«A ver».
«¿Usted sabe quién era Ricardo Laverde?»
«Depende», dice ella, secándose las manos con el delantal, entre impaciente y aburrida. «¿Era un cliente?»
«No», le dije. «O tal vez, pero no creo. Lo mataron allá, del otro lado de la plaza.» «Ah», dijo la mujer. «¿Hace cuánto?» «Dos años», dije. «Dos y medio.»
«Dos y medio», repitió ella. «Pues no, no me acuerdo de ningún muerto de hace dos años y medio. Qué pena con usted.»
Pensé que me mentía. No tenía prueba ninguna de ello, por supuesto, ni me daba mi magra imaginación para inventar las razones de la mentira, pero no me pareció posible que alguien hubiera olvidado un crimen tan reciente. O bien Laverde había muerto y yo había pasado por la agonía y la fiebre y las alucinaciones sin que los hechos quedaran fijos en el mundo, en el pasado o en la memoria de mi ciudad. Esto, por alguna razón, me perturbó. Creo que en ese momento decidí algo, o me sentí capaz de algo, aunque no recuerdo las palabras que usé para formular la decisión.
Salí hacia la derecha del café, dando un rodeo para evitar la esquina, y acabé cruzando La Candelaria hacia el lugar donde había estado viviendo Laverde hasta el día en que murió abaleado.
Bogotá, como todas las capitales latinoamericanas, es una ciudad móvil y cambiante, un elemento inestable de siete u ocho millones de habitantes: aquí uno cierra los ojos demasiado tiempo y puede muy bien que al abrirlos se encuentre rodeado de otro mundo (la ferretería donde ayer vendían sombreros de fieltro, el chance donde despachaba un zapatero remendón), como si la ciudad entera fuera el plato de uno de esos programas bromistas donde la víctima va al baño del restaurante y regresa no a un restaurante, sino a un cuarto de hotel. Pero en todas las ciudades latinoamericanas hay uno o varios lugares que viven fuera del tiempo, que permanecen inmutables mientras el resto se transforma. Así es el barrio de La Candelaria.
En la calle de Ricardo Laverde, la imprenta de la esquina seguía estando allí, con la misma enseña junto al marco de la puerta y aun las mismas invitaciones matrimoniales y las mismas tarjetas de visita que habían servido como reclamo en diciembre de 1995; las paredes que en 1995 estaban cubiertas con carteles de papel barato seguían cubiertas, dos años y medio después, con otros carteles del mismo papel y del mismo formato, rectángulos amarillentos que anunciaban unas exequias o una corrida de toros o una candidatura al Concejo donde lo único que cambiaba eran los nombres propios. Todo seguía igual aquí. Aquí la realidad se ajustaba -como no suele hacerlo a menudo- a la memoria que tenemos de ella.
La casa de Laverde también era idéntica a la memoria que yo tenía de ella. La línea de tejas estaba rota en dos partes, como dientes faltantes en la boca de un anciano; la pintura de la puerta de entrada estaba descascarada a la altura de los pies y la madera astillada: el punto exacto donde el que llega demasiado cargado da una patada para que la puerta no se cierre. Pero todo lo demás era igual, o así me lo pareció al escuchar el retumbo de mi llamado en el interior de la casa.
Cuando nadie abrió, di dos pasos atrás y levanté la mirada, esperando una señal de vida humana en el tejado. No la encontré: vi un gato retozando junto a la antena de televisión y un parche de musgo que crecía junto a la base de la antena, y eso fue todo.
Ya había comenzado a resignarme cuando sentí movimientos del otro lado de la puerta. Abrió una mujer.
«¿Qué se le ofrece?», me dijo. Y lo único que pude encontrar fue un prodigio de torpeza:
«Es que yo era amigo de Ricardo Laverde».
Vi una expresión de desconcierto o suspicacia. La mujer me habló entonces con hostilidad pero sin sorpresa, como si me hubiera estado esperando.
«Yo ya no tengo nada que decir», dijo. «Todo eso fue hace tiempo, ya se lo conté todo a los periodistas.»
«¿Qué periodistas?»
«Eso fue hace rato, yo ya les conté todo.»
«Pero yo no soy periodista», dije. «Yo era amigo…»
«Yo ya conté todo», dijo la mujer. «Ustedes ya sacaron esas cochinadas, no crea que se me ha olvidado.»
En ese momento apareció, detrás de ella, un muchachito que juzgué demasiado crecido para tener la boca sucia. «¿Qué pasa, Consu? ¿La está molestando este señor?» Se acercó un poco más a la puerta y la luz del día le dio en la cara: no era suciedad lo que había en su boca, sino la sombra de un bozo incipiente. «Dice que era amigo de Ricardo», dijo Consu en voz baja. Me miró de arriba abajo, y yo hice lo mismo con ella: era gorda y bajita, llevaba el pelo recogido en una moña que no parecía gris, sino dividida en mechones negros y blancos como un juego de mesa, y la cubría un vestido negro de algún material elástico que se pegaba a sus formas, de manera que el cinturón de lana tejida quedaba devorado por la carne suelta de su vientre, y lo que uno veía era una especie de gruesa lombriz blanca saliendo del ombligo. Se acordó de algo, o pareció que se acordaba de algo, y en su cara -en los pliegues de su cara, rosados y sudorosos como si Consu acabara de hacer algún trabajo físico- se formó un puchero. La mujer sesentona se convirtió entonces en una niña inmensa a la que alguien ha negado un dulce.
«Con permiso, señor», dijo Consu, y empezó a cerrar la puerta.
«No cierre», le pedí. «Déjeme que le explique.»
«Váyase, hermano», dijo el joven. «Aquí nada se le ha perdido.»
«Yo lo conocí», dije.
«No le creo», dijo Consu.
«Yo estaba con él cuando lo mataron», dije entonces. Me levanté la camiseta, le mostré a la mujer la cicatriz de mi vientre. «Una bala me dio a mí», dije. Las cicatrices son elocuentes.
Durante las horas que siguieron le hablé a Consu de aquel día, de mi encuentro con Laverde en los billares, de la Casa de Poesía y de lo que ocurrió después. Le hablé de lo que Laverde me había contado y le dije que todavía no entendía por qué me había contado aquello. Le hablé también de la grabación, del desconsuelo que había arrollado a Laverde mientras la escuchaba, de las especulaciones que me cruzaron por la mente en su momento sobre sus posibles contenidos, sobre lo que puede decirse para que se produzca ese efecto en un adulto más o menos curtido.
«No puedo imaginarme», le dije. «Y he tratado, le juro, pero no lo logro. No se me ocurre.»
«No, ¿verdad?», me dijo ella.
«No», le dije yo.
Para ese momento ya estábamos en la cocina, Consu sentada en una silla de plástico blanco y yo en una butaca de madera con un travesaño roto, tan cerca de la pipeta de gas que hubiéramos podido tocarla con sólo estirar el brazo.
El interior de la casa era tal como me lo había imaginado yo: el patio, las vigas de madera visibles en el techo, las puertas verdes de las habitaciones de alquiler. Consu me escuchaba y asentía, metía las manos entre las rodillas y cerraba las piernas como si no quisiera que las manos se le escaparan.
Después de un rato me ofreció un café negro que hacía llenando de granos molidos un pedazo de media velada y luego metiendo la media en una olleta de latón cubierta de abolladuras grises, y cuando lo terminé me ofreció otro y repitió el procedimiento, y cada vez el aire quedó impregnado con el olor del gas y luego del fósforo quemado.
Le pregunté a Consu cuál era la habitación de Laverde, y ella la señaló frunciendo los labios e indicando con la cabeza como un potro incómodo.
«Ésa de allá», dijo. «Ahora la ocupa un músico, lo más buena gente, si viera, toca la guitarra en el Camarín del Carmen.» Se quedó callada, mirándose las manos, y al cabo dijo: «Tenía un candado de clave, porque a Ricardo no le gustaba andar con llaveros. Me tocó romperlo cuando lo mataron».
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