Sofi Oksanen - Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia.
Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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Aquella visión tan impresionante la hizo suspirar. Volli asintió con la cabeza y también suspirando dijo:

– A esto hemos llegado.

Aliide prometió testificar a su favor en caso de que hubiese un juicio. Aunque por supuesto que no iría.

Cerró la verja mientras el hombre se alejaba en su bicicleta y le decía adiós con la mano.

Después de Volli vendrían otros, todos con los mismos problemas. De eso no cabía duda. La considerarían una aliada y querrían arrastrarla con ellos. Aliide casi se podía oír a sí misma haciendo declaraciones, hablando ante la prensa. Como ella siempre había sido buena oradora y como suele darse más crédito a las mujeres en esos casos, eso harían, y apelarían a la memoria de Martin, y al hecho de que también Aliide había colaborado en la construcción del país y de cómo ahora se estaba intentando mancillar su honor, arrastrándolo por el barro de un modo vergonzoso. Apelarían también a la memoria de los soldados y veteranos caídos. Sabe Dios a la memoria y al honor de quién más apelarían, y después vendrían los discursos sobre cómo la Unión Soviética no habría permitido que los héroes de la patria tuviesen que usar cartillas de racionamiento para comprar macarrones.

Aliide nunca iría a ninguna parte para pronunciar una sola palabra a favor de aquellos tiempos. No lo haría por mucho que la amenazaran.

Por lo demás, ya no era creíble que tuviesen mucho interés en remover las cosas, porque había mucha gente con las manos sucias a la que no le gustaría que se escarbase en el pasado. Además, uno siempre encontraría a alguien dispuesto a protegerlo en caso de que a los fanáticos les diese por causar disturbios. Antes los habrían llamado saboteadores y metido en la cárcel para que reflexionasen sobre su comportamiento. Jóvenes estúpidos, ¿qué pretendían conseguir removiendo el pasado? Nada. El que desentierra cosas viejas merece que se le clave una astilla en el ojo, aunque sería mejor una estaca.

Cuando Volli ya había desaparecido de la vista, Aliide se dirigió a la habitación y abrió el cajón del armario. Sacó los documentos y empezó a clasificarlos. Luego, el segundo cajón. Después, el tercero. Tras repasarlos todos, fue a la cómoda y abordó los cajones de la parte baja. Se acordó del cajón secreto de la mesa y también rebuscó en él. El mueble de la radio. La repisa de la estantería. Los bolsos que ya no usaba. El papel de pared hecho jirones por donde a veces había deslizado algo. Las oxidadas latas de caramelos. Las pilas de periódicos amarillentos llenos de moscas muertas. ¿Habría tenido Martin otros escondites?

Aliide se limpió las telarañas que se le habían pegado en el pelo. No apareció nada que la pudiese implicar, aunque todos los rincones rebosaban de toda clase de basura. Los documentos y diplomas del Partido fueron directamente a la cocina de leña, lo mismo que la medalla de pionera de Talvi. Y la pila de Abiks Agitaatorile, el periódico mensual que Martin siempre leía con ojos brillantes: «En 1960, en Inglaterra sólo había nueve médicos por cada 10.000 habitantes, en Estados Unidos doce, pero ¡en la Estonia Soviética había veintidós! ¡En la Georgia Soviética, treinta y dos! Antes de la guerra, en Albania no había guarderías, pero ahora, ¡hay trescientas! ¡Exigimos una existencia feliz para todos los niños del mundo! ¡Así de buenos son nuestros revolucionarios!»

El hecho de ver los volúmenes viejos y el nombre del EKP KK, Departamento de Agitación y Propaganda, impreso debajo de la cabecera del periódico, hizo que Aliide evocase la voz de Martin, temblorosa de excitación: «¡El socialismo aporta las mejores condiciones para el desarrollo de la ciencia, para el desarrollo de la agricultura, para el avance de la conquista del espacio!» Aliide negó con la cabeza, pero la voz de Martin proseguía. «¡El mundo capitalista no es capaz de aguantar el ritmo de nuestro nivel de vida, que está avanzando como una tempestad! ¡El mundo capitalista tropieza a nuestros pies y desaparece!» Y después venían cifras interminables: el aumento de la producción de acero en comparación con el año anterior, cuánto se había superado tal o cual previsión, cómo se había cumplido el plan anual en un mes. Adelante, siempre adelante, y más, siempre más adelante; triunfos más grandes, mayores beneficios, ¡triunfo, triunfo, triunfo! Martin nunca decía «tal vez». Nadie podía ponerlo en duda, porque en sus palabras nunca dejaba abierta alguna posibilidad. Simplemente decía la verdad.

Había tantos papeles que tirar que Aliide tuvo que esperar que se consumiesen los anteriores para poder echar más al fuego. Tocar aquellos documentos viejos la ensuciaba. Se lavaba las manos hasta los codos, pero se le volvían a manchar enseguida, en cuanto cogía el siguiente periódico. Los volúmenes interminables del Comunista de Estonia. Y después todos los libros que habían pedido: Experiencias sobre el trabajo ideol ó gico en la regi ó n de Viljand, de K. Raave; An á lisis sobre la eficacia de la cr í a productiva del ganado en el kolj ó s, de R. Hagelberg, Preguntas sobre la educaci ó n comunista de la juventud, de Nadezda Krupskaja. Aquella montaña de optimismo del pasado crecía y crecía ante la cocina de leña. Podría haberlos quemado poco a poco y aprovecharlos para encender el fuego, pero le parecía importante desembarazarse de todo cuanto antes. Habría sido más razonable concentrarse en buscar algo que pudiesen usar contra ella misma, pues Martin siempre había sabido guardarse las espaldas. Así que seguramente algo habría. A pesar de eso, el montón de basura que se alzaba ante la cocina la irritaba demasiado.

Después de pasar un par de días rasgando y quemando libros, fue al establo de los caballos por una larga escalera que consiguió arrastrar hasta el otro extremo de la casa, aunque pesaba mucho. Hiisu salió disparado tras un avión militar que volaba bajo; no acababa de acostumbrarse a ellos, e intentaba cazarlos muchas veces al día, ladrando con fiereza. El perro desapareció tras el establo y Aliide levantó la escalera apoyándola con gran esfuerzo contra la pared de la casa. Hacía años que no subía a aquel altillo. Allí sí que abundaba aquella clase de basura, cada rincón estaba repleto de frases embarazosas y argumentos asfixiantes.

El olor a desván. Las telarañas se movían ligeramente a su paso, mientras notaba el regusto de una extraña nostalgia. Volvió a atarse el pañuelo bajo la barbilla y avanzó. Dejó la puerta abierta y esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad al mismo tiempo que echaba un vistazo superficial a los montones de objetos. ¿Por dónde empezar? La parte del altillo que quedaba en el ala trasera de la casa estaba llena a rebosar de todo lo imaginable: ruecas, lanzaderas, hormas de zapatero, cestas viejas de patatas, una tejedora, bicicletas, juguetes, esquíes, bastones de esquiar, marcos de ventanas, una máquina de coser de pedal, una Singer que Martin había insistido en llevar allí a pesar de que Aliide quería tenerla en la habitación porque aún funcionaba bien. Las mujeres de la aldea se habían quedado sus Singers y si tenían que comprar una nueva siempre preferían un modelo de pedal, porque ¿qué ocurriría si volvían a quedarse sin electricidad? Martin no solía enfadarse ni discutir con su mujer sobre asuntos de economía doméstica, pero la Singer había desaparecido, sustituida por una Tsaika rusa eléctrica que trajo él. Entonces Aliide lo había dejado estar, porque probablemente lo que ocurría era que Martin odiaba las cosas de la época presoviética y quería dar ejemplo depositando su confianza en una máquina rusa. Pero la Singer había sido el único objeto de aquellos tiempos del que Martin se había querido librar. ¿Por qué la Singer, por qué sólo la máquina de coser? «Tómame, mis labios nunca han besado. / Tómame, soy virgen y pura, / tómame, tengo una máquina de coser Singer, / tómame, tengo una mesa de ping-pong.» ¿Quién cantaba esa canción? Allí seguro que nadie. En la cabeza de Aliide se mezclaban jóvenes voces que cantaban con los resoplidos de Martin de décadas atrás, cuando arrastraba la Singer escaleras arriba hasta el altillo. ¿Donde había oído Aliide esa canción? En Tallin, una vez que estaba de visita en casa de su prima. ¿A qué había ido? ¿Al dentista? Era la única explicación posible. Su prima la había llevado al centro y se habían cruzado con un grupo de estudiantes que cantaban «tómame, tengo una máquina de coser Singer». El grupo reía despreocupadamente. Tenían toda la vida por delante, el futuro les sonreía, las chicas, con faldas cortas y botas brillantes de caña alta. Sus pañuelos de chiffon se agitaban ligeramente sobre sus cabezas o alrededor de sus cuellos. Su prima había criticado benévolamente lo corto de sus faldas, pero también llevaba un pañuelo de aquel tipo en la cabeza. Decían que estaban de moda. La expresión de aquellos rostros jóvenes estaba preñada de posibilidades de futuro. El futuro de Aliide ya había quedado atrás. La canción había resonado en sus oídos durante días, o más bien semanas. Se había mezclado con la leche que caía a chorros en el cubo, con el barro que se pegaba a las suelas de sus chanclos de goma, con sus pasos al atravesar el campo del koljós, mientras contemplaba el entusiasmo con que Martin hablaba sobre la prosperidad de la comuna y el futuro, que había arrollado el corazón de Aliide con sus pesadas ruedas, con sus tuercas implacables, con músculos de estajanovista, sin tregua, sin que pudiese esquivarlo.

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