La sola idea de tanto sufrimiento y vergüenza era difícil de sobrellevar, pero al menos veía que, de momento, aquello no estaba ocurriendo. Metió la carta del señor Gill en el cajón.
Había estado casi demasiado ocupada para darse cuenta de que las vacaciones habían terminado. Ahora se fijó en las toallas de playa que colgaban en todas las ventanas de las casas más cercanas a la orilla. El ferry cruzaba el Laze varias veces al día, y el Fish and Chips ampliaba su espacio con trozos de hierro forjado traídos de la pista de aterrizaje abandonada. Apareció Wally para preguntarle a Christine si le gustaría ir de acampada, y Florence se preguntó si el muchacho no venía demasiado, y de forma demasiado persistente. Christine, en cualquier caso, rechazó la invitación con una dignidad que ella imaginó aprendida de sus hermanas mayores.
– Ese Wally lo que quiere es su tabla de lavar la ropa. Querrá utilizarla para su grupo de música. He visto que no le quita ojo siempre que se mete en la parte de atrás de la casa.
– Entonces será mejor que se la lleve -dijo Florence-. Nunca he sabido qué hacer con ella. También se puede quedar con el escurridor, si quiere.
Debería bajar a la playa. Era jueves, tocaba cerrar pronto, y Florence se sentía un poco desagradecida por vivir tan cerca del mar y tirarse semanas y semanas sin mirarlo siquiera. En realidad prefería la playa en invierno, pero se lo reprochó a sí misma, se dio un baño y luego estuvo un rato al sol al final de la hondonada sembrada de guijarros de colores. Los niños se agachaban para decidir cuáles meterían en sus cubos; hombres ya maduros elegían otros para tirarlos al agua. Los periódicos que habían traído consigo para leer, se los había arrebatado el aire. Las madres se habían refugiado del viento cortante en las cabañas de la playa, que se habían instalado en forma de campamento lo más lejos posible del frío e invasivo Mar del Norte. Más hacia el norte, la marea había traído cosas inaceptables a la orilla. Los huesos se mezclaban con la franja de desechos que depositaba la marea. La corriente había dejado allí los restos putrefactos de una foca.
Los lugareños de Hardborough se relacionaban sin temor con los visitantes. Florence vio al director del banco, desconocido con su traje de baño a rayas, acompañado de su mujer y del cajero. Hablaba a voces y se le oyó decir, a intervalos, que tanto trabajo le estaba convirtiendo en un soso, y que era la primera vez que había pisado la playa ese año. Su afirmación no merecía respuesta. Otra voz, tierra adentro, gritó que el mal tiempo les estaba respetando ese año. Raven pasó en su nueva furgoneta. La semana siguiente llevaría a algunos Scouts del Mar a Londres para su excursión anual. Echarían un vistazo a las obras de la Casa de Baden-Powell, y después, según habían votado por unanimidad, irían a la estación de Liverpool Street para ver salir los trenes.
Andar un poco más playa arriba, significaba hundirse a cada paso. La arena mojada y las piedras se desmoronaban como si no estuvieran dispuestas a soportar su poco peso, y luego se elevaban de nuevo rezumando, para llenar las pisadas de agua resplandeciente. Dejar una huella de cualquier tipo constituía un logro exultante. Más allá de los restos de la foca muerta, más allá de los guijarros donde, ochenta años atrás, un hombre había encontrado un pedazo de ámbar tan grande como su cabeza -aunque desde entonces nadie más había vuelto a encontrar ámbar-, Florence llegó a un camino desolado por el que los veraneantes no se atrevían a pasar. Era desigual y ascendía bruscamente de vuelta al parque. Pudo divisar algunas figuras humanas solitarias, y parejas paseando a sus perros. Se sorprendió al ver a cuántos de ellos conocía ahora como clientes ocasionales. Se saludaron con la mano desde la distancia y después, como el terreno era tan llano y la aproximación tan lenta, tenían que saludarse de nuevo a medida que se acercaban, y reservar las sonrisas para el último momento. Además de sonreír, casi todos los paseantes, contentos de poder tomarse un respiro, le preguntaron lo mismo: ¿cuándo volvería a abrir la biblioteca? Les hacía tanta ilusión. Los perros, tiesos de indignación, tiraban de sus correas hacia los lados. Florence se oyó a sí misma hacer numerosas promesas. Se sentía en desventaja estando descalza, y pensó que tendría que haberse puesto los zapatos antes de dirigirse al parque.
En las tardes lluviosas, cuando se levantaba el mal tiempo, Old House se llenaba de visitantes extraviados y desconsolados. Christine, que decía que ponían la tienda perdida de arena, era implacable con ellos, y les exigía que decidieran qué querían comprar.
– Hojear libros es parte de la tradición de una librería -le dijo Florence-. Debes dejar que se queden y toquen los libros.
Christine le preguntó a Deben qué haría él si todo el mundo tocara su pescado. Además, había montones de huellas de dedos mojados en las postales.
Ivy Welford vino a revisar las cuentas un poco antes de lo acordado. Su curiosidad era una forma de medir el éxito de la tienda y su reputación fuera de Hardborough.
– ¿Dónde están las devoluciones a proveedores?
– No hay -respondió Florence-. Los editores no aceptan devoluciones. Odian esos acuerdos de venta con derecho a devolución.
– Pero aquí veo que tiene devoluciones de clientes, ¿cómo es eso?
A veces a los lectores no les gustan los libros después de haberlos comprado. Se quedan asombrados, o digamos que detectan en el libro un matiz evidente de socialismo.
– En ese caso, el precio debería aparecer en el haber de su cuenta personal, y el debe bajo las devoluciones.
Era una acusación de debilidad.
– Ahora, el libro de compras. Ciento cincuenta marcadores chinos a cinco chelines cada uno, ¿es correcto?
– Había un pájaro diferente o una mariposa en cada uno. Algunos eran pájaros de arroz. Eran preciosos. Por eso los compré.
– No lo pongo en duda. No es de mi incumbencia cómo lleva usted el negocio. Lo que me preocupa es que aparecen en el libro de ventas como vendidos a cinco peniques cada uno. ¿Cómo explica usted eso?
– Fue un error de Christine. Pensó que estaban hechos de papel y leyó mal el precio. No se puede esperar que una niña de diez años sepa apreciar el arte oriental transmitido de generación en generación desde hace siglos.
– Quizá no, pero se ha olvidado de reflejar la pérdida de 4 chelines y 7 peniques por cada artículo. ¿Cómo voy a preparar entonces un balance de comprobación?
– ¿No lo podemos anotar como gastos de caja? -suplicó Florence.
– La caja debe ser para sumas muy pequeñas. Estaba a punto de preguntarle sobre eso. ¿Para qué ha sido este desembolso de 12 chelines y 11 peniques?
– Yo diría que para leche.
– ¿Está completamente segura? ¿Tiene un gato?
Al llegar septiembre, los veraneantes, al igual que los pájaros migratorios, mostraban el nerviosismo por el viaje de regreso que se aproximaba. La escuela había vuelto a abrir, y Florence se pasaba todo el día sola en la tienda.
Vino Milo y dijo que le gustaría comprarle un regalo de cumpleaños a Kattie. Eligió un libro para colorear de las Tierras de la Biblia. A Florence aquello le pareció una mera pose.
– Así que Violet no se va a salir con la suya -dijo Milo-. ¿Ha venido ya por aquí?
– No llevamos abiertos mucho tiempo.
– Seis meses. Pero vendrá, no lo dude. Tiene demasiado amor propio como para no hacerlo.
Florence se sintió aliviada y, a la vez, vagamente insultada.
– Espero poder reabrir la biblioteca muy pronto -dijo-. Quizá la señora Gamart…
– ¿Gana usted dinero? -preguntó Milo.
Sólo había dos o tres personas en la tienda, y uno era un Scout que venía todos los días después de clase para leer un nuevo capítulo de Yo volé con el Führer . Marcaba la página con una cuerda de la que colgaba un caramelo, para hacer peso.
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