«Yo estoy preparando mi clase», la corté, «¿es mucho pedir que me respetes eso? En lugar de estar habiéndome de huevonadas a las dos de la mañana, ¿es mucho pedirte que te vayas a dormir y me dejes de joder, a ver si termino esta puta vaina?».
Tal como lo recuerdo, ella no empezó a moverse hacia mi cuarto en ese momento, sino que pasó primero por la cocina, y oí la nevera que se abría y se cerraba y luego una puerta, la puerta de una alacena de esas que se cierran casi solas si uno les da un empujoncito. Y en esa serie de ruidos domésticos (en los que podía seguir los movimientos de Aura, imaginarlos uno por uno) hubo una familiaridad molesta, una suerte de irritante intimidad, como si Aura, en lugar de haberme cuidado durante semanas y haber supervisado mi recuperación, hubiera invadido mi espacio sin autorización ninguna. La vi salir de la cocina con un vaso en una mano: era un líquido de color intenso, una de esas gaseosas que le gustaban a ella, no a mí.
«¿Sabes cuánto está pesando?», me preguntó.
«¿Quién?»
«Leticia», dijo. «Tengo los resultados, la niña está inmensa. Si en una semana no ha nacido, programamos cesárea.»
«En una semana», dije.
«Los exámenes salieron bien», dijo Aura. «Qué bueno», dije yo.
«¿No quieres saber cuánto pesa?», preguntó ella.
«¿Quién?», pregunté yo.
La recuerdo quieta en mitad del salón, a la misma distancia de la puerta de la cocina que del umbral del corredor, en una especie de tierra de nadie.
«Antonio», me dijo, «no tiene nada de malo preocuparse. Pero lo tuyo comienza a ser enfermizo. Estás enfermo de preocupación. Y entonces soy yo la que me preocupo».
Dejó la gaseosa recién servida sobre la mesa del comedor y se encerró en el baño. La oí abrir la llave del agua el tiempo de llenar la bañera; la imaginé llorando mientras lo hacía, cubriendo sus sollozos con el ruido del agua corriente.
Cuando llegué a dormir, un buen rato más tarde, Aura seguía en la tina, ese lugar donde su vientre no era una carga, ese mundo ingrávido y feliz. Me dormí sin esperarla, y al día siguiente salí mientras ella dormía. Pensé, lo confieso, que Aura no estaba dormida en realidad, que fingía para no despedirme. Pensé que mi mujer me odiaba en ese momento. Pensé, con algo que se parece mucho al miedo, que su odio estaba justificado.
Llegué a la universidad unos cuantos minutos antes de las siete. En los ojos y en los hombros me pesaba la noche, el poco sueño de la noche. Yo tenía la costumbre de esperar fuera del salón a que llegaran los alumnos, apoyado en las barandas de piedra del viejo claustro, y entrar sólo cuando fuera evidente que el grueso de la clase estaba ya presente; esa mañana, quizás por el cansancio que sentía en la cintura, quizás porque sentado se notaban menos las muletas, decidí entrar y esperar sentado. Pero no llegué ni siquiera a acercarme a mi silla: un dibujo llamó mi atención desde el tablero, y al girar la cabeza me descubrí frente a un par de monigotes en posiciones obscenas. El pene de él era tan largo como su brazo; la cara de ella no tenía facciones, era apenas un círculo de tiza en el cual crecía un pelo largo. Debajo del dibujo había una leyenda en letras de imprenta:
El profesor Yammara la introduce al derecho.
Me sentí mareado, pero no creo que nadie se haya dado cuenta. «¿Quién fue?», dije en voz alta, pero no recuerdo que la voz haya salido tan alta como yo quería. En las caras de mis alumnos no había nadie: se habían vaciado de todo contenido; eran círculos de tiza como el de la mujer del tablero. Empecé a caminar hacia las escaleras, tan rápido como me lo permitía mi paso renqueante, y al comenzar a bajarlas, cuando pasé junto al dibujo del sabio Caldas, ya había perdido el dominio de mí mismo.
Dice la leyenda que Caldas, uno de los próceres de nuestra independencia, bajaba por esas escaleras camino al cadalso cuando se agachó para recoger un tizón, y sus verdugos lo vieron pintar sobre la pared de cal un óvalo cruzado por una línea: una O larga y negra partida. Junto a ese jeroglífico inverosímil y absurdo y sin duda apócrifo pasé yo con el pecho latiéndome y las manos, pálidas y sudorosas, bien cerradas sobre los travesaños de las muletas. La corbata me torturaba el cuello. Salí de la universidad y seguí caminando, sin mucha conciencia de las calles que atravesaba ni de la gente que rozaba mis ropas, hasta que los brazos comenzaron a dolerme.
En la esquina norte del parque Santander, el mimo que siempre está ahí comenzó a seguirme, a imitar mi andar dificultoso y mis torpes movimientos, e incluso mis jadeos. Llevaba un traje enterizo negro y cubierto de botones, la cara pintada de blanco pero ningún otro maquillaje de ningún otro color, y movía los brazos en el aire con tanto talento que a mí mismo me pareció ver de repente sus muletas ficticias. Allí, mientras aquel buen actor fracasado se burlaba de mí y provocaba las risas de los transeúntes, pensé por primera vez que mi vida se estaba cayendo en pedazos, y que Leticia, niña ignorante, no podía haber escogido peor momento para venir al mundo.
Leticia nació una mañana de agosto. Habíamos pasado la noche en la clínica, preparándonos para la cirugía, y en el ambiente de la habitación -Aura en la cama, yo en el sofá de los acompañantes- hubo una suerte de inversión macabra de otra habitación, de otro momento. Cuando las enfermeras llegaron para llevársela, Aura estaba ya borracha de medicamentos, y lo último que me dijo fue: «Yo creo que el guante sí era de O. J. Simpson».
Me hubiera gustado tomarla de la mano, no tener muletas y tomarla de la mano, y se lo dije, pero ella estaba ya inconsciente. La acompañé por corredores y ascensores mientras las enfermeras me decían que tranquilo, papá, que todo iba a salir muy bien, y yo me preguntaba qué derecho tenían estas mujeres de llamarme papá, ya no digamos de darme su opinión sobre el futuro. Después, frente a las inmensas puertas batientes de la sala de cirugía, me acomodaron en una sala de espera que más bien era un lugar de paso con tres sillas y una mesa con revistas. Dejé las muletas recostadas en una esquina, junto a la fotografía o más bien el afiche de un bebé rosado que sonreía sin dientes, abrazado a un girasol gigante, sobre un fondo de cielo azul.
Abrí una revista vieja, traté de entretenerme con el crucigrama: Lugar donde se trilla. Hermano de Onán. Personas tardas en sus acciones, especialmente por disimulo. Pero sólo conseguía pensar en la mujer que dormía allá adentro mientras un bisturí le abría la piel y la carne, en las manos enguantadas que se iban a meter en su cuerpo para sacar de él a mi niña. Que tengan cuidado esas manos, pensé, que se muevan con destreza, que no toquen lo que no hay que tocar. Que no te hagan daño, Leticia, y que no te asustes, porque no hay nada que temer. Estaba de pie cuando salió un hombre joven y, sin quitarse la máscara, me dijo: «Sus dos princesas están perfectamente».
No supe en qué momento me había levantado de la silla, y ya la pierna me había comenzado a doler, así que me volví a sentar. Me llevé las manos a la cara por pudor, a nadie le gusta exhibir su llanto. Personas tardas en sus acciones, pensé, especialmente por disimulo. Y después, cuando vi a Leticia en una suerte de piscina azulada y translúcida, cuando la vi por fin dormida y bien envuelta en paños blancos que incluso desde lejos parecían cálidos, volví a pensar en esa ridícula frase.
Me concentré en Leticia. Desde una distancia antipática vi sus ojos sin pestañas, vi la boca más pequeña que había visto nunca, y lamenté que la hubieran acostado con las manos escondidas, porque nada me pareció tan urgente en ese instante como verle las manos a mi hija. Supe que nunca volvería a querer a nadie como quise a Leticia en ese instante, que nadie nunca sería para mí lo que allí fue esa recién llegada, esa completa desconocida.
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