– La señora Thornton fue la primera en pedir el libro. Eso es lo único que yo tengo en cuenta.
– Permítame que le diga, señora Green, que si tuviera un poco más de experiencia trabajando en comités, se daría cuenta de lo imprudente que resulta tomar decisiones teniendo en cuenta un único aspecto. Una pena.
– En un pueblo pequeño no podemos evitar saber ciertas cosas de los demás. Puede que algunos de nosotros nos sintamos más cercanos que otros al concepto de realeza. Algunos pueden pensar que tienen derecho a ser los primeros en leer acerca de la fallecida Reina Madre. Es posible que se trate de una devoción leal cultivada durante años.
– La señora Thornton fue bastante clara al respecto.
El aire de la tarde veraniega se hizo denso y caluroso. Dos lectores más se apretujaron en la habitación, y uno de ellos le dijo a Florence, en un aparte, que era bien sabido que la señora Thornton había votado a los liberales en las últimas elecciones. Tanto la parte de atrás de la casa como la puerta de la calle estaban bloqueadas por las señoras. A las cuatro -las horas de trabajo eran muy cortas en Hardborough- se unieron sus maridos.
– Nunca hubiera pensado que se iba a malinterpretar mi lista. Mírelo, está escrito ahí, claramente. Parece un fallo de la sencilla rutina burocrática. Si todo el mundo quería La reina Mary , ¿por qué no se encargaron más copias?
Así que la biblioteca de la Librería Old House echó el cierre por una temporada, para volver a abrir en un mes, momento en que la propietaria esperaba contar con algo más de ayuda. Esta acción constituía todo un reconocimiento de debilidad. Wally llevó una nota formal al señor Brundish para explicarle la situación. No había logrado ver al viejo caballero por ningún lado; de modo que le entregó la nota al lechero, quien se la dejó junto a la leche, bajo la arpillera del almacén de las patatas, que era donde el señor Brundish, cuyo buzón se había oxidado hacía tiempo, solía recibir su correspondencia.
«Necesito ayuda», pensó Florence. «Era una locura creer que podía llevar todo esto yo sola.» Pidió una conferencia con las oficinas del Flintmarket, Kingsgrave and Hardborough Times .
– ¿Podrás conectarme lo antes posible, Janet? -preguntó.
Había visto la motocicleta de Janet aparcada fuera de la oficina de teléfonos, y sabía que estaría en buenas manos.
– ¿Está intentando contactar con los anuncios clasificados, señora Green?
– Sí. Es el mismo número.
– No le merece la pena gastarse el dinero, si quiere poner un anuncio para un ayudante. Una de las chicas Gipping se pasará por su casa al salir del colegio.
– Es posible, Janet, pero no es seguro.
– Raven habló con ellas hace alrededor de una semana. A él le habría gustado que fuera la mayor, pero se tiene que quedar en casa mientras la señora Gipping está en la recogida del guisante. Quizá no le importe que sea la segunda o la tercera.
Florence le recordó a Janet que quizá hubiera alguien esperando una conferencia, pero ella le respondió que no había nadie más.
– Los de las líneas privadas se han ido casi todos a Aldeburgh para oír el concierto ése, y los demás están en el nuevo Fish and Chips. Esta noche es la inauguración.
– Bueno, Janet, a lo mejor se les incendia el local. Creo que utilizan aceite para cocinar. Deberíamos dejar la línea libre por si se produce alguna emergencia. ¿Lo va a llevar el señor Deben?
– No, no, al señor Deben le parece que va a ser un golpe mortal para su negocio. Está intentando que el vicario se ponga de su parte, alegando que el olor a frito podría invadir la iglesia durante los cánticos de la tarde. Pero el vicario le ha dicho que no le gusta meterse en esas discusiones.
Se preguntó qué dirían las telefonistas cuando hablaran de su librería.
Al día siguiente, a la hora del té, una niña de diez años, muy pálida, muy delgada y sorprendentemente guapa, se presentó en Old House. Llevaba unos pantalones tejanos y una chaqueta de punto rosa con un dibujo muy complicado. Florence la reconoció al instante. Era la niña que había visto en el parque.
– Eres Christine Gipping, ¿verdad? Había pensado más bien que tu hermana…
Christine respondió que ahora que las tardes se iban haciendo más largas, su hermana estaría en los helechos, con Charlie Cutts. De hecho, acababa de ver sus bicicletas escondidas entre la maleza, al lado del cruce.
– Conmigo no tendrá que preocuparse de esas cosas -añadió-. No cumplo once hasta abril del año que viene. A mí no me han salido todavía.
– ¿Y tu otra hermana?
– Le gusta quedarse en casa y cuidar de Margaret y Peter. Son los pequeños. Fue un desperdicio darles esos nombres, al final no pasó nada entre él y la princesa. [10]
– No quiero que pienses que no deseo darte el trabajo. Es sólo que no pareces lo suficientemente mayor, ni fuerte.
– Las apariencias no lo son todo. Usted parece mayor y, sin embargo, no parece fuerte. No habrá mucha diferencia si contrata a otro miembro de mi familia. Somos todas muy mañosas.
Su piel era casi transparente. Su pelo sedoso parecía no tener sustancia cuando se apartaba de su cara y se le despeinaba con la mínima corriente. Cuando Florence, todavía preocupada por no ofenderla, sonrió animadamente, ella le devolvió la sonrisa dejando ver dos dientes rotos.
Se los había quebrado el invierno anterior de una forma bastante curiosa: se había congelado la ropa tendida, y un chaleco helado le golpeó la cara. Igual que los demás niños de Hardborough, había aprendido a resistir. Todos corrían como malabaristas por los pasamanos de los puentes sobre los pantanos, se caían y se rompían los huesos o estaban a punto de ahogarse. Se lanzaban piedras unos a otros, o raíces arrancadas de los arados. A un chico algo retrasado le dijeron que los gusanos que se utilizaban como cebo le sentarían bien y le harían menos aburrido, y él se comió un bote entero. La propia Christine estaba peligrosamente delgada, aunque era algo sabido que la señora Gipping alimentaba bien a sus hijos.
– Iré a ver a tu madre mañana, Christine, y ya hablaremos de esto.
– Como quiera. Le dirá que tengo que venir siempre después de clase, y el sábado todo el día, y que usted no debe pagarme menos de doce con seis a la semana.
– ¿Y qué hay de los deberes?
– Los haré después de la cena, en casa.
Christine mostró su impaciencia. Estaba claro que había decidido empezar a trabajar enseguida. Dejó su chaqueta rosa en la parte de atrás.
– ¿La has tejido tú? Parece muy difícil.
– Es de la revista Woman's Own -dijo Christine-. Pero las instrucciones eran para manga corta.
Frunció el ceño. No quería admitir que se había puesto lo mejor que tenía para causar buena impresión en su primer encuentro.
– ¿No tiene hijos, señora Green?
– No. Pero me habría gustado.
– Para usted la vida ha pasado de largo en ese aspecto.
Sin esperar a que se le diera ninguna explicación, se paseó por la tienda abriendo cajones y poniendo pegas a la forma en que estaban ordenadas las cosas, mientras su fino pelo volaba en todas direcciones. No había suficientes postales expuestas, afirmó -ya se encargaría ella de elegir algunas más-. Y había paquetes enteros sin abrir en el fondo de los cajones porque la señora Green las odiaba.
Al principio, los métodos de la niña eran algo excéntricos. Con una habilidad para la organización que nunca había llegado a manifestarse, al ser la tercera hija de la familia, primero colocó las postales de una forma, luego de otra. Hizo caso omiso de los mensajes que mostraba cada una y las ordenó básicamente por colores, de modo que las rosas y las puestas de sol quedaron al lado de una langosta de color rojo brillante ataviada con un sombrero escocés, que se estaba llevando un vaso a la boca y decía: Just a wee doch an doris afore we gang awa! [11]Lo más probable es que se tratara de una muestra gratuita.
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