La policía había llegado, por uno de esos azares, a la hora en que Ricardo Laverde solía llegar, y Consu, pensando en él, les abrió antes de que golpearan. Se encontró con dos agentes, uno de pelo canoso que ceceaba al hablar y otro que se mantuvo dos pasos por detrás y no dijo una sola palabra.
«Se notaba que las canas eran prematuras, quién sabe qué habría visto ese señor», dijo Consu. «Me mostró una cédula y me preguntó si reconocía al individuo, así dijo, el individuo, qué palabra tan rara para un muerto. Y yo, la verdad, no lo reconocí», dijo Consu, santiguándose. «Es que había cambiado mucho. Tuve que leer para decirles que sí, que ese señor se llamaba Ricardo Laverde y vivía aquí desde tal mes. Primero pensé: se metió en problemas. Lo van a encanar otra vez. Me dio lástima, porque Ricardo cumplía con todas sus cosas desde que salió.»
«¿Con qué cosas?»
«Las cosas que hacen los presos. Los que eran presos y ya no son.»
«Así que usted sabía», dije.
«Claro, mijito. Todo el mundo sabía.»
«¿Y también se sabía qué había hecho?»
«No, eso no», dijo Consu. «Bueno, yo no quise averiguar nunca. Se hubiera dañado mi relación con él, ¿sí o no? Ojos que no ven, corazón que no siente, eso es lo que yo digo.»
Los policías la siguieron hasta el cuarto de Laverde. Usando un martillo como palanca, Consu hizo estallar la medialuna de aluminio, y el candado fue a dar a una de las acequias del patio interior.
Cuando abrió la puerta se encontró con una habitación de monje: el rectángulo perfecto del colchón tendido, la sábana impecable, la almohada con su funda sin dobleces, sin las curvas y las avenidas que marca una cabeza con el paso de las noches. Al lado del colchón, una tabla de madera sin tratar sobre dos ladrillos; sobre la tabla, un vaso de agua que parecía turbia.
Al día siguiente esa imagen, la del colchón y la improvisada mesita de noche, salió en el periódico amarillista junto a la mancha de sangre en la acera de la calle 14. «Desde ese día no entra un periodista en esta casa», dijo Consu. «Esa gente no respeta nada.»
«¿Quién lo mató?»
«Ay, si yo supiera. No sé, no sé quién lo mató, si era lo más bueno. De la gente buena que yo he conocido, le juro. Aunque haya hecho cosas malas.»
«¿Qué cosas?»
«Eso sí no sé», dijo Consu. «Algo habrá hecho.»
«Algo habrá hecho», repetí.
«Además, qué importa ya», dijo Consu. «O acaso es que averiguando lo vamos a resucitar.»
«Pues no», dije yo. «¿Y dónde está enterrado?»
«¿Para qué quiere saber?»
«No sé. Para visitarlo. Para llevarle flores. ¿Cómo fue el entierro?»
«Chiquito. Lo organicé yo, claro. Yo era lo más parecido que Ricardo tenía a un pariente.»
«Claro», dije. «La esposa se acababa de matar.»
«Ah», me dijo Consu. «Usté también sabe sus cosas, quién lo viera.»
«Ella venía para pasar Navidad con él. Él se había hecho tomar una foto absurda para regalársela a ella.»
«¿Absurda? ¿Por qué absurda? A mí me pareció tierna.»
«Era una foto absurda.»
«La foto de las palomas», dijo Consu.
«Sí», dije yo. «La foto de las palomas.» Y luego: «Seguro que tenía que ver con eso».
«Qué cosa.»
«Lo que estaba oyendo.
Siempre he pensado que lo que estaba oyendo tenía que ver con ella, con la esposa. Me imagino una carta grabada, no sé, un poema que a ella le gustaba.» Por primera vez, Consu sonrió.
«¿Eso se imagina?»
«No sé, algo así.» Y entonces, no sé por qué, mentí o exageré. «Me he pasado dos años y medio pensando en eso, es curioso que un muerto ocupe tanto espacio aunque no lo hayamos conocido. Dos años y medio pensando en Elena de Laverde. O Elena Fritts, o como se llamara. Dos años y medio», dije. Me sentí bien al decirlo.
No sé qué haya visto Consu en mi cara, pero su expresión cambió, e incluso cambió su manera de sentarse.
«Dígame una cosa», me dijo, «pero dígame la verdad. ¿Usté lo quería?».
«¿Cómo?»
«¿Lo quería o no?»
«Sí», dije, «lo quería mucho».
Tampoco esto era cierto, claro. La vida no nos había dado tiempo para el afecto, y lo que me movía no era el sentimiento ni la emoción, sino esa intuición que a veces tenemos de que algunos hechos han modelado nuestras vidas más de lo aceptado o evidente. Pero he aprendido muy bien que esas sutilezas no sirven para nada en el mundo real, y muchas veces hay que sacrificarlas, dar al otro lo que el otro quiere oír, no ponernos demasiado honestos (la honestidad es ineficaz, no llega a ninguna parte). Miré a Consu y lo que vi fue una mujer sola, sola como yo mismo estoy solo.
«Mucho», repetí. «Lo quería mucho.»
«Bueno», dijo ella, poniéndose de pie. «Espéreme aquí, le voy a mostrar algo.»
Desapareció durante unos instantes. Yo pude seguir sus movimientos con el oído, el chancleteo de sus pies, el breve intercambio con un inquilino -«Va tarde, papito»; «Ay, doña Consu, no se meta en lo que no le importa»-, y por un instante pensé que la charla se había terminado y lo siguiente sería un muchachito de bigote ralo que me pide que me vaya con alguna frase relamida, lo acompaño a la puerta o señor, gracias por su visita. Pero entonces la vi regresar como distraída, mirándose las uñas de la mano izquierda: de nuevo la niña que yo había visto en la puerta de la casa. En la otra mano (sus dedos se hacían delicados para sostenerlo, como a un animalito enfermo) llevaba un balón de fútbol demasiado pequeño que muy pronto se convirtió en una vieja radio en forma de balón de fútbol. Dos de los hexágonos negros eran los parlantes; en la parte superior había una ventanilla que dejaba ver la casetera; en la casetera había puesto un cassette negro. Un cassette negro de etiqueta naranja. En la etiqueta, una sola palabra: BASF.
«Es sólo el lado A», me dijo Consu. «Cuando termine de oírlo, deje todo junto a la estufa. Ahí donde están los fósforos. Y que la puerta le quede bien cerrada al salir.»
«Un momento, un momento», dije. Las preguntas se me agolparon en la boca. «¿Usted tiene esto?»
«Yo tengo esto.»
«¿Cómo lo consiguió? ¿No lo va a oír conmigo?»
«Es lo que llaman efectos personales», dijo ella. «Me lo trajo la policía junto con todo lo que había en los bolsillos de Ricardo. Y no, no lo voy oír. Me lo sé de memoria, y no lo quiero oír más, este cassette no tiene nada que ver con Ricardo. Y en el fondo tampoco tiene nada que ver conmigo. Tan raro, ¿cierto? Una de mis pertenencias más preciadas, y no tiene nada que ver con mi vida.»
«Una de sus pertenencias más preciadas», repetí.
«Usté ha visto que a la gente le preguntan qué sacaría de su casa si hubiera un incendio. Bueno, pues yo sacaría este cassette. Será porque nunca tuve una familia, y por aquí no hay álbumes de fotos ni ninguna de esas vainas.»
«¿Y el muchacho que me recibió?»
«¿Qué pasa con él?»
«¿No es familia?»
«Es un inquilino», dijo Consu, «uno como cualquier otro». Pensó un instante y añadió: «Mis inquilinos son mi familia».
Con esas palabras (y con perfecto sentido del melodrama) salió a la calle y me dejó solo.
Lo que había en la grabación era un diálogo en inglés entre dos hombres: hablaban de las condiciones climáticas, que eran buenas, y luego hablaban de trabajo. Uno de los hombres explicaba al otro las regulaciones sobre el número de horas que era permitido volar antes del descanso obligatorio. El micrófono (si es que se trataba de un micrófono) captaba un zumbido constante y, sobre el fondo blanco del zumbido, un revoloteo de papeles.
«Me dieron este cuadro», decía el primer hombre.
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