La fotografía de Tirsa Rendón de Cardona fue tomada después de que toda la historia de Clipperton terminó, y en ella aparecen claramente marcados los estragos de una tragedia.
A la mujer la enfocaron de lejos, en medio de un grupo de personas, y sólo se alcanza a ver su cara. Tiene el pelo muy lacio y lo lleva toscamente recortado, en redondo, con un fleco sobre la frente que se va alargando a los costados, para pasar a duras penas por debajo de las orejas. Eso, más el hecho de que su piel, de por sí oscura, está retostada por el sol, más su aspecto levemente masculino, le dan una apariencia similar a la de ciertos indígenas del Amazonas. Lo cual no quiere decir que sea una mujer fea. El suyo es un rostro atractivo, hurañamente hermoso, que sobresale entre los demás.
Lo que obliga al observador a fijarse en él, son los ojos. El contraste entre la intensidad del blanco del ojo y el negro mate de la pupila, la madurez de la mirada, la arrogancia de la ceja izquierda caída y la derecha arqueada. En el momento en que esta fotografía fue tomada, Tirsa tenía un aspecto duro y primitivo, pero no ingenuo. A ella no la tomaron por sorpresa, ni en la foto ni en la vida, ni tampoco en la estrecha cercanía de la muerte. Se la ve sola en medio de los demás, desafiante, ruda, como un indígena de las selvas del Amazonas, sobreviviente de masacres y depredaciones, solitario, desafiante, rudo. Como un indígena que todo lo hubiera visto y sabido, que se hubiera dado mañas para burlar a sus enemigos, que hubiera vivido y muerto y estuviera ya de vuelta.
En los diversos documentos que existen sobre la tragedia de Clipperton -el de María Teresa Arnaud de Guzmán, el del general Francisco Urquizo, el del capitán H.P. Perril- aparece una explícita mención a Tirsa. Se la reconoce como la esposa del teniente Secundino Ángel Cardona, y se la nombra, por consiguiente, Tirsa Rendón de Cardona.
En el expediente militar del teniente aparece una carta firmada de puño y letra por él mismo, en la cual hace referencia a su esposa. Solicita que se le entregue a ella, en la capital de la república, 15 pesos semanales, deducibles de su paga. Sin embargo, el nombre de la esposa que aquí aparece no es, como podría esperarse, Tirsa Rendón de Cardona. Es María Noriega de Cardona. O Tirsa Rendón no se llamaba en realidad así, sino María Noriega, o Tirsa Rendón no era la legítima esposa de Secundino Cardona.
La última variante es la correcta, según se constata en el grupo de papeles que aparece al final del dossier del teniente. Entre ellos hay una carta varios años posterior (posterior inclusive a la muerte de Cardona), en la cual «María Noriega viuda de Cardona», quien dice ser enfermera del Puerto Central de Socorros y tener dos hijos, reclama al presidente de México la pensión correspondiente a su difunto esposo. La confusión de identidad entre las dos mujeres queda patente en la respuesta que la viuda recibe: «Dígase a la señora María Noriega que envíe copia del acta de matrimonio con el extinto capitán Secundino Ángel Cardona, en virtud de que en la investigación que practicó esta secretaría con respecto al último destacamento en la isla Clipperton, aparece como señora de dicho oficial Teresa Rendón, quien rindió testimonio de los hechos allí acaecidos.»
María Noriega debió enviar el acta de matrimonio que le solicitaban, y fue a ella a quien se le concedió la pensión, con lo cual queda comprobada la legitimidad de su vínculo. Pero también queda comprobado que la mujer que convivió con Secundino Cardona hasta el final de sus días no fue su esposa, sino la mencionada «Teresa Rendón», una tergiversación del nombre de Tirsa Rendón.
Finalmente los hechos están claros. Secundino Ángel Cardona contrajo matrimonio con la enfermera María Noriega, de la cual tuvo dos hijos. Los avatares de la vida militar lo llevaron a abandonarla y en algún punto impreciso de sus muchas correrías se enganchó con Tirsa, quien lo siguió de ahí en adelante, hasta Clipperton. Tirsa Rendón debió ser, entonces, como las demás mujeres de los soldados de Clipperton, una soldadera.
Bajo las latas del galpón de guano se amortiguaba y se hacía más tolerable el ruido de la tormenta, que afuera fustigaba a la isla con sus últimos, fatigados coletazos. Hombres, mujeres y niños aguardaban en vela que el amanecer, que empezaba a despuntar, despejara el cielo y acabara de amansar el frenesí del mar y de los vientos.
Un silbido vibraba, apenas audible, en el aturdido laberinto de los oídos de todos ellos. Era un tono incisivo y femenino, como producido por una soprano, una sirena de barco o una sirena de mar. Un do de pecho que flotaba intermitente en el aire enrarecido del galpón, presente sólo en los intervalos en que se silenciaban las latas del techo. Era un llamado, una urgencia; pero también era un sonido improbable e irreal que los sobrevivientes de Clipperton percibían sin oírlo, y a nadie se le ocurrió preguntar de dónde podía provenir. Era simplemente uno más entre tantos fenómenos incomprensibles e inmanejables que el huracán había traído consigo.
En un rincón, el teniente Cardona yacía tendido sobre un jergón, cubierto por una manta gruesa. Una sonrisa agridulce le ladeaba la boca y dejaba ver sus dientes blancos de indio chamula. El dolor agónico de su pierna dislocada y astillada ronroneaba sordo bajo el efecto de las inyecciones de morfina que le había aplicado el capitán Arnaud. Acurrucada a su lado, su mujer, Tirsa Rendón, exprimía los paños que se entrapaban con su sudor, abundante como si todo el elemento líquido de su cuerpo se le saliera por la frente, por las axilas, por la espalda. Como si el hombre quisiera morirse de deshidratación.
También Cardona, desde su borrachera de debilidad y de estupefacientes, desde la frontera entre esta vida y las otras, oía el timbre ultramundano y soñaba que mujeres de pechos amables y voces de querubín le aliviaban el padecimiento cantándole al oído canciones de cuna.
Unas horas antes, cuando el huracán todavía tronaba con toda la furia, el capitán y el teniente habían hecho su aparición fantasmal en el galpón. Llegaron de la noche pavorosa desnudos y exhaustos, como Moisés salvado de las aguas, y ateridos de espanto. Si lograron atravesar la isla, contrariando la decisión aniquiladora de la naturaleza, fue haciendo acopio de las reservas postumas de su energía y posponiendo paso a paso la muerte con una última, salvadora gota de adrenalina.
Entre los dos habían arrastrado la pierna deshecha de Cardona como si fuera un tercer individuo, un moribundo pesado e hinchado que quisieran rescatar de la tormenta. Al llegar al refugio, Arnaud había luchado por recomponer ese amasijo de hueso y sangre, primero echando mano de los instrumentos de su botiquín de primeros auxilios y después, cuando éstos resultaron insuficientes, de las herramientas de trabajo almacenadas en el galpón.
Mientras Cardona pegaba aullidos y alucinaba con sirenas, Arnaud forcejeaba con pinzas y palancas para volver a encajar el fémur en la cadera, para enderezar la rodilla que miraba hacia abajo, para darle forma humana a esa materia orgánica desgarrada y desplazada.
Poco hubiera logrado sin contar con la pasmosa sangre fría y la fortaleza machorra de Tirsa Rendón. Untada de sangre como una carnicera o una sacerdotisa, ella lo asistió minuto a minuto sin ascos ni desmayos, ayudándolo a desenredar tendones, a jalar huesos y a remendar pellejo, con hilo y aguja, como quien borda carpetas en punto de cruz.
Cuando llegó el límite de su cansancio y de su reducida capacidad de cirujano, Arnaud entablilló y vendó, y entonces sí, pero no antes, abrazó a Alicia, besó a sus hijos, se quitó la ropa escasa y empapada que aún le quedaba encima y se arropó con un pesado mantel de encaje de bolillo de Brujas que su mujer había protegido entre el baúl. Envuelto en el género blanco, como un héroe trágico, llamó lista y contó a los presentes: once hombres, diez mujeres y nueve niños. Milagrosamente, de los mexicanos no faltaba ninguno, salvo Victoriano Álvarez, que debía estar en la guarida del faro. Varios tenían contusiones y heridas, pero con excepción de la pierna de Secundino Cardona, nada era de gravedad.
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