– Supongo que tienes razón. En fin, debo irme porque entro a trabajar dentro de unas horas. Gracias por todo, de veras.
Me estiré para darle un beso en la mejilla, medio esperando que volviera la cara hacia mí, y medio deseándolo, pero se limitó a sonreír.
– Ha sido un placer, Andrea Sachs. Buenas noches.
Sin darme tiempo a idear algo remotamente ingenioso, regresó junto a Gabriel.
Puse los ojos en blanco y salí a la calle para coger un taxi. Había empezado a llover -no una lluvia torrencial, apenas cuatro gotas-, así que no había un solo taxi en todo Manhattan. Llamé al servicio de coches de Elias-Clark, les di mi número VIP y a los seis minutos exactos tenía un automóvil en la puerta. Alex me había dejado un mensaje para preguntarme cómo me había ido el día y para decirme que estaría en casa toda la noche preparando sus clases. Hacía demasiado tiempo que no le daba una sorpresa. Había llegado la hora de hacer un pequeño esfuerzo y ser espontánea. El chófer aceptó aguardar el tiempo que hiciera falta, así que subí a casa, me duché, me entretuve arreglándome el pelo y eché en una bolsa las cosas que necesitaría al día siguiente. Como ya eran más de las once, el tráfico era fluido y llegamos al apartamento de Alex en menos de quince minutos. Cuando abrí la puerta, se mostró muy contento y no paró de repetir que no podía creer que hubiese ido hasta Brooklyn a esas horas teniendo que trabajar al día siguiente y que era la mejor sorpresa que podía imaginar. Mientras yo descansaba con la cabeza apoyada sobre mi lugar favorito de su pecho, viendo a Conan O'Brian y oyendo el ritmo de su respiración en tanto que él jugaba con mi pelo, apenas me acordé de Christian.
– Hola. ¿Puedo, hablar con su redactor gastronómico, por favor? ¿No? ¿Y con un ayudante de redacción o alguien que pueda decirme qué día salió determinada crítica de un restaurante? -pregunté a una recepcionista muy antipática del New York Times.
Había contestado al teléfono ladrando «¿Qué?» y ahora hacía ver-o quizá no- que no hablábamos el mismo idioma. Mi perseverancia, con todo, dio su fruto, y tras preguntarle tres veces cómo se llamaba («No podemos dar nuestro nombre, señora»), amenazarla con denunciarla al director («¿Cómo? ¿Cree que a él le importa? Ahora mismo se lo paso») y jurarle con vehemencia que me personaría en las oficinas de Times Square y haría cuanto estuviera en mi mano para que la despidieran al instante («¿De veras? Ya ve lo que me preocupa»), se hartó de mí y me pasó con otra persona.
– Redacción -ladró otra mujer de voz peleona.
Me pregunté si yo daba esa misma impresión cuando atendía las llamadas de Miranda. Como mínimo aspiraba a ello. Resultaba tan desagradable oír una voz que se alegraba tantísimo de oírme que casi me daban ganas de colgar.
– Hola, solo deseo hacerle una preguntita. -Las palabras me salieron a trompicones por el ansia de ser escuchada antes de que me colgaran-. Quería saber si ayer publicaron un artículo sobre un restaurante de fusión oriental.
La mujer suspiró como si acabara de pedirle que donara un órgano a la ciencia, y volvió a suspirar.
– ¿Ha mirando en la red?
Otro suspiro.
– Sí, por supuesto, pero no he…
– Porque si lo hemos publicado, tiene que aparecer en la red. No puedo seguir la pista de todas las palabras que salen en el periódico, ¿sabe?
Respiré hondo y me esforcé por mantener la calma.
– Su encantadora recepcionista me ha pasado con usted porque trabaja en el departamento de archivos. Por lo tanto, parece que es su trabajo seguir la pista de cada palabra.
– Oiga, si tuviera que indagar sobre todas las descripciones vagas con que llama la gente cada día, no podría hacer nada más. Tiene que mirarlo en la red.
Había suspirado dos veces más y empecé a temer que fuera a sufrir una hiperventilación.
– No, no, escúcheme un momento -dije, envalentonada y dispuesta a echar la bronca a esa holgazana que tenía un trabajo mucho mejor que el mío-. Llamo del despacho de Miranda Priestly y resulta que…
– Perdone, ¿ha dicho que llama del despacho de Miranda Priestly? -Noté que sus oídos se aguzaban-. ¿Miranda Priestly… de la revista Runway?
– La misma. ¿Por qué lo pregunta? ¿Conoce a mi jefa?
Fue entonces cuando la mujer pasó de ayudante de redacción abusona a esclava de la moda.
– ¿Si la conozco? ¡Por supuesto! ¿Quién no conoce a Miranda Priestly? Es, cómo decirlo, la quintaesencia de la moda. ¿Qué dice que está buscando?
– Un artículo. En el periódico de ayer. Restaurante de fusión oriental. No lo he visto en la red, pero no estoy segura de haberlo buscado correctamente.
Era una mentirijilla. Había consultado la red y estaba segura de que el New York Times no había publicado ningún artículo sobre un restaurante de fusión oriental durante la última semana, pero no quería decírselo. Confiaba en que la Esquizofrénica de Redacción hiciera un milagro.
Hasta el momento había llamado al New York Times, el Post y el Daily News, sin resultado. Había tecleado el número de tarjeta de socia de Miranda para acceder a los archivos del Wall Street Journal y encontrado una reseña de un nuevo restaurante tailandés en el Village, pero la descarté en cuanto advertí que el precio medio de los platos era de siete dólares y que citysearch.com solo le ponía un signo de dólar.
– Espere un momento, voy a comprobarlo ahora mismo.
De repente, la señorita «no esperará que recuerde todas las palabras que salen en el periódico» se puso a aporrear el teclado y a parlotear con entusiasmo.
La cabeza me dolía tras el desastre de la noche anterior. Había sido divertido sorprender a Alex y muy relajante holgazanear en su apartamento, pero por primera vez en muchos, muchos meses me costó sobremanera conciliar el sueño. Me habían asaltado los remordimientos, imágenes de Christian besándome en el cuello y luego de mí subiendo al coche para ir a ver a Alex y no contarle nada. Aunque intentaba apartarlas de mi mente, volvían, cada una con más intensidad que la anterior. Cuando por fin logré dormirme, soñé que Miranda contrataba a Alex de niñera y -aunque en la realidad eran interinas- que este tenía que mudarse a su apartamento. En el sueño, cada vez que deseaba ver a Alex tenía que ir a casa de Miranda y en el mismo coche que ella. Miranda se empeñaba en llamarme Emily y mandarme hacer recados absurdos, a pesar de que yo le decía una y otra vez que estaba allí para ver a mi novio. Hacia el amanecer Alex se había dejado hechizar por Miranda y no entendía que me pareciera tan malvada. Peor aún, Miranda había empezado a salir con Christian. Por fortuna, mi infierno terminó cuando desperté sobresaltada después de soñar que Miranda, Christian y Alex, cada uno con un batín Frene, se sentaban a la mesa todos los domingos por la mañana, leían el Times y reían juntos mientras yo les servía el desayuno. La noche había sido tan relajante como un paseo solitario por Harlem a las cuatro de la noche, y ahora la reseña del restaurante frustraba mis esperanzas de tener un viernes tranquilo.
– No, últimamente no hemos publicado nada sobre fusión oriental. Ahora mismo estoy tratando de recordar si han abierto recientemente algún restaurante de ese tipo que esté a la altura de Miranda -prosiguió la mujer, que parecía dispuesta a hacer cualquier cosa por alargar la conversación.
Pasé por alto el uso familiar que hacía del nombre de Miranda y me concentré en poner fin a la comunicación.
– Eso creía. En fin, gracias de todos modos, adiós.
– ¡Un momento! -exclamó, y aunque ya me disponía a colgar, su vehemencia me indujo a escucharla.
– ¿sí?
– Bueno… solo quería decirle que, si hay algo más que pueda hacer o en lo que pueda ayudarla, no dude en llamarme. Aquí adoramos a Miranda y es un placer para nosotros servirle en lo que haga falta.
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