Sofi Oksanen - Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia.
Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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Todos aquellos gritos por encima de las voces de la radio la habían hecho jadear, así que Zara se llevó una mano al pecho para calmarse, se abrió unos botones de la bata y ya no reconoció a la mujer que estaba ante ella. Ya no era la misma que hacía un momento parloteaba con jovialidad.

Aquella mujer era fría y calculadora, y no soltaría ninguna información.

– Creo que deberías ir a dormir. Mañana tenemos que pensar en qué vamos a hacer con tu marido, siempre que todavía te acuerdes de ese problema.

Bajo la manta, en la habitación, Zara respiraba con dificultad. Aliide había reconocido a la abuela.

La abuela no era una ladrona ni una fascista. ¿O sí?

Desde la cocina le llegaban los golpes del matamoscas.

SEGUNDA PARTE

Siete millones de años

oyendo los discursos del Führer, los mismos

siete millones de años

viendo florecer el manzano.

Paul-Eerik Rummo

Junio de 1949

¡ Por una Estonia libre!

Aquí tengo la taza de Ingel. Me hubiera gustado tener también su almohada, pero Liide no me la dio. Ha intentado seducirme otra vez, trata de peinarse como Ingel. A lo mejor sólo quiere que me alegre un poco, pero no me alegra en absoluto. Está igual de fea. Pero no puedo decirle nada, ya que incluso me prepara la comida. Y si se enfada, no me deja salir de aquí. Aunque no se enfade abiertamente, simplemente no me deja salir y tampoco me trae comida. La última vez pasé dos días sin comer. Supongo que se puso nerviosa porque le pedí el camisón de Ingel. Ya no queda pan.

Cuando me deja salir, intento hacerle la pelota, hablo de cosas agradables y la hago reír un poco, alabo sus comidas, eso le gusta. La semana pasada preparó un bizcocho de seis huevos. No le pregunté por qué había gastado semejante cantidad de huevos, pero ella quiso saber si el bizcocho era mejor que los que hacía Ingel. No contesté. Ahora intento inventar algo agradable que decirle.

Estoy aquí acostado con la Walther y un cuchillo a mi lado. Me pregunto por qué tardarán tanto los ingleses.

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1936-1939, oeste de Estonia

Aliide se come una flor de lila de cinco p é talos y se enamora

Los domingos, después de misa Aliide e Ingel solían dar una vuelta por el cementerio para ver a algún conocido o intercambiar miradas con los chicos, y para coquetear tanto como lo permitía la decencia. En la iglesia, se sentaban al lado del sepulcro de la princesa Augusta de Koluveri y trazaban pequeños círculos con los pies, impacientes por ir al cementerio a exhibirse, a mostrar sus tobillos cubiertos con preciosas medias de seda negra de última moda, a pasear graciosamente luciendo sus mejores galas, guapas y preparadas para guiñarles un ojo a los pretendientes apropiados. Ingel se había trenzado el pelo y se había hecho una corona con las trenzas sobre la cabeza. Aliide, como era más joven, se dejaba la trenza suelta a la espalda. Aquella mañana había dicho que iba a cortarse el pelo. Adujo que las chicas de ciudad lucían elegantes rizos hechos con rulos eléctricos y que por dos coronas se podían conseguir unos iguales, pero Ingel, horrorizada, le advirtió que delante de su madre no se podía hablar de esas cosas.

Por algún motivo, aquella mañana era especialmente clara y las flores de lila especialmente embriagadoras. Aliide se sentía mayor y, mientras se pellizcaba las mejillas delante del espejo, había tenido la certeza de que ese verano a ella también le ocurriría algo maravilloso, de lo contrario no habría encontrado una flor de lila de cinco pétalos. Un hallazgo como ése tenía que ser un presagio, sobre todo después de haberse comido la flor del modo correcto.

Cuando por fin la gente salió de la iglesia, charlando animadamente, las chicas consiguieron dar su paseo por el cementerio bajo los abetos. Los helechos les acariciaban las piernas, las ardillas saltaban de rama en rama y la bomba del pozo del camposanto chirriaba de vez en cuando. A lo lejos graznaban las cornejas. ¿Qué estarían prediciendo sobre sus pretendientes? Ingel tarareaba «Craaa, craaa, ¿quiénes pareja serán?», el futuro resplandecía en el cielo y la vida era maravillosa. Sus ilusiones respecto a los años venideros reverberaban en sus corazones, como solía ocurrirles a las muchachas jóvenes.

Las hermanas acababan de dar una vuelta completa al cementerio cuchicheando y parando de vez en cuando para charlar con algún conocido, cuando de pronto el vestido de seda de Aliide se enganchó en la balaustrada de hierro de una tumba y se agachó para soltarlo. Entonces vio a un hombre junto a las tumbas de los alemanes, al lado del muro de piedra; los sauces, el musgo del muro iluminado por el sol, una risa límpida. El hombre estaba con alguien y se reía; se agachó para atarse el cordón de un zapato sin dejar de charlar y volviendo la cara hacia su amigo, y se incorporó con la misma soltura con que se había agachado. Aliide se olvidó del vestido y se levantó sin darse cuenta de que no había liberado el dobladillo. El sonido de la seda al rasgarse la hizo volver en sí y soltó la tela, sacudiéndose las partículas de óxido de las manos. Gracias a Dios, el desgarro era pequeño. Tal vez ni se notase. Tal vez aquel hombre no lo notase. Se alisó el pelo sin siquiera sentir la mano. M í rame. Se mordisqueó los labios para que se le enrojecieran. Podrían, dar la vuelta con naturalidad y volver a pasar por debilite del muro. Mira hacia aqu í .

Mírame a mí. El hombre se volvió hacia ellas y dejó de hablar justo cuando Ingel se daba la vuelta para ver qué retenía a su hermana, y en ese instante el sol alcanzó la corona de su cabello y… ¡ No, no! ¡ M í rame a m í !… Ingel irguió el cuello, lo hacía a menudo, y parecía un cisne, levantó la barbilla y se miraron el uno al otro, el hombre e Ingel. Aliide supo entonces que él nunca se fijaría en ella, al ver cómo se interrumpía, cómo inmovilizaba la mano que acababa de sacar una pitillera del bolsillo, cómo se quedaba mirando fijamente a Ingel sin continuar la frase, y cómo la tapa de la pitillera brillaba en su mano igual que un cuchillo. Ingel se acercó a Aliide, la mirada fija en el hombre, la piel resplandeciente desde los hombros hasta el hoyuelo de la clavícula, como una invitación. Sin siquiera mirar a su hermana, Ingel la agarró de la mano y la condujo hacia el muro donde el hombre permanecía inmóvil. Incluso su amigo se había percatado de que no estaba escuchándolo y de que la mano con la pitillera se había parado a la altura de la cintura. También vio que Ingel arrastraba a Aliide de la mano, aunque ésta intentaba resistirse a cada paso, buscando en las lápidas o en alguna raíz un apoyo al que agarrarse. Los tacones se le hundían en el mantillo una y otra vez, pero el terreno era resbaladizo, las raíces cedían, los abetos se apartaban, la hierba se deslizaba, las piedras rodaban ante sus pies e incluso una mosca voló hasta su boca, pero Aliide no fue capaz de espantarla tosiendo, porque Ingel no quería parar, tenía que seguir, tiraba y tiraba y el sendero estaba despejado y conducía directamente a aquel muro de piedra. Aliide reparó en la expresión ausente del hombre, una expresión que indicaba que ya no estaba en aquel momento ni en aquel lugar, y percibió los pasos ansiosos de su hermana y la fuerte presión de sus dedos. El pulso de Ingel latía contra su mano, al mismo tiempo que su rostro se desembarazaba de todas las expresiones viejas y familiares, que volaban hacia atrás para estrellarse contra la cara de Aliide; se pegaban a sus mejillas como jirones mojados y salados, algunas incluso la atravesaban como fantasmas del pasado. Los hoyuelos de las mejillas de Ingel al reírse aquella mañana con su hermana se ajaron y alejaron de su cara. Al llegar al muro, Ingel se había convertido en una extraña, una nueva Ingel, alguien que ya no le contaría sus secretos sólo a Aliide, que ya no iría al parque a beber agua Seltzer con ella, sino con otro. Una nueva Ingel que pertenecería a otra persona, sus pensamientos y su risa serían de otro, aquel a quien ella misma hubiese querido pertenecer. Aquel cuya piel habría querido oler, cuyo calor habría querido mezclar con el suyo. A aquel que debería haber mirado a Aliide, haberla visto, haberse quedado petrificado al verla mientras sacaba la pitillera del bolsillo. Pero fue a Ingel a quien el destello de aquella pitillera de latón separó de la vida de Aliide con su cuchillo de luz.

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