Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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Saco mi mochila poco después del despegue para comprobar qué tal andan los esquejes de rosal a treinta y tres mil pies de altura. Están envueltos en periódicos mojados, pongo mejor el envoltorio húmedo sobre los tallos verdes; desde luego es significativo de mi estado físico y muestra a su modo lo estúpido que es el azar, porque sin darme cuenta elegí las páginas de obituarios. En el instante en que me separo de lo terrenal no deja de ser lógico que piense en la muerte. Soy un hombre de veintidós años de edad, y varias veces al día he de enfrascarme en pensamientos sobre la muerte; en segundo lugar, sobre el cuerpo, tanto el mío propio como el de otros; y en tercer lugar, sobre rosas y otras plantas. Naturalmente existe variación de un día para otro en la posición que ocupa cada una de esas tres cosas. Vuelvo a colocar las plantas y me siento al lado de la señora.

Además del dolor, que se va transformando en un agudo pinchazo, siento náuseas crecientes, me echo las manos al estómago y me inclino hacia delante. El ruido de los motores me recuerda al pesquero y las náuseas me hacen revivir los cuatro meses de mareo constante. No hacía falta ni siquiera una marejada, en cuanto subía a bordo del pesquero el estómago empezaba a agitarse y yo perdía todo punto de referencia. Cuando la constante vibración crecía en aquel cascarón metálico que se balanceaba rítmicamente en el amarradero del puerto, me inundaba el sudor frío y para cuando soltábamos amarras ya había vomitado una vez. Cuando el mareo me impedía dormir, salía a cubierta y escrutaba la niebla, el horizonte subía y bajaba mientras yo intentaba mantenerme en pie pese al oleaje. Después de nueve turnos de pesca, me había convertido en el hombre más pálido sobre la tierra, incluso mis ojos eran de un ondulante azul acuoso.

– No es bueno ser pelirrojo -decía el más veterano-, son los que peor llevan el mareo.

– Y casi nunca vuelven -añadía otro.

Capítulo 6

Las azafatas van deslizándose entre los asientos, las piernas vestidas con pantis marrones de nylon y sandalias de tacón alto es lo que aparece en mi línea de visión, pues estoy sentado hecho un ovillo. No me pierden de vista y hacen varios viajes de ida y vuelta por el avión para comprobar mi estado, quitar el polvo del respaldo, ofrecerme almohada y manta, ordenarlo todo y ponerme más cómodo.

– ¿Quieres una almohada, quieres una manta? -preguntan, con gesto de preocupación, y me colocan una almohada detrás de la cabeza y me cubren con una manta. Luego vuelven a la parte de atrás y se dedican a charlar de sus cosas.

– ¿Estás indispuesto? -pregunta mi vecina, la del asiento de la ventana, la del jersey amarillo de cuello alto.

– Sí, no me encuentro bien -respondo.

– No tengas miedo -dice sonriente, y me recoloca la manta. Ahora veo que podría tener la edad de mamá. Tres mujeres cuidan de mí en el avión, yo soy un niño pequeño y estoy a punto de echarme a llorar. Me incorporo en mi asiento y me esfuerzo en quitar la tapa de aluminio de la bandeja de comida. Casi cuando la azafata está yendo a la fila siguiente le pregunto qué lleva el menú.

– Voy a comprobarlo -dice, y desaparece en la parte de atrás del avión.

Tarda en regresar, pero a fin de demostrar a la señora del asiento de al lado que soy un chico bien educado, lo que mamá, en efecto, confirmaría inmediatamente, le doy la mano y me presento.

– Arnljótur Pórir [1].

Y para decir aún más, meto la mano en el bolsillo de mi chaqueta de cuero y saco una foto de un bebé calvo metido en un pijama verde de felpa. Es bastante posible que no le parezca demasiado varonil viajar con esquejes de flores envueltos en obituarios mojados y vomitar la comida del avión, pero no le doy ocasión de preguntarme más detalles sobre mi situación personal e impido también que me ofrezca un trozo de chocolate, así que me anticipo.

– Mi hija -le digo al tiempo que le entrego la foto.

Me da la sensación de que la mujer sufre un cierto sobresalto, luego sonríe amistosa, busca en el bolso las gafas de leer, coge la foto y la observa a la luz.

– Bonito bebé -dice-. ¿Qué edad tiene?

– Cinco meses cuando se tomó esta foto. Ahora tiene seis y medio -añado. Me apetece decir seis meses y diecinueve días, pero el dolor del vientre no me permite entretenerme en más explicaciones.

– Un bebé muy bonito y muy despierto -repite-, con ojos grandes y luminosos. Quizá no tenga mucho pelo para ser una niña, a decir verdad pensé que era un niño.

La mujer me mira con afecto.

– Recuerdo que acababa de despertarse y que le habíamos quitado el gorrito -digo yo-, por eso tiene así el pelo. Pues sí, recién levantada del carrito -añado. Cojo otra vez la foto y la meto en el bolsillo. No tengo más que decir sobre la falta de pelo de mi hija, de modo que ese tema de conversación está agotado. Y encima, ese molesto dolor hace desaparecer todas las demás ideas. He de vomitar otra vez y cuando cierro los ojos veo en mi imaginación o en mi memoria la salsa verdusca cubriendo el pescado frito. La señora de al lado me mira con preocupación. Pero no tengo ánimos para iniciar más conversaciones, por eso finjo que tengo otras cosas que atender y vuelvo a coger la mochila. Saco el cuaderno que contiene mi colección de plantas secas, y por una ironía del destino lo abro por la página con las plantas más antiguas, tréboles de seis hojas prensados, recogidos todos ellos la misma mañana en el prado de casa. Papá consideró muy significativo que encontrara tres tréboles de seis hojas el día en que cumplía seis años, como un presagio de la fiesta de cumpleaños que se celebraría más tarde, o de un sueño que se realizaría en forma de un árbol, en el jardín, por el que podría trepar.

– ¿Llevas un herbario? -pregunta mi compañía femenina del asiento de al lado, visiblemente preocupada. Eludo la pregunta pero cojo entre dos dedos, con mucho cuidado, un trebolillo y lo levanto hacia la luz de lectura del avión; es el último que sigue entero, frágil y quebradizo, la flor de la eternidad. Me temo seriamente que padezco una intoxicación alimentaria aguda, pero no deja de ser simbólico del punto al que ha llegado mi vida, que el tallo cuelgue de un hilo azul.

Capítulo 7

– ¿Estás seguro de que podrás apañártelas solo? -preguntan las azafatas cuando intento salir del avión bien estirado-. Estás de un pálido que asusta.

Mientras salgo del avión, una azafata me toca el hombro y dice:

– Intentaremos averiguar lo de la comida, dos de nosotras la han probado, pero no saben seguro lo que era. Sorry. Pero definitely será o pescado empanado relleno de crema de queso, o pollo empanado relleno de crema de queso.

Un empleado del aeropuerto escribe una dirección en una hoja de papel y yo sostengo la hoja arrugada en las manos heladas. He aterrizado en una ciudad en la que nunca había estado, mi primera etapa en el extranjero, y estoy sentado hecho un ovillo en el asiento de un taxi. Mi mochila se encuentra a mi lado y los verdes brotes asoman por el envoltorio de periódicos del bolsillo delantero.

Al pensarlo después, no sé si iba yo solo en el taxi, tengo la sensación de que no es imposible que la señora del jersey amarillo de cuello alto me acompañara hasta mi destino.

Cuando el vehículo se detiene en un paso de peatones, con el semáforo en rojo, puedo ver cómo se refleja la gente en el cristal de la ventanilla al pasar.

El taxista me echa un vistazo de vez en cuando por el retrovisor, lleva en el asiento delantero un gran pastor alemán con la húmeda lengua colgando, asomando por la boca. No puedo ver si el perro tiene correa, pero no aparta los ojos de mí. Yo cierro los ojos, y cuando los abro de nuevo, el coche está parado delante del hospital y el taxista está vuelto hacia mí y me mira. Me hace pagar el doble por haber vomitado en su coche, pero no parece realmente enfadado, más bien asombrado por lo irresponsable de mi conducta.

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