Penelope Fitgerald - La Librería

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Novela finalista del Booker Prize, La librería es una delicada aventura tragicómica, una obra maestra de la entomología librera. Florence Green vive en un minúsculo pueblo costero de Suffolk que en 1959 está literalmente apartado del mundo, y que se caracteriza justamente por «lo que no tiene». Florence decide abrir una pequeña librería, que será la primera del pueblo. Adquiere así un edificio que lleva años abandonado, comido por la humedad y que incluso tiene su propio y caprichoso poltergeist. Pero pronto se topará con la resistencia muda de las fuerzas vivas del pueblo que, de un modo cortés pero implacable, empezarán a acorralarla. Florence se verá obligada entonces a contratar como ayudante a una niña de diez años, de hecho la única que no sueña con sabotear su negocio. Cuando alguien le sugiere que ponga a la venta la polémica edición de Olympia Press de Lolita de Nabokov, se desencadena en el pueblo un terremoto sutil pero devastador.

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– No entiendo cómo esto puede ser para mí.

A Raven y a Wally no se les pasó por la cabeza irse hasta que Florence hubiera abierto el sobre.

– No se preocupe por los bordes negros -dijo Raven-. Esos sobres los mandó hacer, debía de ser el año 1919, cuando volvieron todos de la primera guerra y murió la señora Brundish. Yo todavía era un chaval.

– ¿De qué murió?

– Fue una cosa extraña, señora Green. Se ahogó cruzando los pantanos.

Dentro del sobre había una hoja de papel, también con bordes negros.

Estimada Sra.,

Me gustaría desearle suerte. En tiempos de mi bisabuelo había un librero en High Street quien, al parecer, tumbó a un cliente con un libro cuando éste se puso pesado. Se había producido algún retraso en la llegada de la última parte de una nueva novela, creo que era Dombey e hijo. Desde ese día hasta hoy, nadie ha tenido el valor suficiente para vender libros en Hardborough. Usted nos está haciendo un honor. Visitaría su tienda sin ninguna duda si saliera alguna vez, pero últimamente he decidido no hacerlo; en cualquier caso, estaré encantado de hacerme socio de su biblioteca.

Atentamente suyo,

Edmund Brundish

¡Una biblioteca! Ni se le había pasado por la imaginación. Además, en absoluto había sitio suficiente para montarla.

– Es evidente que no está contento con la Móvil -dijo Raven.

La camioneta de la biblioteca pública venía desde Flintmarket una vez al mes. Los libros, de tanto usarlos, habían adquirido un tufillo muy peculiar. Los que tenían algún interés por la lectura en Hardborough los habían leído todos varias veces.

Florence acompañó a Wally, que movió la cabeza como respuesta a su agradecimiento, hasta la puerta de la calle. Parecía un mensajero. Su bicicleta estaba cargada con paquetes, y del manillar, que él había colocado al revés para que se pareciera más a una bici de carreras, colgaba una cesta con una gallina dentro.

– Está triste, señora Green -dijo señalando a la gallina-. Me la llevo a casa de la hermanastra de mi primo. Quiere criar polluelos.

Florence puso la mano suavemente sobre la masa adormilada de plumas. La vieja gallina estaba hundida como en un montón suave y de color tostado, sin apenas abrir los ojos. Toda su energía estaba dedicada a producir calor. La propia cesta palpitaba con un ritmo lento y lleno de resolución.

– Gracias por traer la nota, Wally. Veo que tienes mucho que hacer.

Había traído su bolso, así que, en silencio, hizo su contribución para sufragar otro ladrillo.

Raven no se marchó enseguida. Explicó que había venido, en principio, para decirle que quizá necesitara a alguien joven y despierto para echarle una mano, puede que después de clase.

– ¿Estaba usted pensando en Wally?

– No, en él no. No es de los que se quedan en casa con los libros. Él es más de matemáticas. Si le hubiera gustado leer, habría abierto su carta mientras venía hacia aquí; pero ya ha visto que no lo ha hecho.

Raven había pensado más bien en una de las chicas Gipping. No dijo cuántas eran, ni parecía importarle cuál de ellas vendría. La fama que tenían de competentes la había difundido su madre, la señora Gipping. La familia vivía en esa casa que había entre la iglesia y la vieja estación de tren, y contaba con un buen pedazo de tierra. El señor Gipping era yesero, pero se le podía ver a menudo en la parte de atrás poniendo estacas a su plantación de guisantes o recogiendo patatas. La señora Gipping salía a trabajar de vez en cuando. Daba prioridad a Milo, los días en que Kattie estaba en Londres, y también iba regularmente a casa del señor Brundish.

– Yo hablaré con ella -dijo Raven-. Puede enviar a alguna de sus hijas después del colegio. Las clases acaban a las tres y veinticinco.

El señor Raven se marchó. Las pisadas mojadas de sus botas de goma por todo el suelo, barnizado más de una vez para la inauguración del día siguiente, parecían las huellas de una especie de anfibio amistoso. La sensación de que alguien le organizara algo era agradable. Ella sola no habría tenido el coraje suficiente para llamar a la puerta de la superpoblada casa de la señora Gipping.

Su mente volvió con desgana al problema de la biblioteca. Aquello sería un incordio, y puede que hasta un fracaso. ¿Sería razonable esperar, por ejemplo, que la señora Gamart se abonara? No se había vuelto a oír nada procedente de The Stead, pero la mirada de Deben mientras colocaba los arenques en su mostrador de mármol, una mirada llena reproche y conocimiento de lo que ocurría, le había dejado claro que la polémica seguía viva. Cuanto más modesta fuera en el manejo de su negocio, al menos durante el primer año, mejor. Pero, después de releer la carta del señor Brundish, dijo en voz alta:

– Veré qué puedo hacer respecto a la biblioteca.

Si había pensado en algún momento que el poltergeist relajaría sus esfuerzos una vez abierta la tienda, se había equivocado. En repetidas ocasiones durante la noche, detrás de cada uno de los tornillos que habían puesto los Scouts, se oía un golpe delicado y certero, como si el ente los estuviera numerando para futuras referencias. Durante el día, los clientes comentaban que había mucho ruido en la casa de al lado, en Rhoda's, y que nunca habían oído una máquina de coser que organizase semejante escándalo. Florence contestaba, consciente de estar diciendo la verdad, que nunca se sabía con estas casas tan viejas. Instaló una caja registradora con una campana, pensando que un ruido así distraería la atención de casi cualquier otra cosa.

El día de la inauguración no suscitó demasiado interés en Hardborough. La propia Old House no despertaba ninguna curiosidad. Llevaba vacía tanto tiempo, con las ventanas rotas y las puertas abiertas, que todos los niños de la zona habían jugado allí en alguna ocasión. La facturación de la primera semana fue de 70 u 80 libras. La señora Traill, de la escuela primaria, había encargado una suscripción a Vida cotidiana en la antigua Gran Bretaña ; el señor Thornton había comprado un libro sobre pájaros, y el director del banco, bastante inesperadamente, uno sobre cómo ponerse en forma. El señor Drury, el abogado que no era el señor Thornton, y uno de los médicos de la clínica compraron sendos libros escritos por hombres de las SAS [7]que se habían lanzado en paracaídas sobre Europa y habían cambiado el curso de la guerra; también hicieron pedidos de libros escritos por comandantes aliados que ridiculizaban a los hombres de las SAS y dudaban de sus méritos. Esto fue el martes. El miércoles empezó a llover, y las chicas del internado que habían salido a dar un paseo se refugiaron en la tienda, que se llenó de cuerpos mojados y humeantes, apretados unos contra otros como si aquello fuera un redil de ovejas. Las chicas dieron la vuelta a las postales a las que, de mala gana, se les había concedido un lugar al lado de las ediciones de tapa blanda, y compraron tres. Hubo que encontrar sobres, y la caja se atascó cuando se le pidió que sumara 9 peniques y medio, más 6 y medio, más 3 y medio. El jueves -día de media jornada, aunque Florence decidió que esa primera semana haría una excepción- apareció Deben para demostrar que no había rencores, y estuvo curioseando y pasando sus manos callosas por los muebles. Encargó una partitura del Mesías .

– ¿Quiere que le haga un pedido? -preguntó Florence intentando adoptar un tono de voz amistoso.

– ¿Cuánto tardará en llegar?

– Es difícil aventurar una fecha. A los editores no les gusta enviar sólo una cosa cada vez. Tengo que esperar a tener doce títulos o así del mismo editor para hacer un pedido.

– Creía que tendría una obra como ésa en el almacén. El Mesías de Haendel se canta todas las Navidades, ¿sabe? Tanto en Norwich como en el Albert Hall de Londres.

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