Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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– A mí también me fastidia, pero no podemos hacer nada. Ya he llamado a Jeffy para que te prepare el vestuario. Necesitarás ropa para todos los desfiles y cenas a los que tendrás que asistir y, naturalmente, para la fiesta que ofrecerá Miranda en el hotel Costes. Allison te ayudará con el maquillaje. Habla con Stef, de complementos, para los bolsos, los zapatos y las joyas. Solo dispones de cuatro días, así que ponte las pilas mañana mismo, ¿entendido?

– Todavía no puedo creer que Miranda espere eso de mí.

– Pues créelo, porque te aseguro que no bromea. Como esta semana no podré ir a la oficina, también tendrás…

– ¿Qué? ¿No vendrás a la oficina?

Era cierto que yo no había pedido un solo día de baja ni me había ausentado una sola hora de la oficina estando Miranda presente, pero Emily tampoco. El único día que estuvo a punto de hacerlo -cuando murió su bisabuelo- consiguió llegar a Filadelfia, asistir al entierro y volver a su mesa sin perderse un solo minuto de trabajo. Así funcionaban las cosas y punto. Únicamente en caso de fallecimiento (de los familiares más inmediatos), mutilación (propia) y guerra nuclear (si el gobierno de Estados Unidos confirmaba que afectaba directamente a Manhattan) podía una ausentarse. La situación de Emily representaba un momento único en el régimen Priestly.

– Andrea, tengo mononucleosis, una enfermedad muy contagiosa. No es ninguna broma. Si no puedo salir de mi apartamento para tomar un café, cómo quieres que vaya a trabajar. Miranda lo ha comprendido, así que tendrás que arreglártelas sola. Habrá mucho que preparar para vuestro viaje a París.

– ¿Que Miranda lo ha comprendido? ¡Venga ya! Dime lo que dijo en realidad. -Me negaba a creer que Miranda hubiera aceptado como una razón válida para no estar a su disposición algo tan prosaico como una mononucleosis-. Dame ese pequeño placer, aunque solo sea porque mi vida será un infierno durante las próximas semanas.

Emily suspiró y supuse que ponía los ojos en blanco.

– Bueno, no le hizo ninguna gracia. En realidad yo no hablé con ella, pero mi médico me ha dicho que no paraba de preguntar si la mononucleosis era una enfermedad «de verdad». Cuando le aseguró que sí, se mostró muy comprensiva.

Solté una carcajada.

– No lo dudo, Em, no lo dudo. No te preocupes por nada, ¿de acuerdo? Concéntrate en curarte y yo me ocuparé de todo lo demás.

– Te enviaré una lista por correo electrónico para que no te olvides de nada.

– No me olvidaré de nada. Miranda ha estado en Europa cuatro veces durante el último año y me acuerdo de todo. Recoger el dinero en efectivo en el banco del sótano, cambiar unos cuantos miles a francos, comprar algunos grandes en cheques de viaje y confirmar tres veces sus citas con peluquería y maquillaje durante su estancia en París. ¿Qué más? Ah, sí, asegurarme de que esta vez el Ritz le entrega el móvil correcto y hablar con los chóferes para que comprendan que no pueden hacerla esperar ni un segundo. Ya estoy pensando en toda la gente que necesitará copias de su programa de actividades, que yo misma imprimiré y me encargaré de repartir. Miranda, naturalmente, recibirá un programa detallado de las clases, lecciones, ejercicios y días de juego de las gemelas, y una lista completa de los horarios de todo su personal de servicio. ¿Lo ves? No hay razón para preocuparse, lo tengo todo controlado.

– No te olvides del terciopelo -me regañó como un robot-. ¡Ni de los pañuelos!

– ¡Claro que no! Los tengo en mi lista.

Generalmente, antes de que Miranda-o mejor dicho su criada- hiciera las maletas, Emily o yo comprábamos un montón de rollos de terciopelo. Una vez en casa de Miranda, procedíamos junto con la criada a cortar pedazos del tamaño y la forma exactos de cada prenda y envolvíamos esta con la lujosa tela. A renglón seguido apilábamos los fardos de terciopelo en docenas de maletas Louis Vuitton junto con un montón de prendas adicionales para cuando Miranda rechazara inevitablemente la primera partida tras abrirla en París. La mitad de una maleta solía destinarse a media docena de cajas naranjas de Hermés, cada una con un pañuelo blanco en el interior a la espera de ser extraviado, olvidado o simplemente descartado.

Colgué tras esforzarme por mostrarme compasiva con Emily y encontré a Lily estirada en el sofá fumando un cigarrillo y bebiendo un líquido transparente que, sin duda, no era agua.

– Pensaba que no podíamos fumar dentro -observé mientras me dejaba caer a su lado y ponía los pies en la mesita de madera arañada que nos habían pasado mis padres-. No es que me importe, pero fuiste tú quien impuso la norma.

Lily no era una fumadora a tiempo completo como una servidora. Por lo general solo fumaba cuando bebía y no era dada a comprar tabaco. Sin embargo, una cajetilla de Camel Special Lights asomaba por el bolsillo de su enorme camisa. Le zarandeé el muslo con el pie y señalé con la cabeza los cigarrillos. Me pasó uno junto con un mechero.

– Sabía que no te importaría -dijo, y dio una lenta calada a su cigarrillo-. Estoy haciendo tiempo y me ayuda a concentrarme.

– ¿Tienes que entregar algo? -pregunté.

Encendí mi cigarrillo y le devolví el mechero. Lily estaba haciendo ese semestre diecisiete créditos para subir su nota media después del desastre de la primavera. La observé mientras daba otra calada y la bajaba con un buen sorbo de esa bebida que no era agua. No parecía que estuviera en el buen camino.

Suspiró pesada, intencionadamente, y habló con el cigarrillo suspendido de la comisura del labio. El pitillo subía y bajaba amenazando con desprenderse en cualquier momento; eso sumado a su pelo sucio y despeinado y su maquillaje corrido, hizo que pareciera -por un momento- una acusada de la juez Judy (o quizá una querellante, pues todos eran iguales: desdentados, pelo grasiento y ojos apagados).

– Un artículo para el periódico académico, esotérico y confeccionado de forma aleatoria que nadie leerá pero que debo escribir para poder decir que he publicado.

– Menudo palo. ¿Cuándo tienes que entregarlo?

– Mañana -contestó sin inmutarse.

– ¿Mañana? ¿Hablas en serio?

Me lanzó una mirada de advertencia para recordarme que se suponía que estaba de su parte.

– Sí, mañana. Un rollo, sobre todo porque ha de corregirlo Chico Freudiano. A nadie parece importarle que estudie psicología en lugar de literatura rusa, porque tienen pocos correctores. Es imposible que pueda entregárselo a tiempo. Que se joda. -Volvió a verter líquido por su garganta haciendo un esfuerzo visible por no degustarlo e hizo una mueca.

– Lil, ¿qué ha pasado? La última vez que me hablaste de él dijiste que estabais yendo despacio y que era perfecto. Claro que eso fue antes de que trajeras aquella cosa a casa, pero…

Otra mirada de advertencia, esta vez feroz. Había intentado hablar con ella del incidente con Chico Esperpéntico, pero nunca conseguíamos estar solas y últimamente ninguna tenía demasiado tiempo para conversaciones íntimas. Las dos ocasiones en que había abordado el asunto, Lily había cambiado inmediatamente de tema. Me daba cuenta de que, ante todo, sentía vergüenza. Había reconocido que el tipo era repugnante, pero se negaba a hablar del exceso de alcohol que había provocado ese episodio.

– Sí, bueno, por lo visto aquella noche le llamé desde Au Bar y le supliqué que se reuniera conmigo -explicó evitando mi mirada y concentrada en utilizar el mando a distancia para cambiar las canciones del lúgubre CD de Jeff Buckley que sonaba permanentemente en el apartamento.

– ¿Y qué pasó? ¿Fue y te vio hablando con otro?

Procuré no mostrarme crítica para no incomodarla. Era evidente que tenía la cabeza como un torbellino con los problemas de la universidad, el alcohol y el surtido ilimitado de hombres que pasaban por su vida, y yo quería que se sincerara con alguien. Nunca me había ocultado nada, aunque únicamente fuera porque solo me tenía a mí, pero en los últimos tiempos no me contaba muchas cosas.

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