Penelope Fitgerald - La Librería

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Novela finalista del Booker Prize, La librería es una delicada aventura tragicómica, una obra maestra de la entomología librera. Florence Green vive en un minúsculo pueblo costero de Suffolk que en 1959 está literalmente apartado del mundo, y que se caracteriza justamente por «lo que no tiene». Florence decide abrir una pequeña librería, que será la primera del pueblo. Adquiere así un edificio que lleva años abandonado, comido por la humedad y que incluso tiene su propio y caprichoso poltergeist. Pero pronto se topará con la resistencia muda de las fuerzas vivas del pueblo que, de un modo cortés pero implacable, empezarán a acorralarla. Florence se verá obligada entonces a contratar como ayudante a una niña de diez años, de hecho la única que no sueña con sabotear su negocio. Cuando alguien le sugiere que ponga a la venta la polémica edición de Olympia Press de Lolita de Nabokov, se desencadena en el pueblo un terremoto sutil pero devastador.

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– Podemos arreglarlo después y dejarlo todo ordenado -dijo Wally.

– Ya lo ordenaré yo -respondió Florence. Se sentía henchida de amor por ellos-. Me gustaría daros algo para vuestro cuartel general.

Su cuartel era un viejo barco de tres mástiles que había encallado en el estuario.

– Tenéis ya algún libro de códigos de morse, o el Diccionario Médico de Pears?

– Me temo que no.

Estaban los dos igual de desconcertados.

– Mira, Wally. Quiero que te lleves estos taladros. A mí ya no me sirven para nada, no sé utilizarlos. Si quiero hacer un agujero en algún lado, tendré que mandarte un recado.

– Gracias. Desde luego que nos vendrán bien -dijo Wally-. Pero con cada trabajo que hacemos estamos obligados a contribuir con el valor de doce ladrillos a la nueva Casa de Baden-Powell que están construyendo en South Kensington.

Florence le dio cinco libras y él se cuadró.

– South Kensington es un barrio de Londres -explicó el chico.

Los Scouts, sobre los que Raven ejercía una influencia misteriosa pero directa, regresaron para pintar, y después ella quedó libre, tras rechazar otra oferta al respecto, para ordenar los libros.

Los libros nuevos venían en paquetes de dieciocho, envueltos en un fino papel marrón. A medida que los fue sacando de las cajas, fueron formando su propia jerarquía social. Los más pesados y lujosos que hablaban sobre casas de campo, los libros sobre las iglesias de Suffolk, las memorias de los hombres de Estado en varios volúmenes, tomaron el lugar que les correspondía por derecho natural en la ventana delantera. Otros, indispensables, pero no aristocráticos, ocuparían las estanterías centrales. Ése era el lugar para los libros sobre coches -desde el Austin hasta el Wolseley-, obras técnicas sobre el pulido de los guijarros, la vela, los clubs de ponis, las flores silvestres y pájaros, y para los mapas de la región y las guías. Entre éstos, las exitosas memorias sobre la guerra, con sobrecubiertas de color caqui y rojo oscuro, se enfrentaban unas a otras como rivales en aguda hostilidad. Al fondo, entre las sombras, colocó los Perseverantes, sobre todo filosofía y poesía, a los que tenía poca esperanza de perder de vista. Los Permanentes -diccionarios, libros de consulta y ese tipo de cosas- irían directamente a la parte de atrás del todo, con las Biblias y los libros para premios que, era de esperar, la señora Traill, de la escuela primaria, entregaría a sus mejores alumnos. Por último, estaban las cajas de restos en mal estado procedentes de Müller's. Algunos incluso eran de segunda mano. Aunque le habían enseñado que nunca se miran los libros por dentro mientras se está trabajando, abrió uno o dos, viejas ediciones de Everyman con sus tapas de color aceituna estampadas en oro [6]. Allí estaban las elaboradas guardas que siempre le habían dado que pensar cuando era pequeña. Un buen libro es la preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada intencionadamente para una vida más allá de la vida . Después de vacilar un poco, los colocó entre Religión y Primeros Auxilios.

La pared de la derecha la dejó para los libros de tapa blanda. A un chelín y seis peniques cada uno, de colores vistosos, enormemente democráticos, llenaron las estanterías en filas bien disciplinadas. Se moverían con rapidez y contaban con su aprobación; pero se acordaba de aquel mundo en el que sólo los extranjeros se contentaban con tener sus libros encuadernados en papel. Los Everyman, con su dignidad raída, parecían enfrentarse a ellos lanzándoles miradas de reproche.

En la cocina (ya que no quedaba nada de sitio en la propia tienda) había dos cajones profundos consagrados a los Libros de los Libros: el Libro Mayor, el de Pedidos, el de Compras, el de Devoluciones y el de Dinero de Caja. Todavía en blanco, con sus dobles columnas intactas, estos libros no queridos amenazaban el bienestar silencioso de las estanterías vecinas. No muy buena con las cuentas, Florence habría preferido que se quedaran sin lectores. Esto suponía un problema, así que le pidió a la astuta sobrina de Jessie Welford, que trabajaba en una empresa de contabilidad en Lowestoft, que viniera una vez al mes para echarles un vistazo.

– Una breve comprobación del balance de vez en cuando -dijo Ivy Welford con condescendencia, como si fuera un tónico para los cortos de mente. Sus conocimientos mundanos, para una chica de veintiuno como ella, eran alarmantes, y habría que pagarla, por supuesto; pero tanto el señor Thornton como el director del banco parecieron aliviados cuando oyeron que había hablado con Ivy. Tenía la cabeza en su sitio, dijeron.

4

La Librería Old House abriría sus puertas a la mañana siguiente, pero Florence no tenía pensado hacer ningún tipo de celebración, porque no estaba muy segura de quiénes debían ser sus invitados. El estado de ánimo, sin embargo, lo es todo en estos casos. Con eso, uno puede tener una fiesta muy gratificante aunque se esté completamente solo. Estaba pensando en ello cuando se abrió la puerta de la calle y entró Raven.

– Pasa mucho tiempo sola -dijo.

Se disculpó por llevar las botas de goma, y miró a su alrededor para ver el trabajo que habían hecho los Scouts con las estanterías.

– Sobra un cuarto de centímetro allí, cerca del armario.

Pero ella no estaba dispuesta a sacarle defectos a la decoración. Además, ahora que los libros estaban colocados, bien echados hacia delante (no podía soportar que se deslizaran hacia atrás, como si estuvieran derrotados), cualquier anomalía quedaría oculta. Igual que sucediera con el vestido rojo, se acostumbraría a las estanterías a medida que las fuera usando.

– Y no hay quien mire ese enyesado -continuó Raven-. Se lo puede decir la próxima vez que les vea.

No creía que fuera capaz de distinguir a ninguno de los Scouts sin su uniforme; pero se equivocó, porque cuando apareció Wally, con su chaqueta del colegio y unos pantalones de la tienda agrícola, le reconoció al instante.

Dijo que traía un recado para la señora Green.

– ¿Quién te lo ha dado? -preguntó Raven.

– Fue el señor Brundish, señor Raven.

– ¿Qué? ¿Salió de Holt House y te lo dio?

– No, sólo se apoyó un poco contra la ventana e hizo un chasquido.

– ¿Con la lengua?

– No, con los dedos.

– Entonces, ¿cómo pudiste oírlo a través de la ventana?

– No lo oí. Fue más bien como si lo notara.

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Pálido?

Wally pareció dudar.

– Pálido y oscuro. No es fácil describir su aspecto. Tenía la cabeza un poco hundida entre los hombros.

– ¿Tuviste miedo?

– Sentí que tenía que arriesgarme.

– Un Scout del Mar siempre debe arriesgarse -respondió Raven de modo automático-. Creo que no le he visto desde hace más de un mes, a pesar del buen tiempo, y hace mucho más que no le oigo hablar. No te dijo nada, ¿verdad?

– Sí, sí. Se aclaró la garganta un poco y me dijo que le diera esto a la señora Green.

Wally traía un sobre blanco con bordes negros. Aunque Florence lo había estado mirando fijamente todo ese tiempo, lo cogió con incredulidad. Nunca había hablado con el señor Brundish. Incluso en la fiesta de The Stead, no había tenido ninguna esperanza de conocerle. Era bien sabido que a la señora Gamart, como anfitriona de todo lo que tuviera valor en Hardborough, le habría gustado contarle entre sus amigos, pero como sólo había estado en The Stead durante quince años y no era originaria de Suffolk, sus esperanzas habían sido en vano. Quizá el señor Brundish no era consciente de su presencia. Además, en los últimos años había estado tan confinado en su casa que era algo sorprendente que supiera siquiera su nombre.

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