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Sofi Oksanen: Purga

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Sofi Oksanen Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia. Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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El bulto seguía en el mismo sitio bajo los abedules. Aliide se acercó sin perderlo de vista, pero al mismo tiempo mirando alrededor con el rabillo del ojo, por si había alguien más. El bulto era una muchacha. Cubierta de barro, harapienta y sucia, pero una muchacha al fin y al cabo. Una desconocida. Una persona de carne y hueso, no una señal del porvenir llegada del cielo. En sus uñas quebradas había restos de esmalte rojo, el rímel se le había corrido por las mejillas en chorretones y los rizos le caían despeinados sobre la cara, con restos de laca y algunas hojas de sauce blanco pegadas al cabello. Entre los rizos oxigenados despuntaban unas raíces grasientas y oscuras. Bajo aquella capa de suciedad, su piel era clara, las mejillas blancas, casi transparentes; el labio inferior, reseco y agrietado, sobresalía hinchado y enrojecido, anormalmente brillante y sanguinolento, lo que hacía que la suciedad pareciese una membrana que había que retirar, igual que la superficie cerosa de una manzana dejada al frío. La sombra de ojos color violeta se apelmazaba en los pliegues de los párpados, y las medias negras y transparentes tenían carreras. No le hacían bolsas en las rodillas, eran medias tupidas y de buena calidad. Occidentales, sin duda. A pesar del barro, brillaban. Se le había salido un zapato, que yacía en el terreno. Era más bien una zapatilla con forro de franela, gastado, gris y roto en la parte del talón. En el remate del borde llevaba un lazo con las esquinas dobladas: piel sintética bordada en zigzag y un par de remaches niquelados. Aliide había tenido unas iguales. Cuando eran nuevas, el adorno había sido de un marrón claro y delicado, el forro rosado como un lechón. Era una zapatilla de fabricación soviética. ¿El vestido? Occidental, sin duda alguna. Era un tejido demasiado bueno para ser de la zona, y un cinturón como aquél no podía conseguirse más que en los países del Oeste. La última vez que su hija, Talvi, había vuelto de Finlandia para visitarla llevaba uno así, un cinturón elástico y brillante. Le había asegurado que estaba de moda, y Talvi de eso sabía bastante. A Aino le habían dado uno parecido en el paquete de caridad de la iglesia, aunque no lo usaba para nada, pero como era gratis… Los finlandeses hasta podían permitirse donar ropa nueva en la colecta. Además del cinturón, en el paquete había un anorak y varias camisetas. Pronto tocaría ir a buscar otro. El vestido de la muchacha era demasiado bonito para proceder de uno de esos paquetes, y además ella no era de por allí.

Al lado de su cabeza había una linterna y un mapa manchado de barro.

Tenía la boca entreabierta y cuando Aliide se agachó pudo verle los dientes. Demasiado blancos. Sobre las coronas tenía una hilera de empastes grises.

Movía los ojos bajo los párpados como por un tic nervioso.

Le dio un golpecito con el mango de la guadaña. No hubo reacción. Sus párpados no se movieron con los holas ni con los pellizcos. Fue a buscar agua de lluvia de la tina de lavarse los pies y la roció. Entonces la muchacha se acurrucó en posición fetal, cubriéndose la cabeza con una mano. Su boca se abrió como para gritar, pero sólo emitió un susurro:

– No. Agua no. Basta.

A continuación, parpadeó y abrió los ojos, y se incorporó hasta quedar sentada. Aliide se apartó un poco por si acaso. La boca de la muchacha seguía abierta, pero sin emitir sonido alguno. Miraba fijamente en dirección a Aliide, aunque su mirada perdida no iba dirigida a ella ni a ninguna parte. Le habló con voz tranquilizadora, diciéndole que no se preocupase, en el mismo tono que usaba para calmar a los animales de la granja cuando estaban inquietos. En los ojos no vio signo alguno de entendimiento, pero en su boca, que seguía muy abierta, advirtió algo familiar. No en la chica en sí, sino en su modo de comportarse, en cómo intentaban emerger los gestos bajo aquella máscara de cera que era su piel y en cómo el cuerpo permanecía alerta. Lo que necesitaba era un médico, no cabía duda. Aliide no deseaba en absoluto cuidar a aquella criatura desconocida, tan indefinida, así que propuso llamar al doctor.

– ¡No!

La voz sonó decidida, aunque la mirada seguía perdida. Al grito le siguió una pausa y de repente una retahíla de palabras atropelladas: ella no había hecho nada, por ella no hacía falta llamar a nadie. Las palabras se agolpaban, se pegaban unas a otras, con acento ruso.

La chica era rusa, una rusa que hablaba estonio.

Aliide retrocedió otro paso.

Tenía que hacerse con un nuevo perro, o dos.

La hoja de la guadaña recién afilada brillaba, a pesar de la luz grisácea atenuada por la lluvia.

El sudor perlaba el labio superior de Aliide.

Los ojos de la muchacha empezaron a enfocar, primero la tierra, una hoja del plantago, otra más, y luego lentamente se centraron en objetos más lejanos, las piedras que bordeaban el parterre, la bomba del agua, la tina de debajo de la bomba. Después volvió a bajar la mirada, la posó sobre sus propias manos, deteniéndose en ellas, y luego la desplazó hasta la hoja de la guadaña, pero no continuó alzándola, sino que se centró de nuevo en sus propias palmas, en los rasguños del dorso, en las uñas rotas. Parecía estar examinando las partes de su cuerpo, quizá contándolas, el brazo, la muñeca, la palma de la mano, todos los dedos en su sitio, y lo mismo con la otra mano, antes de pasar a los dedos del pie descalzo, el pie, el tobillo, la pierna, la rodilla, el muslo. No siguió hasta la cadera, sino que de repente se fijó en el otro pie y en la zapatilla caída. Alargó la mano, la cogió despacio y trató de ponérsela, aunque la zapatilla se le resistió. Tiró de su pie ya calzado y se palpó despacio el tobillo, no como quien sospecha que está torcido o roto, sino como alguien que no recuerda cómo es un tobillo, o como un ciego que palpa a un desconocido. Al fin consiguió levantarse, todavía sin mirar a Aliide a la cara. Una vez de pie, se tocó el cabello y se lo alisó contra la cara, mojado y pegajoso, echándoselo delante de los ojos, como si fuesen las cortinas rasgadas de una casa abandonada, cortinas que no tienen vida alguna que ocultar.

Aliide aferraba la guadaña. ¿Y si era una loca? Tal vez se había escapado de algún sitio. ¿Cómo saberlo? Quizá sólo estaba confundida, o le había pasado algo terrible y por eso se hallaba en semejante estado. También podía ser el señuelo de una banda de ladrones rusos.

La muchacha alcanzó con dificultad el banco de bajo los abedules. El viento sacudía las ramas sobre su cabeza, pero ella no se apartaba para evitarlas, aunque se sobresaltaba cada vez que las hojas le golpeaban la cara.

– Apártate de esas ramas.

Un rubor de sorpresa afloró a las mejillas de la chica. Un estupor mezclado con algo más, como si recordase algo. ¿Quién no se aparta de unas ramas que le azotan la cara? Aliide entornó los ojos. Era una loca, sí.

La muchacha se alejó de las ramas trabajosamente, aferrándose al borde del banco como para evitar caerse. Cerca de su mano había una piedra de afilar. Ojalá no fuese una persona irascible, de esas que se enfadan con facilidad y empiezan a tirar cosas o piedras de afilar como aquélla. No convenía ponerla nerviosa, tenía que ser prudente.

– Dime, ¿de dónde vienes?

La joven abrió la boca varias veces antes de pronunciar unas frases inconexas acerca de Tallin y un coche. Al igual que antes, las palabras se agolpaban, se juntaban en sitios equivocados y se enlazaban antes de tiempo, lo que empezó a producir un raro cosquilleo en los oídos de la anciana. No era por lo que decía ni por su acento ruso, sino por otra cosa; en el estonio de aquella chica había algo extraño. Aunque su joven y sucio cuerpo pertenecía al presente, sus frases eran torpes y procedían de un mundo de cartas quebradizas y mohosos álbumes vaciados de fotografías. Aliide se quitó una horquilla del pelo y se hurgó la oreja; luego se la prendió otra vez en el cabello. Pero el cosquilleo persistía. De repente, le vino una idea a la cabeza: aunque la muchacha no era de la zona, quizá ni siquiera del país, ¿qué clase de forastero podía conocer el habla de una provincia como aquélla? El cura de la aldea era un finés que hablaba estonio. Había estudiado el idioma tras haber llegado a Estonia para hacerse cargo de la parroquia y lo hablaba realmente bien. Escribía los sermones y recordatorios en estonio y nadie se acordaba ya de quejarse por la falta de pastores locales. Pero en el habla de la joven había un tono distinto, algo más antiguo, como apolillado y amarillento. De alguna extraña manera, olía a muerte.

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