Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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– No, estoy pensando que por qué no me das el tarro para el viaje.

Mi hermano Jósef está callado y papá tampoco habla demasiado cuando nos sentamos a la mesa; ninguno de nosotros, ni el padre ni los hijos, habla demasiado. Le sirvo a mi hermano, y le corto las patatas en dos. Él ni mira la salsa verde, la retira cuidadosamente del pescado y la deja en el borde del plato. Miro a mi hermano de ojos castaños, que se parece un tanto a un famoso actor de cine, pero no hay forma de saber lo que le pasa por la cabeza. Para compensar lo que ha hecho con el pescado y no alterar el equilibrio de la mesa, me echo bastante de la salsa de papá. Es en ese momento cuando siento por primera vez el pinchazo en el vientre.

Después de comer, mientras friego los platos, Jósef hace palomitas, como tiene por costumbre cuando viene los fines de semana a casa. Coge la olla de fondo grueso del armario, pone exactamente tres cucharadas soperas de aceite y va echando con mucho cuidado el maíz de la bolsa hasta que el fondo está cubierto con una capa uniforme de granos amarillos. Después pone la tapadera y coloca la olla a potencia máxima durante cuatro minutos. Cuando el aceite chisporrotea, baja el fuego y lo pone al dos. Trae el cuenco de cristal y el salero y no se aparta de la olla hasta que termina el trabajo. Después, los tres vemos el telediario, mi hermano me tiene la mano cogida, los dos estamos en el sofá, sobre la mesa el cuenco de cristal. Hora y media después de la llegada de mi hermano gemelo en su visita de fin de semana, saca el disco: ha llegado la hora de bailar.

Capítulo 3

No me llevo muchas cosas, papá se extraña de lo pequeño que es mi equipaje. Envuelvo los esquejes en hojas húmedas de periódico y los coloco en el bolsillo delantero de la mochila. Vamos en el Saab, que es de papá desde que tengo memoria; Jósef va sentado, silencioso, en el asiento trasero. Papá se pone boina cuando viaja, cuando sale de la ciudad. Conduce muy por debajo del límite legal de velocidad, desde el accidente no supera los cuarenta kilómetros por hora. Va tan despacio al cruzar el atormentado malpaís que puedo contemplar los pájaros que se posan regularmente en los violáceos picos de lava en los variados colores del alba hasta donde alcanza la vista, una capa de color encima de otra, como una trágica composición musical in crescendo. Papá tampoco está muy acostumbrado a conducir, era casi siempre mamá la que conducía. Hay una larga fila de coches detrás de nosotros, y constantes intentos de adelantarnos. Pero eso no altera la concentración de mi padre al volante. Tampoco tengo miedo de perder el avión, porque papá llega siempre con tiempo de sobra.

– Papá, ¿quieres que conduzca yo?

– No, gracias, Addi. Aprovecha para disfrutar la tierra de la que te estás despidiendo, seguramente en los próximos tiempos no tendrás muchas oportunidades de viajar entre lava.

Los dos callamos un rato mientras disfruto de la tierra de la que me estoy despidiendo. Más tarde, cuando hemos tomado la desviación que lleva al faro, papá se empeña en charlar un poco de mis perspectivas de futuro, de lo que pienso hacer con mi vicia. No le agrada demasiado mi interés por la jardinería.

– Perdona, Lobbi, que tu anciano padre esté siempre preguntando por tus planes para el futuro, no es curiosidad ni mala idea.

– No pasa nada.

– ¿Ya has decidido lo que piensas estudiar?

– He optado por la jardinería.

– Un chico con tu talento para el estudio.

– No empieces otra vez, papá.

– Creo que desperdicias tus dotes, Lobbi.

Es difícil explicárselo a papá; el jardín y las rosas del invernadero eran un interés que yo compartía con mamá.

– Mamá me habría comprendido.

– Sí, tu madre aprobaba prácticamente todo lo que hacías -dice-. Pero no le habría disgustado que fueras a la universidad.

Cuando nos mudamos al nuevo barrio, éste carecía de vegetación, todo eran extensiones de tierra yerma y losas de piedra y pedregales azotados por el viento. En todas partes había edificios nuevos o cimientos de casas, medio llenos de agua pardusca. Los ralos arbustos bajos llegaron mucho más tarde. El barrio estaba abierto al mar, habitualmente soplaba un viento fuerte y no había sitio donde construir un lugar protegido en los jardines, la gente renunció a plantar macizos de pensamientos. Mamá fue la primera del barrio que se atrevió a plantar árboles, y los primeros años pareció que era un capricho imposible. Mientras otros se contentaban con plantar algo de césped y, si acaso, setos bajos entre los jardines, para poder tumbarse al sol con la brisa los tres días de buen tiempo del verano, ella plantó un laburno, un arce, un fresno y arbustos de flor al abrigo de la casa. No se rindió aunque tenía que plantar los cepellones, por así decir, directamente sobre la roca.

El segundo verano, papá construyó el invernadero al sur de la casa. Poníamos las plantas primero en el invernadero y crecían allí hasta que las trasplantábamos al jardín durante la primera o las dos primeras semanas de junio, cuando había dejado de helar por las noches. Al principio nuestra idea era dejarlas fuera sólo en pleno verano y después volverlas a meter en el invernadero, pero aquel otoño fue templado y las dejamos al aire libre un mes más. Luego, un invierno dejamos nuestras plantas dormitar bajo una capa de dos metros de nieve. Al final, todo crecía en el jardín de mamá, en sus manos todo echaba firmes raíces. Poco a poco, la parcela se convirtió en un jardín de cuento que despertaba asombro y llamaba la atención. Después de la muerte de mamá, las vecinas han venido algunas veces a pedirme consejo.

«Es necesario ser un poco meticulosos, pero sobre todo hace falta tiempo», ésa era la filosofía del jardín que tenía mamá, resumida en una sola frase.

– No niego que tu madre y tú teníais vuestro mundo, del que no formábamos parte ni Jósef ni yo, tal vez no lo comprendamos.

Últimamente, papá ha empezado a hablar de Jósef y él como una unidad, «Jósef y yo», dice.

Mamá tenía a veces la ocurrencia de salir y ponerse a trabajar en el jardín, o a ocuparse de algo en el invernadero en plena noche clara de verano, era como si no necesitara dormir como los demás, especialmente en verano. Cuando yo volvía a casa por la noche después de ir de marcha con mis compañeros, mamá estaba atareada en un macizo de flores con un cubito rojo y guantes de jardinería con florecitas rosas estampadas, mientras papá dormía a pierna suelta. Como no podía ser menos a esas horas, no había nadie por las calles y todo estaba en absoluto silencio. Mamá me daba los buenos días y me miraba como si supiera sobre mí algo que yo desconocía por completo. Así que me sentaba en la hierba a su lado media hora a arrancar las malas hierbas, por hacer algo, era tan sólo una forma de hacerle compañía. Quizá tenía en la mano una botella de cerveza a medias, y la metía en el macizo de pensamientos mientras me tumbaba con un codo debajo de la cabeza para ver pasar los nubarrones. Cuando quería estar a solas con mamá, me iba con ella al invernadero o al jardín, así podíamos charlar. A veces estaba distraída pensando en otra cosa y si le preguntaba en qué pensaba, me respondía sí, sí, me parece muy bien lo que dices. Y sonreía para mostrar su conformidad, con gesto risueño.

– Para un estudiante tan destacado como tú no hay mucho futuro en la jardinería.

– Bueno, yo no sé qué es eso de ser un estudiante destacado.

– Aunque tu padre sea ya mayor, Lobbi, todavía no es un carcamal. Resulta que tengo guardados todos tus certificados de notas. Doce años, y el primero de la clase; dieciséis años, y el primero del curso; terminaste el bachillerato como primero de tu promoción.

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