Sofi Oksanen - Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia.
Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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– Entonces, ¿qué? Ese marido tuyo… ¿anda detrás de ti? -preguntó mientras la miraba comer. El hambre era auténtica, pero aquel miedo… ¿Temería únicamente a su marido?

– Sí, anda detrás de mí. Mi marido.

– ¿Quieres que llame a tu madre para que venga a buscarte, o al menos para que sepa dónde estás?

Ella negó con la cabeza.

– Vale, pues entonces a algún amigo, o familiar.

Volvió a negar, incluso con más ímpetu.

– ¿Y a alguien que no vaya a decirle a tu marido dónde estás?

Otra negación con la cabeza. El pelo sucio se apartó de la cara y ella se lo alisó para devolverlo a su sitio. Ahora parecía más cuerda, a pesar de sus sobresaltos. Le faltaba el brillo de la locura en los ojos, aunque su mirada fuera huraña y torva.

– Es que yo no puedo llevarte a ninguna parte, y aunque hubiese algún coche, por aquí no hay gasolina. Hay un autobús que pasa por la aldea una vez al día, pero no siempre.

La muchacha le aseguró que se marcharía enseguida.

– ¿Adónde irás? ¿Con tu marido?

– ¡No!

– ¿Adónde entonces?

Con un pie, la chica removía una piedra del parterre que había delante del banco, manteniendo la barbilla casi pegada al pecho.

– Zara.

Aliide se sorprendió. Menuda presentación.

– Aliide Truu.

La chica dejó de juguetear con la piedra. Sus manos, que después de comer habían vuelto a aferrar el borde del banco, al fin se soltaron. Alzó un poco la cabeza.

– Encantada de conocerla.

1992, oeste de Estonia

Zara busca una historia adecuada

Aliide. Aliide Truu. Las manos de Zara habían soltado el borde del banco. Aliide Truu estaba allí, de pie ante ella, y vivía en aquella casa. La situación era igual de extraña que el estonio en boca de Zara. Recordaba vagamente cómo había conseguido encontrar el camino indicado y los sauces blancos, pero no recordaba si había sido consciente de haber logrado dar con la casa correcta, si había pasado la noche ante la entrada sin saber qué hacer, si había decidido esperar al amanecer para no asustar a nadie presentándose en plena noche. Tampoco recordaba si había intentado ir al establo a dormir, si se había acercado a la ventana de la cocina sin atreverse a llamar a la puerta, ni siquiera si había pensado en llamar, si es que había pensado en algo. Cuando intentó hacer memoria sintió una punzada en la cabeza, de modo que se concentró en el momento presente. No había planeado qué iba a hacer una vez que llegase a su destino, y menos aún si se encontraba con Aliide Truu en el jardín de la casa que buscaba. No había tenido tiempo de pensar tanto. Ahora lo que importaba era salir adelante, vencer los miedos que la acechaban; tenía que olvidarse de Paša y Lavrenti y, haciendo acopio de fuerzas, enfrentarse al presente y a Aliide Truu. Debía recobrar la compostura, ser valiente. Y recordar cómo se trataba a la gente, para mostrar la actitud adecuada ante aquella mujer que seguía delante de ella. La cara, de huesos delicados, estaba surcada por pequeñas arrugas, pero carecía de expresión. De sus lóbulos alargados colgaban unas piedras incrustadas en oro, de reflejos rojizos. Sus iris eran grises o gris azulado, y tenía legañas en los lagrimales. Zara no se atrevía a mirarla por encima de la nariz. Aliide era más baja que ella, como había imaginado, y también más delgada. El viento le trajo un olor a ajo proveniente de la mujer.

No disponía de mucho tiempo. Paša y Lavrenti la encontrarían, no cabía duda. Pero allí estaban Aliide Truu y su casa. ¿Accedería a ayudarla? Debía conseguir que la anciana entendiese la situación con rapidez, pero no sabía cómo explicarse. Se sentía embotada, aunque el pan la había despejado un poco. El rímel le escocía los ojos, tenía las medias hechas trizas y apestaba. Enseñar los moretones había sido una estupidez, pues seguro que ahora Aliide Truu pensaba que era la clase de chica que se metía en líos o pedía que la maltrataran, una chica que ha hecho algo malo. ¿Y qué ocurriría si la anciana era como aquella vieja de la que le había hablado Katia, aquella que se parecía a Oksanka y que trabajaba para tipos como Paša, mandando chicas a la ciudad junto a hombres de su calaña? ¿Cómo iba a saberlo? En algún lugar de su cabeza resonó la risa burlona de Paša, quien no se cansaba de recordarle que una chica tan estúpida como ella no era capaz de arreglárselas sola. A una chica tan estúpida se le podía pegar porque tartamudeaba, porque era dejada, porque apestaba, una chica así de imbécil bien merecía que la ahogasen en el lavabo, porque era irremediablemente estúpida y fea.

Aliide Truu la miraba a los ojos de un modo embarazoso, apoyándose en la guadaña mientras parloteaba sobre el cierre de los koljós, como si Zara fuese una vieja conocida y hubiese ido allí a hablar del tiempo.

– Por aquí prácticamente ya no pasan forasteros -declaró Aliide, y empezó a enumerar la casas que la gente joven había abandonado-. Los Kokka se fueron a construir casas para los finlandeses y los chicos de los Roosna a hacer negocios en Tallin. El hijo de los Voorel entró en política y desapareció en Tallin. A ése habría que llamarlo y decirle que hiciesen una ley para que la gente no abandonase el campo así, de un día para otro. Ya ni siquiera puede repararse un tejado porque no quedan obreros. Y no es de extrañar que los hombres no aguanten en el pueblo, pues no hay mujeres. Y no hay mujeres porque por aquí no hay hombres de negocios, y como todas las mujeres quieren hombres de negocios y extranjeros, entonces ¿quién iba a querer a un obrero decente? El koljós de pesca de Lääne Kalur hasta llevó su propio espectáculo de variedades de gira a Finlandia, concretamente a Hanko, ciudad hermanada, y el viaje fue un éxito, incluso hubo colas para conseguir entradas. Cuando volvieron, el director del grupo hizo un llamamiento hasta en el periódico para que todas las chicas jóvenes y guapas fuesen a bailar el cancán para los finlandeses. ¡El cancán!

Zara asentía con la cabeza, se mostraba muy de acuerdo al tiempo que se rascaba el esmalte de las uñas. Sí, sí, todo el mundo corría tras los dólares y los marcos finlandeses, y sí, antes había trabajo para todos, pero hoy en día eran unos ladrones, hombres de negocios, bueno, de hombres de negocios nada. Zara empezó a sentir frío, el entumecimiento le llegaba a las mejillas y la lengua, lo que agravaba su habla ya lenta y titubeante de por sí. La ropa mojada la hacía tiritar. No se atrevía a mirar directamente a Aliide, sólo a hurtadillas. ¿Qué pretendía? Estaban allí charlando como si la situación fuese completamente normal.

La cabeza ya no le daba tantas vueltas. Se retiró el pelo tras las orejas, como para oír mejor, y alzó la barbilla. Se sentía la piel pegajosa, la voz adormecida, la nariz temblorosa, las axilas y las ingles sucias, pero aun así consiguió emitir una leve risita. Intentaba imitar la voz que había usado a veces tiempo atrás, cuando se topaba con algún viejo conocido en la tienda o por la calle. Esa voz le resultaba lejana y extraña, impropia del cuerpo del que salía. Le recordaba un mundo al que ya no pertenecía y una casa a la que ya no podía volver.

Aliide señaló hacia el norte con la guadaña y empezó a hablar de los ladrones de tejas. Había que vigilar día y noche si no querías quedarte sin tejado. A los Moisio también les habían robado las escaleras, robaban las vías del tren, de modo que la madera era el único material de reparación disponible, ya que todo lo demás acababan por robarlo. ¡Y qué decir de la subida de precios! Según Kersti Lillemäki, tales precios eran una señal del fin del mundo.

Y después, en medio de aquel parloteo, surgió una pregunta sorprendente:

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