Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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El Diablo Viste De Prada: краткое содержание, описание и аннотация

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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– Pensaba que esta noche no vendría nadie famoso -observó, pues estaba al tanto de las otras fiestas que había celebrado Miranda en el Met.

Como hacía importantes donaciones, solían otorgarle el privilegio especial de alquilar el Metropolitan Museum of Art para fiestas y cócteles privados. El señor Tomlinson solo tuvo que pedírselo una vez y Miranda enseguida puso manos a la obra para que la fiesta de su cuñado fuera la mejor de las celebradas hasta la fecha en el Met. Había supuesto que a los ricos del sur y sus esposas trofeo les impresionaría cenar una noche en el Met. Y tenía razón.

– No habrá nadie a quien nosotras conozcamos, solo un montón de millonarios con casas por debajo de la línea Mason-Dixon. Normalmente, cuando tengo que memorizar la cara de los invitados, las busco en la red o en WWD. Es fácil dar con una foto de la reina Noor, Michael Bloomberg o Yohji Yamamoto, pero intenta encontrar al señor y la señora Packard de algún barrio residencial de San Francisco y verás que no es tan fácil. La otra ayudante de Miranda se puso a buscar a toda esa gente mientras el resto del personal me ponía a punto. Al final encontró a casi todos los invitados en las páginas de sociedad de sus periódicos locales y en las páginas web de sus empresas, pero fue un palo.

Ilana seguía mirándome con estupefacción.

Yo me daba cuenta de que hablaba como un robot, pero no podía parar. Su estupor solo me hizo sentir aún peor.

– Solamente me falta por identificar a una pareja, así que la reconoceré por descarte -dije.

– Caray, no entiendo cómo lo aguantas. Yo estoy molesta por tener que pasarme aquí la noche de un viernes, pero no me imagino haciendo tu trabajo. ¿Cómo lo soportas? ¿Por qué permites que te hablen y traten de ese modo?

Tardé un momento en comprender que la pregunta me pillaba desprevenida; hasta ese instante nadie había hecho ningún comentario negativo sobre mi trabajo. Siempre había pensado que yo era la única -de los millones de chicas que «darían un ojo de la cara por mi empleo»- que veía algo mínimamente preocupante en mi situación. Me horrorizó más el estupor de la cara de Ilana que las infinitas ridiculeces que veía cada día en la oficina. La forma en que Ilana me miraba, con verdadera compasión, accionó algo dentro de mí e hice lo que no había hecho en todos esos meses de trabajo en condiciones infrahumanas para una jefa inhumana, lo que siempre conseguía aplazar para un momento más adecuado. Rompí a llorar.

Ilana estaba más atónita que nunca.

– ¡Oh, cariño, ven aquí! ¡Lo siento mucho! No era mi intención hacerte llorar. Eres una santa por soportar a esa bruja, ¿me oyes? Ven conmigo. -Me cogió de la mano y me condujo por otro pasillo oscuro hasta un despacho-. Ahora siéntate y olvídate de la cara de toda esa gente.

Sorbí por la nariz y empecé a sentirme como una estúpida.

– Y no te cohibas, ¿me oyes? Tengo la sensación de que llevas mucho, mucho tiempo guardándote eso y una buena llorera es necesaria de vez en cuando.

Se puso a buscar algo en la mesa mientras yo me quitaba el rímel de las mejillas.

– Mira esto -dijo con satisfacción-. Lo destruiré después de que lo hayas visto, y si alguna vez se lo cuentas a alguien te destrozaré la vida. Pero tienes que verlo, es formidable.

Me tendió un sobre amarillo sellado con una pegatina que rezaba «Confidencial» y sonrió. Arranqué la pegatina y extraje una carpeta verde. Dentro había una foto -en realidad, una fotocopia en color- de Miranda estirada sobre un banco de un restaurante. Inmediatamente reconocí la foto que había hecho un fotógrafo famoso durante una fiesta de cumpleaños de Donna Karan en Pastis. Había aparecido en las páginas de la revista New York. Miranda lucía su característica trinchera de piel de serpiente marrón y blanca, la que yo siempre pensaba que le daba aspecto de serpiente.

Por lo visto no era la única, porque en esa versión alguien había pegado hábilmente sobre las piernas el recorte del cascabel de una serpiente. El efecto era una transformación fabulosa de Miranda en Serpiente, que aparecía con el codo apoyado sobre el banco, la palma de la mano en el mentón y el cuerpo estirado a lo largo del cuero con el cascabel en forma de medio círculo colgando del borde del asiento. Era perfecta.

– ¿No te parece genial? -preguntó Ilana inclinándose sobre mi hombro-. Linda entró una tarde en mi despacho con ella. Se había pasado todo un día al teléfono con Miranda seleccionando la galería para una cena. Linda, como es lógico, insistía en una galería porque es, con mucho, la más bonita, pero Miranda ordenó que se celebrara en la galería de Egipto situada al lado de la tienda de regalos. Discutieron hasta que al final Linda, tras varios días de negociaciones, obtuvo permiso del consejo para organizarla en la otra galería y llamó toda ilusionada a Miranda a fin de darle la buena noticia. Adivina qué ocurrió entonces.

– Miranda cambió de parecer, naturalmente -dije con voz queda, percibiendo su irritación-. Decidió hacer exactamente lo que Linda había propuesto desde el principio, pero solo después de asegurarse de que todo el mundo había pasado por el aro.

– Exacto. Pues bien, eso me indignó. Jamás había visto el museo puesto patas arriba por nadie. Caray, si ni siquiera dejarían celebrar aquí una cena para el Departamento de Estado aunque lo pidiera el mismísimo presidente de Estados Unidos. Y para colmo tu jefa se cree que puede presentarse aquí y dar órdenes a todo el mundo, convirtiendo nuestra vida en un infierno interminable. En fin, el caso es que confeccioné este pequeño retrato como reconstituyente para Linda. ¿Y sabes lo que hizo con él? Reducirlo en la fotocopiadora para poder llevarlo en el billetero. Pensé que te gustaría verlo, aunque solo sea para recordarte que no estás sola. Eres la peor parada, de eso no hay duda, pero no estás sola.

Devolví la foto al sobre y se lo tendí.

– Eres estupenda -dije acariciándole el hombro-. Te lo agradezco de veras. Si te prometo que nunca contaré a nadie de dónde lo he sacado, ¿me lo enviarías por correo? No me cabe en el bolso Leiber, pero daría cualquier cosa porque me lo enviaras a casa. Te lo ruego.

Ilana sonrió y me indicó que escribiera mi dirección. Nos levantamos y regresamos (yo cojeando) al vestíbulo. Iban a dar las siete y los invitados llegarían en cualquier momento. Miranda y MUSYC estaban hablando con el hermano de este, el invitado de honor y novio, que parecía que hubiera jugado a fútbol, lacrosse y rugby en un instituto del Sur, siempre rodeado de dulces rubias. La dulce rubia de veintiséis años que iba a convertirse en su esposa estaba a su lado mirándole con adoración. Sostenía una copa y se reía ahogadamente de los chistes de su prometido.

Miranda estaba agarrada al brazo de MUSYC con la más falsa de las sonrisas emplastada en la cara. No necesitaba oír la conversación para saber que se limitaba a responder en los momentos oportunos. La cortesía no era su fuerte, pues no toleraba las charlas banales, pero yo sabía que esa noche su comportamiento sería impecable. Había llegado a la conclusión de que sus «amigos» se dividían en dos categorías. En primer lugar estaban aquellos a quienes veía como «superiores» a ella y a los que debía impresionar. La lista era corta e incluía a gente como Irv Ravitz, Óscar de la Renta, Hillary Clinton y todas las estrellas de cine de primer orden. Luego estaban los «inferiores» a ella, aquellas personas a quienes debía rebajar y tratar con condescendencia para que no olvidaran su lugar, y ese grupo lo formaba, básicamente, el resto: todo el personal de Runway, todos los miembros de su familia, todos los padres de los amigos de sus hijas -a menos que, casualmente, pertenecieran a la primera categoría-, casi todos los diseñadores y directores de revistas, y cada uno de los individuos del sector de servicios, tanto en el país como en el extranjero. Yo siempre disfrutaba de las raras ocasiones en que conseguía ver cómo Miranda trataba de impresionar a otros, sobre todo porque la simpatía no era en ella un don natural.

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