– Claro que bebe. También bebemos tú y yo, y toda la gente que conozco. Lily es estudiante, y eso es lo que hacen los estudiantes, Alex. ¿Qué tiene de raro?
Al decirlo en voz alta me pareció aún más patético y Alex se limitó a menear la cabeza. Permanecimos callados unos minutos, hasta que habló.
– No lo entiendes, Andy. No sé muy bien cómo ha ocurrido, pero tengo la sensación de que ya no te conozco. Creo que necesitamos un descanso.
– ¿Qué? ¿De qué estás hablando? ¿Quieres cortar? -pregunté. Tardé en darme cuenta de que Alex hablaba muy en serio.
Era un hombre tan comprensivo, dulce y atento que había empezado a dar por hecho que siempre estaría a mi lado para escucharme y confortarme después de un duro día, o animarme cuando todos los demás se habían creído con derecho a machacarme. El único problema era que yo no cumplía del todo con mi parte.
– No, no quiero cortar, solo quiero que nos demos un descanso. Creo que nos ayudará a reflexionar sobre lo que está ocurriendo. Es obvio que últimamente tú no estás bien conmigo y yo no puedo decir que sea feliz contigo. Probablemente a los dos nos venga bien dejar de vernos por un tiempo.
– ¿A los dos? ¿Crees que eso nos ayudará? -Quería gritar a esas palabras trilladas, a la idea de que una separación nos uniría de nuevo. Me parecía egoísta que Alex actuara así justo en ese momento cuando me disponía a iniciar lo que esperaba fuera la última fase de mi condena en Runway y el mayor reto de mi vida profesional. La tristeza y la preocupación de unos minutos atrás habían dado paso a la indignación-. Muy bien, démonos un descanso -dije con sarcasmo-. Un descanso me parece un plan estupendo.
Alex me miró, y sus grandes ojos marrones expresaban un dolor y un desconcierto abrumadores. Luego los cerró con fuerza, como si quisiera apartar la imagen de mi cara.
– Está bien, Andy, no contribuiré a aumentar tu evidente desdicha y me iré. Espero que te diviertas en París, en serio. Ya nos llamaremos.
Antes de que me percatara de que todo eso estaba ocurriendo de verdad, ya me había besado en la mejilla, como habría hecho con Lily o con mi madre, y se dirigía a la puerta.
– Alex, ¿no crees que deberíamos hablar? -inquirí procurando mantener la voz serena y preguntándome si de verdad se marcharía.
Me sonrió con tristeza y respondió:
– Por hoy es suficiente, Andy. Deberíamos haber hablado durante los últimos meses, durante el último año, en lugar de haber esperado hasta ahora. Medita sobre todo lo ocurrido, ¿de acuerdo? Te llamaré dentro de dos semanas, cuando hayas vuelto. Y buena suerte en París. Sé que lo harás muy bien. -Abrió la puerta, salió y la cerró lentamente tras de sí.
Entré corriendo en la habitación de Lily para que me dijera que Alex estaba exagerando, que yo debía ir a París porque era lo mejor para mi futuro, que ella no tenía ningún problema con el alcohol, que yo no era una mala hermana por salir del país cuando Jill acababa de tener su primer hijo. La encontré inconsciente sobre la colcha de la cama, totalmente vestida, la copa vacía en la mesita de noche. Su Toshiba portátil descansaba sobre el colchón, abierto a su lado, y me pregunté si habría logrado escribir algo. Miré. ¡Bravo! Había escrito su nombre, la asignatura, el apellido del profesor y el título, seguramente provisional, del artículo: «Las ramificaciones psicológicas de enamorarte de tu lector». Solté una carcajada, pero Lily ni se movió. Así pues, devolví el ordenador a su escritorio, le puse el despertador a las siete y apagué las luces.
Nada más entrar en mi habitación sonó el móvil. Transcurridos los cinco segundos de palpitaciones que sufría cada vez que me llamaban por temor a que fuera Ella, lo abrí a toda prisa convencida de que era Alex. Sabía que no podía dejar las cosas así. Era el mismo niño que no podía dormirse sin que le dieran un beso de buenas noches y le desearan dulces sueños; era imposible que se hubiera marchado tan tranquilo tras proponer que no nos habláramos durante dos semanas.
– Hola, cielo -dije con un suspiro. Ya le echaba de menos, pero me sentía feliz de tenerlo en ese momento al teléfono, en lugar de hablar del asunto cara a cara. Me dolía la cabeza y sentía como si tuviera los hombros pegados a las orejas. Tan solo quería oírle decir que todo había sido un gran error y que me telefonearía al día siguiente-. Me alegro de que hayas llamado.
– ¿Cielo? ¡Vaya, vamos progresando, Andy! A este paso tendré que creerme que me quieres -dijo Christian con una sonrisa que percibí a través del teléfono-. Yo también me alegro de haberte llamado.
– Ah, eres tú.
– He recibido bienvenidas más calurosas. ¿Qué ocurre, Andy? Últimamente me evitas.
– Qué va -mentí-. No ocurre nada, simplemente he tenido un mal día, como de costumbre. ¿Qué tal tú?
Soltó una risa.
– Andy, Andy, Andy, no tienes motivos para estar tan triste. Estás camino de conseguir grandes cosas. Y hablando de eso, llamaba para invitarte a una cena de la Asociación Internacional de Escritores que tendrá lugar mañana por la noche en la James Beard House. Habrá mucha gente interesante y hace tiempo que no te veo. Estrictamente profesional, desde luego.
Después de leer durante años artículos en Cosmopolitan sobre «Cómo saber si está listo para el compromiso», era de esperar que me saltara la alarma. Y saltó, pero decidí no prestarle atención. Había tenido un día duro, así que me concedí el permiso de creer -aunque solo fuera por unos minutos- que tal vez, solo tal vez, Christian era sincero. Al cuerno con todo. Me sentaría bien hablar con un varón imparcial durante unos minutos, aunque se negara a aceptar que estaba cogida. Sabía que no aceptaría la invitación, pero unos minutos de inocente coqueteo por teléfono no hacía daño a nadie.
– ¿De veras? -pregunté tímidamente-. Cuéntamelo todo.
– Voy a enumerarte todas las razones por las que deberías acompañarme, Andy, y la primera es la más simple: porque sé qué te conviene. Punto.
Caramba, qué arrogancia. ¿Por qué lo encontraba tan encantador? Le seguí el juego y en pocos minutos el viaje a París, la inquietante adicción al vodka de Lily y la mirada de tristeza de Alex se desvanecieron en el fondo de mi conversación malsana-y-emocionalmente-peligrosa-pero-muy-sexy-y-divertida con Christian.
Cuando yo llegara a París, Miranda ya llevaría unos días en Europa. Se había conformado con ayudantes locales en los desfiles de Milán, y tenía previsto llegar a París la misma mañana que yo para que pudiéramos comentar los pormenores de su fiesta como viejas amigas. Ja. Delta se negó a sustituir el nombre de Emily por el mío en el billete, así que, en lugar de estresarme más de lo que ya estaba, me limité a comprar uno nuevo. Mil ochocientos dólares, pues era la semana de la moda y lo estaba adquiriendo en el último minuto. Vacilé como una estúpida por un instante antes de facilitar el número de tarjeta de la empresa. Qué importa, pensé, Miranda se gasta eso mismo en una semana de peluquería y maquillaje.
Como segunda ayudante de Miranda, en Runway yo era el ser humano de menor rango. No obstante, si el acceso a ella era sinónimo de poder, Emily y yo éramos las personas más poderosas dentro del mundo de la moda: decidíamos qué reuniones debían celebrarse y cuándo (preferiblemente a primera hora de la mañana, porque el maquillaje estaba aún fresco y la ropa poco arrugada) y las personas cuyos mensajes serían transmitidos a Miranda (si tu nombre no estaba en el Boletín, no existías).
Por lo tanto, cuando Emily o yo necesitábamos ayuda, el resto del personal estaba obligado a sacarnos del apuro. No negaré que me resultaba ligeramente inquietante saber que, de no trabajar para Miranda Priestly, esa misma gente no tendría reparo alguno en atropellarnos con su Town Car. En cualquier caso, tan pronto como los convocábamos se ponían a correr, buscar y recoger para nosotras cual perritos bien entrenados.
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