Michel Houellebecq - Ampliación del campo De batalla

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Ingeniero agrónomo reconvertido en informático especializado en exportaciones agrícolas, Michel Houellebecq (Reunión, 1958) sorprendió en 1994 con ésta su primera novela, preámbulo de la muy ensalzada Las partículas elementales (1998, en Anagrama en español). Sabiendo esto, no resulta muy aventurado hablar de elementos autobiográficos en Ampliación del campo de batalla. Un informático recién entrado en la treintena y recién salido de una relación sentimental altamente destructiva comienza a trabajar como asesor técnico para el Ministerio de Agricultura. Acompañado por el feísimo Tisserand en su gira por media Francia, el protagonista cae sumido en una profunda depresión existencial, marcada por la abstinencia forzosa, la monotonía, la falta de metas espirituales y un profundo desgano vital. La desidia con que acomete sus relaciones humanas, tan próxima al nihilismo como al existencialismo, deviene en una profunda y tristísima reflexión acerca de la incomunicación y la soledad, subrayada por unos párrafos tremendos y tremendistas en los que el protagonista, cada vez más próximo al delirio, expone sus pensamientos en forma de fábulas animales. La animalidad como sinónimo de despersonalización es sólo el primer paso para una carga de profundidad contra la sociedad del bienestar y el liberalismo económico imperante, con la asexuada castidad de los personajes de la novela como máximo exponente de la decadencia de civilización materialista contemporánea. Valga como ejemplo el siguiente párrafo:
`Definitivamente, me decía, no hay duda de que en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación, con completa independencia del dinero, y se comporta como un sistema de diferenciación tan implacable, al menos, como éste. Por otra parte, los efectos de ambos sistemas son estrictamente equivalentes. Igual que el liberalismo económico desenfrenado, y por motivos análogos, el liberalismo sexual produce fenómenos de empobrecimiento absoluto. Algunos hacen el amor todos los días, otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres, otros con ninguna. Es lo que se llama la `ley del mercado`. En un sistema económico que prohibe el despido libre, cada cual consigue, más o menos, encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohibe el adulterio, cada cual se las arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas, otros se hunden en el paro y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante, otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad. A nivel económico, Raphaël Tisserand está en el campo de los vencedores, a nivel sexual, en el de los vencidos. Algunos ganan en ambos tableros, otros pierden en los dos. Las empresas se pelean por algunos jóvenes diplomados, las mujeres se pelean por algunos jóvenes, los hombres se pelean por algunas jóvenes, hay mucha confusión, mucha agitación.`
Perfecto resumen, pues, de toda una crisis de vivencias, de toda una generación sin metas personales, una especie de actualización del legado existencialista de un Camus especialmente sardónico pero pasado por el tamiz de una literatura yuppie del descontento. Allí donde las novelas para la Generación X suelen ofrecer una descripción demasiado simplista de la realidad urbana y de sus consecuencias, Ampliación del campo de batalla incide con singular éxito en las causas de esta realidad, de este estado de cosas contra el que, concluye Houellebecq, no parece que ninguna rebelión pueda tener garantías de éxito. Sin ser ni por asomo una obra cyberpunk, esta novela nos muestra los devastadores restos del campo de batalla en el que a diario se debaten miles de treintañeros dedicados a la profesión informática (y ahí tenemos el elemento `ciber`), sabedores de la veracidad de una tan genuinamente `punk` como la conocida `No hay futuro`.
Juan Manuel Santiago

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El lunes siguiente, cuando volví al trabajo, me entere de que mi empresa acababa de venderle un programa al Ministerio de Agricultura, y que me habían elegido para encargarme de la formación. Esto me lo anuncio Henry La Brette (le importa mucho la y, igual que la separación en dos palabras). Con treinta años, como yo, Henry La Brette es mi superior jerárquico directo; en general, nuestras relaciones están impregnadas de una sorda hostilidad. Me indico de entrada, como si contrariarme fuese una satisfacción personal para el, que este contrato implicaría muchos desplazamientos: A Ruan, a La Roche-sur-Yon y no se donde mas. Los desplazamientos siempre han sido para mí una pesadilla; Henry La Brette lo sabe. Podía haber contestado: “Entonces dimito”; pero no lo hice.

Mucho antes de que la palabra se pusiera de moda, mi empresa desarrollo una autentica cultura de empresa (creación de un logo, distribución de camisetas a los empleados, seminarios de motivación en Turquía). Es una empresa de alto rendimiento, con una reputación envidiable en el sector; desde todos los puntos de vista, una buena casa . No puedo dimitir por una cabezonada, es fácil de entender.

Son las diez de la mañana. Estoy sentado en un despacho blanco y tranquilo, delante de un tipo algo más joven que yo, que acaba de incorporarse a la empresa. Creo que se llama Bernard. Su mediocridad pone a prueba los nervios. No para de hablar de dinero y de inversiones; las carteras de valores, las obligaciones francesas, los planes de ahorro-vivienda…, no se le escapa nada. Cuenta con una tasa de aumento salarial ligeramente superior a la inflación. Me cansa un poco; no consigo contestarle en serio. Se le mueve el bigote.

Cuando sale del despacho, vuelve el silencio. Trabajamos en un barrio completamente devastado, que recuerda vagamente la superficie lunar. Esta por el distrito trece. Si uno llega en autobús, podría creer que la Tercera Guerra Mundial acaba de terminar. Pero no, es solo un plan de urbanismo.

Nuestras ventanas dan a un terreno indistinto que llega prácticamente hasta el horizonte, cenagoso, erizado de empalizadas. Algunos esqueletos de edificios. Grúas inmóviles. La atmósfera es tranquila y fría.

Vuelve Bernard. Para alegrar el ambiente, le cuento que en mi edificio huele mal. Me he dado cuenta de que, en general, a la gente le gustan esas historias de malos olores; y es verdad que esta mañana, al bajar la escalera, he notado un olor pestilente. ¿Qué hace la mujer de la limpieza, normalmente tan activa?

El dice: “Será una rata muerta en algún sitio.” La perspectiva, no se sabe por que, parece divertirle. Se le mueve ligeramente el bigote.

Pobre Bernard, en cierto sentido. ¿Qué puede hacer con su vida? ¿Comprar discos láser en la FNAC? Un tipo como el debería tener hijos; si tuviera hijos, uno podría esperar que acabara saliendo algo de ese hormigueo de pequeños Bernards. Pero no, ni siquiera esta casado. Fruto seco.

En el fondo no es como para compadecer tanto a este buen Bernard, a este querido Bernard. Incluso creo que es feliz; en la medida que le corresponde, claro; en su medida de Bernard.

5

TOMA DE CONTACTO

Mas tarde, me cite en el Ministerio de Agricultura con una mujer llamada Catherine Lechardoy. El programa se llamaba “Sicomoro”. El verdadero Sicomoro es un árbol apreciado en ebanistería, que además da una savia azucarada, y que crece en algunas regiones de la zona fría moderada; esta especialmente extendido en Canadá. El programa Sicomoro esta escrito en Pascal, con algunas rutinas en C++. Pascal es un escritor francés del siglo XVII, autor de los famosos Pensamientos . Es también un lenguaje de programación con una potente estructura, especialmente adaptada a los tratamientos estadísticos, que yo había aprendido a manejar en el pasado. El programa Sicomoro tenia que servir para pagar las ayudas del gobierno a los agricultores, ámbito a cargo de Catherine Lechardoy; a nivel informático, se entiende. Hasta ahora Catherine Lechardoy y yo no nos habíamos encontrado. En resumen, se trataba de una “primera toma de contacto”.

En nuestro oficio de ingeniería informática, el aspecto mas fascinante es, sin duda, el contacto con los clientes; por lo menos eso es lo que les gusta subrayar a los responsables de la empresa, con un vasito de licor de higo en la mano (escuche varias veces sus conversaciones de piscina durante el ultima seminario en la villa club de Kusadasi).

Por mi parte, siempre me enfrento con cierta aprensión al primer contacto con un nuevo cliente; hay que acostumbrarse a frecuentar diferentes seres humanos, organizados en una estructura dada; penosa perspectiva. Claro, la experiencia me ha enseñado rápidamente que estoy destinado a conocer personas, si no exactamente idénticas, al menos muy parecidas en su modo de vestir, opiniones, gustos y manera general de abordar la vida. Teóricamente, por lo tanto, no hay nada que temer, sobre todo porque el carácter profesional del encuentro garantiza, en principio, su inocuidad. A pesar de eso, también he tenido ocasión de darme cuenta de que los seres humanos se empeñan a menudo en distinguirse mediante sutiles y desagradables variaciones, defectos, rasgos de carácter y todo eso; sin duda con el objetivo de obligar a sus interlocutores a tratarlos como individuos de pleno derecho. Así que a uno le gusta el tenis, al otro le encanta la equitación, resulta que un tercero practica el golf. Algunos altos ejecutivos se vuelven locos por los filetes de arenque; otros los odian. Tantas posibles trayectorias como destinos. Si bien el marco general de un “primer contacto con el cliente” esta perfectamente delimitado, sigue habiendo siempre, ay, un margen de incertidumbre.

Cuando me presente en el despacho 6017, Catherine Lechardoy no estaba. Me informaron de que la había retrasado “una puesta a punto en la sede central”. Me invitaron a sentarme para esperarla, cosa que hice. La conversación giraba en torno a un atentado que había ocurrido la víspera en los Champes-Elysees. Habían puesto una bomba debajo de una silla en un café. Dos personas habían muerto. Una tercera tenia las piernas seccionadas y medio rostro destrozado; se quedaría mutilada y ciega. Me entere de que no era el primer atentado; unos días antes había explotado una bomba en una oficina de correos cerca del ayuntamiento, despedazando a una mujer de unos cincuenta años. Me entere también de que esas bombas las habían puesto terroristas árabes que reclamaban la liberación de otros terroristas árabes, detenidos en Francia por diversos asesinatos.

A eso de las cinco tuve que ir a la comisaría, para denunciar el robo de mi coche. Catherine Lechardoy no había vuelto, y yo casi no había tomado parte en la conversación. La toma de contacto tendrá lugar otro día, supongo.

El inspector que escribió la denuncia era mas o menos de mi edad. Era, obviamente, de Provenza, y llevaba una alianza. Me pregunte si su mujer, sus posibles hijos y el mismo eran felices en París. ¿La mujer empleado en Correos, los hijos en la guardería? Imposible saberlo.

Como era de esperar el estaba un poco amargado y desengañado: “Los robos… hay uno detrás de otro todo el día… ninguna posibilidad… de todos modos los abandonan enseguida…” Yo asentía con simpatía a medida que el pronunciaba estas palabras sencillas y verdaderas, sacadas de su experiencia cotidiana; pero no podía hacer nada para aliviar su carga.

Al final, sin embargo, me pareció que su amargura se teñía de una tonalidad ligeramente positiva: “¡Bueno, hasta la vista! ¡Puede que encontremos su coche! ¡A veces pasa!…” Creo que quería decir algo mas; pero no había nada mas que decir.

6

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD

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