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Sofi Oksanen: Purga

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Sofi Oksanen Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia. Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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– Y tú ¿qué? ¿Tienes trabajo? ¿De qué oficio es el uniforme que llevas?

Zara se alarmó de nuevo. Necesitaba explicar su aspecto harapiento, claro, pero ¿qué iba a decir? ¿Por qué no había pensado en ello? Los pensamientos la rehuían y no lograba aferrar ninguno; las verdades y las mentiras la dejaban desamparada en medio de aquella situación difícil, vaciaban su cabeza, sus ojos y sus oídos. Chapurreó una frase sobre que había trabajado de camarera, y al mirarse las piernas se acordó de su ropa occidental, así que añadió que había trabajado de camarera en Canadá. Aliide frunció el cejo.

– Caramba, qué lejos. ¿Y ganabas mucho?

Zara asintió e intentó inventarse algo más. Empezaron a castañetearle los dientes. En la boca sólo tenía saliva pegajosa y dientes sucios, pero ni una sola palabra sensata. ¿Por qué aquella mujer no dejaba de hacerle preguntas? Pero Aliide quería saber qué hacía Zara allí.

Suspirando, contestó que había ido de vacaciones a Tallin con su marido. La frase le salió bien, con el mismo ritmo con que hablaba Aliide. Ya empezaba a cogerle el tranquillo. Pero ¿y su historia?, ¿cuál sería la historia más adecuada para ella? El comienzo que acababa de inventar estaba escurriéndosele entre las manos, así que lo agarró por la cola antes de que huyese del todo. Aguanta ahí. Ayúdame. Desarrolla una historia palabra a palabra. Una buena historia. Una historia que me permita quedarme aquí, para que Aliide no llame a nadie que se me lleve.

– Ese marido tuyo, ¿también estuvo en Canadá?

– Sí.

– ¿Y ahora habéis venido de vacaciones?

– Exacto.

– ¿Y adónde piensas ir?

Zara respiró hondo y mientras soltaba el aire respondió que no lo sabía. Y que el hecho de no tener dinero ponía las cosas más difíciles. Enseguida se arrepintió de esto último. Ahora seguramente la anciana se imaginaría que andaba tras su monedero. La trampilla se abrió con estrépito, la historia se escapó. El buen comienzo se alejó. Aliide nunca le permitiría entrar en casa y nada funcionaría. Zara intentó pergeñar algo más, pero sus ideas se desvanecían apenas nacer. Tenía que decir cualquier cosa, aunque no fuese una historia, algo, lo que fuera. Trató de hablar de las toperas alineadas delante de la fachada de la casa, de las techumbres de fieltro de las colmenas que destacaban entre los cargados manzanos, de la rueda de afilar que había al otro lado del portal y del plantago que pisaba. Buscó cosas que decir, igual que un animal hambriento busca a su presa, pero todo escapaba entre sus romos dientes. Aliide no tardaría en notar su pánico y entonces pensaría que no era de fiar, y tendría que marcharse, y todo se iría al traste. Zara era una estúpida, como había dicho Paša, siempre lo estropeaba todo, una chica estúpida, una idiota rematada.

Miró a hurtadillas a Aliide, aunque su pelo ya no formaba una cortina ante sus ojos. La anciana la observaba de arriba abajo. Zara estaba sucia y llena de barro. Necesitaba una buena enjabonada.

1992, oeste de Estonia

Aliide prepara un baño

Aliide le ordenó que se sentase en la tambaleante silla de la cocina. Zara obedeció y su mirada perdida se posó en el tarro de sal que desde el invierno se había quedado entre el doble cristal de las ventanas, como si fuese un objeto maravilloso.

– La sal absorbe la humedad. Así, cuando hace frío, las ventanas no se empañan tanto.

Aliide hablaba despacio. No estaba convencida de que la muchacha estuviese cuerda. Aunque fuera se había animado un poco, al entrar había pisado cuidadosamente con sus zapatillas, como si el suelo fuese de hielo y dudase que pudiera soportar su peso. Al llegar a la silla se había acurrucado aún más que en el jardín. El instinto de Aliide le había dicho que no la dejara entrar, pero su estado era tan lamentable que no había podido hacer otra cosa. Ahora la joven se sobresaltó otra vez, cuando, reclinada en la silla, la cortina de la cocina le rozó ligeramente el brazo desnudo. Asustada, se inclinó hacia delante, de modo que la silla se tambaleó y ella estuvo a punto de perder el equilibrio. Su zapatilla chirrió contra el suelo. Cuando la silla se quedó quieta, la chica detuvo el pie y se agarró a los bordes del asiento. Encogió los pies bajo la silla y se abrazó el cuerpo.

– Deja que te traiga ropa seca.

Aliide mantuvo abierta la puerta del recibidor mientras rebuscaba en el armario, del que sacó un par de vestidos y una enagua. La muchacha permanecía encorvada mordiéndose el labio inferior. De repente, volvía a tener la misma expresión de antes. Aliide sintió una oleada de antipatía. Ya podía ir marchándose bien pronto, en cuanto resolviera adónde mandarla y le diera alguna medicina. No era cuestión de tener que recibir también al marido, ni a cualquiera que estuviese buscándola. Si no era un señuelo de los ladrones, ¿de quién entonces? ¿Acaso de los chicos de la aldea? ¿Por qué se habrían embarcado en algo tan complicado? ¿Sólo para fastidiarla o había algo más? Aunque, en cualquier caso, aquellos chicos nunca habrían recurrido a una rusa, eso jamás.

Cuando Aliide regresó a la cocina, la muchacha se irguió y levantó la cabeza, volviéndose hacia la anciana, pero sin mirarla. Dijo que no quería vestidos, sólo un pantalón.

– ¿Un pantalón? Pero no tengo más que un pantalón de chándal, y puede que necesite un lavado.

– No importa.

– Está sucio de trabajar en la huerta.

– Da igual.

– ¡Bueno, vale!

Aliide fue a buscar los pantalones comprados en Marat al perchero del vestíbulo y de paso se subió las bragas. Llevaba dos, como siempre, como cada santo día después de haber pasado aquella noche en el ayuntamiento. También había probado alguna vez con los pantalones de montar que su marido solía usar con las botas de caña alta. Le habían dado enseguida una sensación de seguridad. De mayor protección. Pero por aquel entonces las mujeres no usaban pantalones largos. Más tarde, por la aldea habían aparecido mujeres con pantalones, pero ella ya estaba tan acostumbrada a sus dos bragas que no ansiaba llevar un pantalón largo. ¿Por qué aquella chica vestida con ropa occidental querría unos pantalones de Marat?

– Los compré después de que en Marat adquirieran las máquinas de tejer japonesas -explicó con una risita al volver a la cocina.

Tras un instante de silencio, Zara respondió a su vez con una risita nerviosa. Fue muy corta y se la tragó enseguida, como hacen las personas que no han entendido un chiste pero no se atreven o no quieren admitirlo, y ríen con los demás. Aunque aquello no era ningún chiste. A lo mejor, la chica era tan joven que no se acordaba de cómo era el punto que fabricaban en Marat antes de tener las máquinas nuevas. Aunque seguramente Aliide estaba en lo cierto al suponer que la muchacha ni siquiera era de Estonia.

– Lavaremos y arreglamos tu vestido más tarde.

– ¡No!

– ¿Por qué no? Es un vestido caro.

La chica le arrebató el pantalón de las manos de un tirón, se bajó las medias, las hizo un ovillo, se puso rápidamente los pantalones, se quitó el vestido con prisas, se puso una bata de Aliide en un segundo y, antes de que la anciana pudiera impedírselo, arrojó el vestido y las medias a la cocina de leña. Con aquel ajetreo, el mapa cayó sobre la alfombra. La joven lo agarró y lo lanzó también al fuego.

– Zara, cálmate.

La joven se había quedado delante de la cocina de leña como protegiendo la quema de su ropa. Tenía la bata mal abotonada.

– ¿Qué te parecería un baño? Voy a poner agua a calentar. Tranquila -dijo Aliide.

Y se acercó lentamente al fogón. La muchacha estaba inmóvil. Sus ojos asustados pestañeaban sin cesar. Aliide llenó la tetera, la cogió a ella de la mano, la hizo sentarse a la mesa y le sirvió una taza de té caliente. Luego regresó a los fogones. Zara se volvió para ver lo que hacía.

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