Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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Me ocupé de tus esquejes. Puse en antecedentes a mi colega del turno siguiente. Me voy de vacaciones a casa de mis padres, al campo. Que mejores pronto, chico pelirrojo.

P. D.: Encontré el paquete navideño al sacar las plantas.

Ha dejado el paquete de papá encima de la sábana. Está envuelto en papel de Navidad, con dibujos de renos y campanas, una cinta azul y los extremos bien plegados. Abro el paquete. Es un pijama, un grueso pijama de franela con rayas azul oscuro. Se parece al pijama de rayas de papá y a los que le compra a mi hermano Jósef. Sin embargo, lo saco del plástico y retiro el cartón del interior de la camisa. Papá ha quitado el precio. Cuando despliego la camisa, cae de la manga una tarjeta cuidadosamente caligrafiada:

Mi querido Lobbi. Hay mucho que recordar y mucho que agradecer en los años pasados. Jósef y yo te enviamos cordiales saludos al tiempo que deseamos que este sencillo pijama te sea de utilidad en la «eterna tempestad» (entre comillas en la tarjeta) del extranjero.

Tuyos, papá y Jósef

Incluso hizo que Jósef garabateara su inicial debajo. ¿A qué se refería con lo de sencillo ? Él sabía que yo suelo dormir en calzoncillos, ¿tan raro puede parecer el dormir sin pijama, como hago yo?

Hago intención de levantarme, descalzo, pero me tiran los puntos y siento náuseas. Noto que me cuesta mucho moverme, como si estuviera de rodillas en un río torrentoso, así que vuelvo a tumbarme y me quedo dormido. La siguiente vez que despierto hay junto a la cama una mujer de bata blanca, lleva su largo cabello castaño recogido en una coleta, pero no es la misma de la última vez. Me da un té de bolsita con azúcar y una rebanada de pan tostado con queso. Mientras me tomo el té, habla conmigo. Se fija en las plantas.

– ¿De qué especie es ésta? -pregunta. Busco las palabras adecuadas para esta nueva etapa de mi vida.

– Rosa de ocho pétalos -respondo, con una voz ronca irreconocible.

– ¿Y son todas de la misma especie?

– Sí, hay dos esquejes de repuesto, por si se muere uno -digo, farfullando con mi voz desconocida, cuerpo y voz ya no encajan.

– Enseguida te volverá la voz -dice la enfermera-, es por la anestesia.

Tengo un sueño increíble y noto que estoy quedándome dormido otra vez, como si fuera incapaz de salir de mis sueños o de mantenerme despierto.

La siguiente vez que abro los ojos hay dos personas con bata blanca, una a cada lado de la cama, y están hablando de mí. Una de ellas levanta la sábana por el lado del vendaje y aunque pillo una palabra aquí y otra allá, hablan muy deprisa y no capto la coherencia de las frases. Sigue resultándome difícil mantenerme despierto. Han estado hablando de mí, me han preguntado algo y mientras intento responder me desvanezco, estoy durmiéndome otra vez en medio de la conversación.

– Está exhausto, más vale que le dejemos dormir -son las últimas palabras que oigo.

Como en cuanto intentan hablar conmigo me duermo, me permiten quedarme dos días más en el hospital. Nadie hace el menor comentario sobre los esquejes, cada nuevo turno parece estar en antecedentes y dejan que los tenga en la habitación sin poner ninguna pega.

Cada vez que me duermo, tengo el mismo sueño. Sueño que llevo unas botas azules nuevas, de magnífica calidad, y que trabajo en una rosaleda famosa y aislada. Cuando despierto sigo viendo con claridad las botas, probablemente son un número demasiado grande. En el sueño no hay nada más que tenga color, ni siquiera las rosas, solamente las botas azules. Y de pronto el sueño comienza a trazar un círculo, que yo me veo obligado a seguir. Miro hacia un angosto callejón y mamá está en el eje de mi visión, al final de la calle. La sigo con mis botas azules, subo una larga escalera y llego tras ella a una puerta, donde desaparece. Llamo a la puerta y viene a abrir. Me ofrece un té de bolsita con crema de leche.

Cuando por fin despierto del todo, he perdido tres días con sus noches. Ya que estoy vivo, este lugar ofrece inagotables posibilidades. Como despierto de mi sueño cubierto de sudor, la enfermera de turno esta última mañana en el hospital quiere que me duche antes de salir con el alta. La sigo a la ducha, dando pasitos cortos porque los puntos me tiran. Esta también tiene ojos castaños y pelo corto, también castaño. Yo habría preferido estar solo, pero ella permanece a mi lado vigilándome, por si me desmayo, imagino, no se puede negar que las mujeres que me atienden son de lo más solícitas. Me quito el camisón de hospital y lo dejo sobre la silla delante del espejo del baño. Cuando salgo de la ducha, la enfermera ya ha secado el vaho del espejo. Contemplo mi cuerpo mortal mientras ella cambia el apósito que llevo en la parte derecha del vientre. Unos pelos negros sobresalen de la piel. En este momento, recién salido de la ducha con la enfermera a mano izquierda, siento que no soy sino este nuevo cuerpo con cicatriz. Sensaciones, recuerdos y sueños no son ya lo que hacen que yo sea yo, sino que soy sobre todo un cuerpo de varón hecho de carne y hueso. Tras la experiencia de la muerte y la resurrección y el trato con tres enfermeras de ojos castaños en tres días, me dan el alta y una cajita con cuatro pastillas de analgésicos color de rosa para que me la lleve.

Me visto y vuelvo a colocar los esquejes en la mochila junto a mi herbario y el pijama. Cuando meto la mano en la mochila en busca de una camiseta limpia que ponerme, encuentro el último tarro de confitura de ruibarbo que preparó mamá, y que papá metió en mi equipaje. La enfermera me entrega varias hojas de periódico para envolver las plantas, al momento veo que se trata de la sección de crítica teatral.

– ¿Tienes algún sitio donde ir? -pregunta el médico que me da el alta.

Le digo que estaré en buenas manos.

La única dificultad en mi vida es subir la cremallera de mis vaqueros. Hago todo lo que puedo para apañármelas solo y ponerme los pantalones sin ayuda de nadie, pero la cicatriz me molesta mucho, al final es la mujer de ojos castaños la que acude en mi ayuda.

Capítulo 10

Al salir del hospital, llamo a papá desde una cabina de teléfono. Carraspeo varias veces mientras llamo y luego le digo, con la mayor indiferencia que me es posible, que he sufrido una operación de apendicitis de urgencia. Intento sonar flemático pero la voz es ronca y extraña, como si alguien desconocido estuviera doblando los primeros capítulos de mi breve biografía, y de repente estoy a punto de echarme a llorar.

Papá quiere que vuelva a casa en el primer avión. Cuando le digo que de eso nada, propone venir él a ocuparse de mí mientras me recupero. Su voz deja traslucir su preocupación.

– Tu madre nunca habría permitido otra cosa -dice-. Además, siempre hemos pensado que Jósef podría viajar al extranjero -añade-. Le gusta volar.

Le digo, como quien no quiere la cosa, que me han prestado un apartamento.

– Un cuchitril de estudiantes en un sexto piso, que es el último, sin ascensor.

– Pues Jósef y yo nos quedaremos en el hotel -habla como un libro antiguo, como si solamente fuera a haber uno en la ciudad. Como si se fueran a quedar sin alojamiento porque el hotel estuviera lleno y tuvieran que dormir en el establo.

Me lleva un tiempo convencer a mi padre, al que faltan tres años para cumplir los ochenta y que pretende hacer un largo viaje en avión con su hijo retrasado mental, de que no necesito que me cuiden. Me esfuerzo por recuperar la voz y le digo que no se preocupe, que voy a casa de una amiga mía que está aquí estudiando arqueología.

– ¿Te acuerdas de Pórgunnur -le digo-, que estuvo en mi misma clase todos los años de primaria y que venía muchas veces a casa, la que tocaba el chelo, con gafas y aparato en los dientes?

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