Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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El Diablo Viste De Prada: краткое содержание, описание и аннотация

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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Sin decir una palabra Chico Esperpéntico extendió la sábana sobre el cuerpo de Lily y apenas dejó al descubierto una maraña de rizos negros.

– ¿Qué ocurre? -croó Lily al tiempo que se esforzaba por mantener los ojos abiertos.

Se volvió y vio que yo estaba en la puerta, temblando de furia, que Alex exhibía una pose viril y que Chico Esperpéntico intentaba atarse sus Diadoras azules y amarillas para largarse antes de que la cosa se pusiera más fea. Demasiado tarde. Su mirada se había detenido en él.

– ¿Quién eres? -preguntó irguiéndose de golpe, sin darse cuenta de que estaba completamente desnuda.

Alex y yo nos volvimos de manera instintiva mientras Lily recuperaba la sábana con cara de espanto, pero Chico Esperpéntico sonrió con lascivia y le miró ávidamente los pechos.

– Nena, ¿no me dirás que no te acuerdas de mí? -preguntó con un acento australiano cada vez menos adorable-. Te aseguro que anoche sí sabías quién era.

Se acercó e hizo ademán de sentarse en la cama, pero Alex le agarró del brazo y tiró de él hacia arriba.

– Lárgate o tendré que sacarte yo -ordenó con dureza, guapísimo y muy satisfecho de sí mismo.

Chico Esperpéntico levantó las manos y chasqueó la lengua.

– Ya me largo. Llámame algún día, Lily. Anoche estuviste genial. -Salió con paso presuroso seguido de Alex-. Tío, menuda fiera -le oí decir antes de que la puerta principal se cerrara, pero Lily no pareció oírlo.

Se había puesto una camiseta y había logrado levantarse de la cama.

– Lily, ¿quién demonios era ese? En mi vida he visto un capullo semejante, y encima tan repulsivo.

Meneó lentamente la cabeza, como si estuviera esforzándose por recordar en qué momento había entrado en su vida.

– Repulsivo. Tienes razón, es totalmente repulsivo y no tengo ni idea de qué ha pasado. Recuerdo que anoche te fuiste mientras hablaba con un tío muy simpático, todo trajeado. Estábamos bebiendo chupitos de Jaeger, ignoro por qué, y no recuerdo más.

– Lily, imagina lo borracha que debías de estar no solo para aceptar acostarte con alguien así, sino para traerlo a nuestro piso.

En mi opinión estaba señalando algo evidente, pero sus ojos se abrieron de par en par.

– ¿Insinúas que me enrollé con él? -preguntó, negándose a reconocer lo que era obvio.

Las palabras que Alex había pronunciado unos meses antes volvieron a mí: Lily bebía más de la cuenta. Faltaba a muchas clases, la habían arrestado y ahora había llevado a casa al mutante más asqueroso que había visto en mi vida. También recordé el mensaje que uno de sus profesores había dejado en nuestro contestador después de los exámenes finales; por lo visto, aunque el trabajo final de Lily era brillante, se había saltado demasiadas clases y había entregado las cosas demasiado tarde para que pudiera darle el sobresaliente que merecía. Decidí tantearla.

– Lil, cariño, creo que el problema no es ese tipo. Creo que el problema es la bebida.

Se estaba cepillando el pelo, y solo entonces caí en la cuenta de que eran las seis de la tarde de un viernes y acababa de levantarse. Como no se defendía, seguí hablando.

– No tengo nada contra la bebida -añadí, procurando mantener una conversación relativamente serena-. De veras, no estoy contra la bebida, pero quizá últimamente te estés excediendo un poco. ¿Va todo bien en la universidad?

Abrió la boca para decir algo; pero en ese momento Alex asomó la cabeza y me pasó el móvil.

– Es ella -anunció, y se marchó.

¡Arggghhh! Esa mujer tenía el don de amargarme la vida.

– Lo siento -dije a Lily mientras la pantallita aullaba MP una y otra vez-. Generalmente solo tarda un segundo en humillarme, así que aguarda.

Lily dejó el cepillo y me observó.

– Desp… -Otra vez había estado a punto de contestar como si fuera el teléfono de Miranda-. Soy Andrea -rectifiqué preparándome para el ataque.

– Andrea, sabes que te espero a las seis y media, ¿verdad? -ladró Miranda sin saludarme ni identificarse.

– Dijiste a las siete. Todavía tengo que…

– Dije a las seis y media antes y lo digo ahora. Seeeis y mee-dia. ¿Entendido?

Clic. Había colgado. Miré mi reloj: 18.05. Estaba en un apuro.

– Me quiere allí dentro de veinticinco minutos -anuncié-. Debo asistir a una fiesta de gala.

Lily pareció aliviada por la distracción.

– Será mejor que pongamos manos a la obra.

– Estábamos en medio de una conversación importante. ¿Qué ibas a decirme antes?

Mis palabras eran sinceras, pero ambas sabíamos que mi mente se hallaba a miles de kilómetros de distancia. Ya había decidido que no tenía tiempo de ducharme, pues solo disponía de quince minutos para vestirme y subir a un coche.

– En serio, Andy, tienes que arreglarte. Ya hablaremos luego.

Una vez más me vi obligada a actuar a toda prisa y con el corazón acelerado para meterme en el vestido, pasarme un cepillo por el pelo y tratar de relacionar los nombres con las fotos de los invitados que Emily me había entregado. Lily contemplaba la escena con cierto regocijo, pero yo sabía que le preocupaba lo sucedido con Chico Esperpéntico y lamenté terriblemente no poder quedarme con ella para hablar. Alex estaba al teléfono con su hermano pequeño, intentando convencerle de que era demasiado joven para ir al cine a las nueve de la noche y que su madre no era cruel por prohibírselo.

Le di un beso en la mejilla mientras él me silbaba y me informaba de que cenaría con unos amigos pero que le llamara si quería quedar después, y corrí tanto como me lo permitían los tacones de aguja hasta la sala, donde encontré a Lily sosteniendo una preciosa tela de seda negra. La miré sin comprender.

– Un chal para tu gran noche -dijo sacudiéndolo como si fuera una sábana-. Quiero que mi Andy vaya tan elegante como esos paletos millonarios de Carolina a los que tendrá que atender como una vulgar camarera. Mi abuela me lo regaló hace muchos años para la boda de Eric. No sé si me gusta o me repele, pero es elegante y de Chanel.

La abracé.

– Prométeme que si Miranda me mata por decir algo inapropiado quemarás este vestido y me enterrarás con mis pantalones de chándal Brown. ¡Prométemelo!

– Estás fantástica, Andy, de veras. Jamás pensé que te vería en un vestido de Osear para ir a una fiesta de Miranda Priestly. Estás deslumbrante. Ahora, vete. -Me tendió el bolso odiosamente brillante de Judith Leiber y me sostuvo la puerta mientras salía al rellano-. ¡Diviértete!

El coche me esperaba frente a la portería y John, que iba camino de convertirse en un pervertido de primer orden, silbó cuando el chófer me abrió la portezuela.

– Déjalos sin habla, bombón -dijo con un guiño exagerado-. Hasta luego.

John ignoraba por completo mi destino, claro, pero me tranquilizó que diera por hecho que iba a volver. Quizá no lo pasaría tan mal, me dije mientras entraba en el Town Car. En ese momento, el vestido se me subió hasta las rodillas y mis pantorrillas tocaron el cuero helado, erizándome el vello recién afeitado. O quizá lo pasaría tan mal como esperaba.

El chófer se apeó y corrió a abrirme la portezuela, pero yo ya me hallaba de pie en la acera. Solo había estado en el Met en una ocasión, durante una visita de un día a Nueva York con mamá y Jill. No recordaba las exposiciones que vimos, solo el daño que me hacían los zapatos nuevos, pero sí me acordaba de la interminable escalinata blanca y la sensación de que podía pasarme la vida subiéndola.

Se hallaba donde la recordaba, pero parecía diferente a la luz del crepúsculo. Todavía acostumbrada a los días cortos y tristes de invierno, se me hacía extraño que el cielo apenas hubiera empezado a apagarse a las seis y media. Esa noche, la escalinata tenía un aspecto ciertamente regio, era más hermosa que la Escalera Española, los escalones de la biblioteca de Columbia, e incluso que la impresionante escalinata del edificio del Capitolio. Fue al alcanzar el décimo peldaño cuando empecé a detestarla. ¿Qué sádico cruel haría que una mujer con un vestido de noche ceñido hasta los pies y tacones de aguja subiera por semejante colina infernal? Como no podía odiar al arquitecto ni a la persona que le había encargado el proyecto, no tuve más remedio que odiar a Miranda, a quien podía culpar directa o indirectamente de todas mis desgracias.

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