Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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– No puedo creerme que guardes todas esas cosas -las tendría guardadas en una caja o en el trastero-. Tira esa basura, papá.

– Demasiado tarde, Lobbi; Prröstur, el enmarcador, les va a poner marco a todas.

– ¿No lo dirás en serio?

– ¿De modo que ni siquiera te planteas ir a la universidad?

– No, de momento no.

– ¿Y botánica?

– No.

– ¿Biología?

– No.

– ¿Y fitobiología o fitogenética con especialización en fitotecnología?

Papá se ha estudiado los planes de estudios. Tiene el volante bien apretado entre las dos manos y no aparta la mirada de la carretera.

– No, no me interesa ser científico ni profesor de universidad.

Me siento más a gusto en la tierra mojada, es muy distinto poder tocar plantas vivas; a un laboratorio no llega el olor de la hierba después de un chaparrón. Es difícil expresar en palabras que papá entienda el mundo que compartíamos mamá y yo. Mi interés está en lo que crece de la tierra fértil.

– Pero quiero que sepas que tengo guardados unos ahorros que serán tuyos si quieres continuar tu formación y entrar en la universidad. Eso es aparte de la herencia de tu madre. Jósef está contento donde está -añadió-. Naturalmente, me ocuparé de que no le falte nada a él tampoco.

– Muchas gracias.

No hablo mucho de jardinería con papá. Claro, que tampoco puedo ir y contarle a mi electricista que a lo mejor no sé lo que quiero, que puede ser difícil decidir algo así de una vez por todas, en un determinado momento de la vida.

«No se llega demasiado lejos con los sueños, mi querido Lobbi», diría papá.

«Hay que seguir los propios sueños», habría dicho mamá.

Y luego se habría asomado por la ventana de la cocina para observar un buen rato su territorio, no sólo lo que se extendía pocos metros más allá del invernadero y del vallado, como si el jardín fuera solamente una parcelita llena de flores que no dejara ver lo que había más allá de la valla porque estaba repleta de las más variadas matas, árboles y otras plantas, sino como si estuviera esperando huéspedes llegados de lejos. Después echaría en un cuenco las pasas de una bolsa, lo pondría debajo del grifo y dejaría que se desbordara.

– Desde luego, siempre es mejor que pasarse meses mareado en un arrastrero -dice papá finalmente.

Capítulo 4

Continuamos atravesando el malpaís en silencio. Sigo con el festín de despedida en el estómago y tengo toda la sensación de que el malestar, que probablemente comenzó a causa de la salsa verde, está transformándose en un dolor constante, ahora mismo, en medio del mal país, no muy lejos del lugar donde volcó el coche de mamá. Reconozco la curva donde el coche se salió de la carretera, allí hay una pequeña hondonada con hierba, creo ver con toda claridad el lugar donde tuvieron que excarcelar a mamá de los restos del vehículo.

– Tu madre no tenía que haberse ido antes que yo, tenía dieciséis años menos que yo -dice papá cuando pasamos por ese lugar.

– No, no tenía que haberse ido antes que tú.

Mamá tenía a veces ocurrencias como irse a recoger bayas silvestres el día de su cumpleaños, casi de madrugada, a algún lugar secreto que le gustaba especialmente, y para llegar allí tenía que atravesar el malpaís. Luego pensaba invitarnos a sus chicos, como nos llamaba a papá, a Jósef y a mí, a unos gofres con arándanos negros y nata montada. Ahora veo que muchas veces debía de resultar difícil tener solamente varones en casa, no tener ninguna hija. Me tomo tiempo antes de acercarme a mamá metida en el coche volcado en la hondonada del malpaís. Realmente me doy tiempo para escrutar la naturaleza, para vagar largo rato por el lugar, como un cámara de cine que está tomando imágenes aéreas desde una grúa, antes de acercarme a mamá, la actriz protagonista en torno a la cual se mueve todo. Es siete de agosto y decido que el otoño ha empezado pronto. Por eso veo en la naturaleza muchos tonos rojos y dorados como llamas; observo una riquísima variedad de rojos en el escenario del accidente: los arándanos de almagre, el cielo rojo sangre, carmín las hojas de algunos arbustos próximos, rojo dorado el musgo. Mamá llevaba una rebeca burdeos y la sangre seca no se vio hasta que papá lavó la rebeca en la bañera de casa. Al demorarme en los detalles de esa imagen espacial, igual que cuando se observa por primera vez el fondo de un cuadro antes de acceder a su tema central, aplazo la hora de la muerte de mamá, alargo el tiempo hasta lo inevitable, hasta la hora del adiós. A veces mamá está aún en el amasijo de hierros del coche, a veces acaban de excarcelarla y de ponerla sobre la tierra. Decido que será en un pequeño llano en la hondonada, entre la lava, como si hubieran recortado la parte superior de dos mogotes de hierba y después hubieran echado semillas en las heridas abiertas. Papá conduce tan despacio que puedo comprobar el estado del árbol que planté, allí sigue: un pino enano, un intento de cultivar árboles en medio de la áspera lava, un árbol solitario entre piedras cubiertas de vegetación rala, así consagro ese lugar a mamá.

– ¿Tienes frío? -pregunta papá, y pone la calefacción al máximo. En el coche hace un calor asfixiante.

– No, no tengo frío.

En cambio, me duele el vientre, aunque no se lo digo a papá. Se toma las preocupaciones de una forma abrumadora, mamá se preocupaba de otro modo, ella me comprendía.

– Bueno, Lobbi, estamos llegando, ya se ven los aviones.

Según nos vamos acercando al aeropuerto, una alfombra negra va descendiendo desde las montañas, en la parte inferior está la línea del día como una voluta de humo azul pálido, el sol horizontal de febrero tiñe los cristales sucios del coche.

Mi padre y mi hermano entran conmigo en la terminal.

Papá me entrega el paquete envuelto para regalo, cuando nos estamos despidiendo.

– Lo desenvuelves cuando hayas aterrizado -me dice-. Quizá te hará pensar en tu anciano padre a la hora de irte a dormir.

Al despedirme de papá le doy un abrazo, pero no muy largo, lo hago con rapidez y le doy unas palmaditas en la espalda como hacen los hombres. Luego hago lo mismo con mi hermano Jósef, quien al momento vuelve con papá y le coge la mano. Después, papá saca del bolsillo de atrás del pantalón un sobre grueso y me lo da.

– Fui al banco a por unos cuantos billetes para ti, nunca se sabe lo que puede suceder en el extranjero.

Miro una vez tan sólo por encima del hombro y veo a papá y a mi hermano gemelo salir del edificio de la terminal, la billetera de papá sobresale a medias del bolsillo de atrás de su pantalón. Jósef y él llevan las cazadoras grises que papá compró hace poco, es imposible decidir cuál de los dos va mejor vestido. La complexión de Jósef es mi total antítesis: bajo, ojos castaños y piel oscura, como si hubiera estado bronceándose en una playa. Si no fuera por los colores de la ropa que usa, mi hermano gemelo, un poco atrasado mentalmente, sería piloto de aviación, tal es su elegancia. Decido guardar en mi memoria su imagen con la camisa violeta estampada de mariposas. Cuando amanezca de verdad, ya me habré alejado de la pardusca nieve sucia, la sal de la tierra permanecerá como mucho en forma de un círculo blanco en la puntera de mis zapatos.

Capítulo 5

En el mismo momento en que el avión abandona la pista y se eleva sobre la rosàcea costra de nieve, siento que el dolor del vientre se hace mucho más fuerte. Me inclino hacia mi vecina de asiento y miro por última vez por la ventanilla: abajo queda la montaña moteada de blanco como un trozo de carne entreverada de grasa. La mujer lleva jersey amarillo de cuello alto, se aprieta contra el respaldo para cederme su ventana, luego dejo de comparar sus senos con la cadena de conos volcánicos y de observar con devoción el paisaje. Es que, aunque debería sentir alivio, el dolor del vientre me impide disfrutar plenamente la libertad que proporciona el hallarse por encima de todo lo que hay más abajo. Sé, más que verlo, que todo se apelmaza como huevas de pescado prensadas; la negra lava, las amarillentas superficies llenas de henasco, los ríos lechosos, las rugosas extensiones de lava cubierta de hierba, las ciénagas, los pálidos campos de lupino, y por todas partes la roca infinita. ¿Y qué es más frío que una roca?, ¿podría crecer alguna vez una rosa en una grieta en medio de una roca? Sin duda, ésta es una tierra inmensamente bella, y aunque amo su gente y sus lugares, donde mejor queda es en los sellos.

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