Penelope Fitgerald - La Librería

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Novela finalista del Booker Prize, La librería es una delicada aventura tragicómica, una obra maestra de la entomología librera. Florence Green vive en un minúsculo pueblo costero de Suffolk que en 1959 está literalmente apartado del mundo, y que se caracteriza justamente por «lo que no tiene». Florence decide abrir una pequeña librería, que será la primera del pueblo. Adquiere así un edificio que lleva años abandonado, comido por la humedad y que incluso tiene su propio y caprichoso poltergeist. Pero pronto se topará con la resistencia muda de las fuerzas vivas del pueblo que, de un modo cortés pero implacable, empezarán a acorralarla. Florence se verá obligada entonces a contratar como ayudante a una niña de diez años, de hecho la única que no sueña con sabotear su negocio. Cuando alguien le sugiere que ponga a la venta la polémica edición de Olympia Press de Lolita de Nabokov, se desencadena en el pueblo un terremoto sutil pero devastador.

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Milo pareció vagamente desilusionado.

– Deme un ejemplar de Bunty -dijo.

Florence le dijo que había un montón enorme en la parte de atrás, pero que no podía deshacerse de ninguno sin el permiso de Christine. Y las clases no terminaban hasta las tres y media.

Tras seis meses de negocio, Florence calculó que tendría unas 2500 libras en mercancía en el almacén; le debían unas 80 libras y su balance corriente con el señor Keble era de un poco más de 400 libras. Eso significaba un activo circulante de 3000 libras. Se alimentaba en gran medida de té, galletas y arenques, y no había gastado prácticamente nada en publicidad, si exceptuaba (y eso porque no podía hacerle el feo al vicario) un anuncio que puso en la hoja parroquial. Sus gastos de personal seguían siendo de 12 chelines y 6 peniques a la semana, 30 chelines durante las vacaciones. No hacía descuentos a nadie, excepto a la escuela primaria. Despachar no se parecía en nada a lo que había hecho en Müller's. Los vecinos estaban acostumbrados a dejarle cosas cuando pasaban por allí. Cualquiera que tuviera un vehículo de dos o cuatro ruedas (no sólo el servicial de Wally) era un portador potencial de algo. Ella misma se disponía a tomar el ferry para cruzar el Laze, ya que ese día tocaba media jornada, para llevar treinta ejemplares del Manual para el Reconocimiento de las Flores Silvestres al Instituto de la Mujer. Al recordarlo, cogió el libro de arriba del montón y miró las ilustraciones en busca de la planta de los pantanos que le había enseñado Raven. No se decía ni una sola palabra sobre ella.

7

Al final, la señora Gamart terminó por hacer una visita a la Librería Old House. Fue quince días después de que se abriera de nuevo la biblioteca, en esta ocasión con un ritmo mucho más relajado que la primera vez, como si los lectores se estuvieran controlando y el ambiente se hubiera tranquilizado al avanzar el año.

Christine no tardó en cogerle el tranquillo al sistema, y se propuso memorizar los nombres de los socios que no conocía, es decir, aquéllos que vivían fuera de Hardborough. Decidió clasificarlos por alguna característica física -la señora Mancha de Nacimiento, el Asmático Mayor, y nombres por el estilo-, igual que hacía Raven para distinguir a las vacas; si no, nunca sabría reconocer a las que se alejaban de la manada. Después venían los nombres de verdad y, a la hora de recordar los libros que habían pedido e incluso cuáles se iban a llevar, la niña no fallaba nunca. Su imparcialidad hacía que fuera especialmente estricta. Ahora la biblioteca no abría hasta que acababa el colegio, y bajo su régimen a nadie se le permitía mirar siquiera qué habían pedido los demás.

El tiempo otoñal hizo que la corta expedición a la biblioteca constituyera la distancia justa para los jubilados, tanto para los que se acercaban a propósito a pie o en coche, como para los que simplemente salían a pasear. Parecía que estaban dispuestos a aceptar los libros de clase B, e incluso los de clase C, sin quejarse demasiado.

La señora Gamart apareció por la puerta una tarde a finales de octubre. El sol ya estaba bajo, y su sombra la precedió mientras descendía por los escalones. Llevaba un tres cuartos Jaeger de piel de camello. Florence se tomó aquel momento como una crisis en su racha de suerte. Había estado demasiado ocupada últimamente como para pensar en la presión a la que se le había sometido seis meses antes con el fin de que abandonara Old House -o, mejor dicho, se mantenía ocupada para que esa idea no ocupara su mente por completo-. Ahora la invadió del todo. La tienda se transformó en un silencioso campo de batalla en medio de una tregua. Ella era la autoridad, estaba en su terreno y contaba con cierto apoyo, puesto que Christine acababa de llegar y estaba dejando las botas Wellington y la chaqueta en la parte de atrás. Por otro lado, a la señora Gamart, como cliente que era, había que tratarla con deferencia; y, en tanto mecenas, estaba en la posición invulnerable de quien lo había perdonado todo. Había hecho una solicitud en el nombre de las Artes, y ésta había sido rechazada; Old House seguía siendo una tienda y, sin embargo, ella continuaba comportándose con una sonriente dignidad.

La parte dedicada a la biblioteca estaba llena de socios que merodeaban silenciosamente por la estancia. También había algunos clientes en la parte delantera de la tienda.

– Ya veo que está usted muy ocupada. No, por favor, no salga. En realidad he venido a conocer la biblioteca. Tenía ganas de saber cómo funcionaba. Llevaba tanto tiempo queriendo hacerlo…

Christine, según tenían acordado, era quien se encargaba de los préstamos y las tarjetas de la biblioteca, sobre todo si había gente esperando. Encantada de ser indispensable, en aquellos momentos se peinaba ese pelo suyo tan pálido, quitándose los nudos, y se sentía llena de energía para tomar el relevo. Entonces, más o menos aseada, salió de golpe de la parte de atrás con el entusiasmo de un terrier al que se le ha autorizado, esa tarde en concreto, a hacer de perro pastor. Sus rápidos dedos empezaron a pasar las tarjetas rosas a toda velocidad.

– Un segundo, señora Keble. Les atenderé a todos por turno.

Esto no sería apropiado para la primera visita de la señora Gamart, así que Florence abandonó la caja para acompañarla y explicarle el sistema en persona. En ese momento sintió que algo la agarraba con fuerza por el codo, y notó una punzada en la parte baja de la espalda.

Se trataba de la esquina de un marco. Una mano apremiante estaba sujetándola. Detrás de ella había un hombre, no precisamente joven, que vestía una chaqueta de pana y que le sonreía como lo hacen los sapos, que no tienen otra expresión. La sonrisa, quizá, no encajaba con la cara. Acababa de bajar las escaleras con un lienzo de gran tamaño. Llevaba otros más pequeños bajo el brazo.

– Usted recordará mi carta. Theodore Gill, pintor de acuarelas, a su servicio. Hablamos de la posibilidad de una exposición… Una pequeña muestra de mi trabajo. Son poca cosa señora, pero auténticamente míos.

– No respondí a su carta.

Había marcos y bocetos por todos lados. ¿Cómo podían haber invadido la tienda tan rápidamente?

– El que calla otorga. Hay menos espacio de lo que esperaba, pero me las puedo arreglar para que alguien me preste unas mamparas. Un buen amigo mío, que también pinta unas acuarelas excepcionales…

– Espero que no quiera exponer él también.

– Más adelante… Veo que me entiende usted muy rápido. Pero eso será más adelante.

– Señor Gill, éste no es el mejor momento para hablar de sus cuadros. Mi tienda está abierta para todo el mundo, pero en este momento estoy muy ocupada. Ahora que ha visto usted cómo es Old House, se dará cuenta de que no tengo sitio para su exposición ni para la de nadie.

Puesta de sol vista desde el parque de Hardborough con el Laze delante -interrumpió el señor Gill alzando la voz-. ¡De interés local! ¡Hacia el oeste, miren cómo brilla la tierra!

Durante todo este rato, desde más allá de donde alcanzaba su atención, en concreto desde la parte de atrás, había empezado a surgir un murmullo de tensión, incluso algo así como un grito. Mientras intentaba evitar que el señor Gill colgara su puesta de sol, en lo que a ella le pareció una reyerta indigna, se percató por primera vez de que se rompían filas y el avance había comenzado. La señora Gamart, con la cara muy colorada, una mano sujetando de forma extraña la otra y aparentemente poseída por una fuerte conmoción, atravesó rápidamente la tienda y se marchó sin decir palabra.

– ¿Qué…? ¿Qué ha pasado?

Detrás apareció Christine, más colorada todavía. Tenía los mofletes encendidos. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

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