cara y ahora estaba inclinada cual buitre hambriento e impaciente al acecho de su presa.

– No, Miranda, solo que…

– An-dre-aaa, ya te he dicho una docena de veces que el artículo que busco salió en el Washington Post. Has oído hablar de ese periódico, ¿verdad? Del mismo modo que Nueva York tiene el New York Times, Washington DC tiene su propio periódico. ¿Lo entiendes? -Su tono ya no era burlón, sino tan condescendiente que estaba a un paso de hablarme como a un niño.

– Ahora mismo lo busco -aseguré con toda la serenidad que pude reunir y me alejé.

– Por cierto, An-dre-aaa. -El corazón me dio un salto y mi estómago se preguntó si podría soportar otra «sorpresa»-. Quiero que asistas a la fiesta de esta noche para recibir a los invitados. Eso es todo.

Miré a Emily, cuyo entrecejo fruncido me indicó que estaba tan atónita como yo.

– ¿He oído bien? -susurré a Emily, que solo alcanzó a asentir con la cabeza e indicarme que me acercara a su mesa.

– Me lo temía -dijo con voz grave, como un cirujano que comunica al familiar de un paciente que ha encontrado algo espantoso al abrirle el pecho.

– No puede hablar en serio. Son las cuatro. La fiesta empieza a las siete. Y es de etiqueta, maldita sea. No puede pretender que vaya.

Incrédula, volví a consultar mi reloj y traté de recordar sus palabras exactas.

– Oh, desde luego que habla en serio -me aseguró Emily mientras descolgaba el auricular del teléfono-. Te ayudaré, ¿de acuerdo? Busca el artículo del Washington Post y hazle una fotocopia antes de que se marche. Uri vendrá a buscarla dentro de quince minutos para llevarla a casa a fin de que la peinen y maquillen. Te conseguiré un vestido y todo lo que necesitas para esta noche. No te preocupes, todo irá bien.

Emily se puso a marcar números como una loca y a susurrar instrucciones. Yo me quedé de pie, mirándola, hasta que agitó una mano y volví a la realidad.

– Muévete -murmuró con una desacostumbrada mirada de compasión.

Y eso hice.

Capítulo 14

– No puedes aparecer en un taxi -dijo Lily mientras yo me clavaba en el ojo mi nuevo rímel Maybelline Great Lash-. Es una fiesta de etiqueta. Joder, pide un coche. -Tras observarme durante otro minuto, me arrebató la varita y me cerró los párpados.

– Supongo que tienes razón. -Suspiré, todavía negándome a creer que iba a pasar la noche del viernes en el Met embutida en un vestido de gala, dando la bienvenida a nuevos-ricos-pero-todavía-viejos-paletos de Georgia y Carolina del Norte y del Sur, marcando una sonrisa falsa tras otra en mi cara mal maquillada.

La noticia me había dejado con apenas tres horas para encontrar un vestido, comprar maquillaje, arreglarme y reorganizar mis planes para el fin de semana, y en medio de la confusión había olvidado ocuparme del transporte.

Por suerte, trabajar en una de las revistas de moda más importantes del país (un puesto por el que millones de chicas darían un ojo de la cara) tiene sus ventajas, y a las 16.40 ya era la orgullosa prestataria de un impresionante vestido negro hasta los pies de Óscar de la Renta, amablemente facilitado por Jeffy, gurú del ropero y amante de todo lo femenino («Chica, si has de ir de largo, has de ir de Óscar, y no se hable más. Ahora, no seas tímida, quítate esos pantalones y pruébate este vestido para Jeffy.» Empecé a desabrochármelos y Jeffy experimentó un escalofrío. Le pregunté si tan repulsivo encontraba mi cuerpo medio desnudo, y me contestó que claro que no, que lo que encontraba repulsivo eran las marcas de las bragas). Las ayudantes de moda ya habían pedido unos Manolo plateados de mi número y Samantha, de complementos, había seleccionado un bolsito plateado de Judith Leiber con una larga y sonora cadena. Yo había mostrado interés por un bolso de mano de Calvin Klein, pero Samantha soltó un bufido y, sin más, me entregó el de Judith. Stef dudaba entre si debía llevar gargantilla o colgante, y Alison, la nueva redactora de belleza, se hallaba al teléfono con la manicura que hacía visitas a la oficina. «Se reunirá contigo en la sala de conferencias a las 16.45 -me informó AUison-. Vas de negro, ¿verdad? Insiste en Chanel Rojo Rubí. Dile que nos envíe la factura.»

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