– La señora Gamart, de The Stead, no quería esperar su turno y cogió los libros de los demás y empezó a toquetearlos. ¡Eso no estaba permitido! ¡Y ha desordenado mis tarjetas rosas!
– ¿Qué has hecho, Christine?
– ¡Usted me dijo que mantuviera el orden! Así que le di unos buenos cachetes en los nudillos.
Todavía sostenía en la mano su regla del colegio, decorada con dibujos del pato Donald. Aprovechando la corriente de indignación que iba y venía, el señor Gill se las había apañado para colgar varios cuadros más en las paredes. Algunos lectores clamaban por el poco juicio del que Florence había hecho gala. Siempre habían pensando que era una locura confiar tanta responsabilidad a una niña de diez años. Mire, ahora estaba llorando. La señora Gamart había sido víctima de violencia física, y, además, uno de los clientes había intentado escabullirse con una postal y un sobre. Dijo que se había dado por vencido al ver que no recibía la atención adecuada. Entonces Florence le cobró 6 peniques y tres cuartos, y lo marcó en la caja. Y ésa fue la única ganancia de la tarde.
Si hubiera salido inmediatamente a High Street a pedir disculpas, se podría haber salvado la situación. Pero juzgó que lo más importante era consolar a Christine. Claro que los clientes tenían razón: a la niña se le había dado demasiada autoridad, un veneno, igual que cualquier otro exceso. Sin embargo, el único remedio en este caso consistía en darle más veneno aún.
– No quiero que le des más vueltas.
Pero, farfulló Christine, se habían ido con sus tarjetas rosas, y sin sus libros. Lloraba por la destrucción de su sistema.
– Queda éste para el señor Brundish. Estará esperando. Cuento contigo para que se lo lleves, como haces habitualmente.
Christine se puso la chaqueta y el anorak.
– Se lo dejaré donde siempre, al lado de las botellas de leche. ¿Qué va a hacer con todos esos cuadros?
El señor Gill había ido, según explicó, en busca de una taza de té, algo que no conseguiría hasta llegar al Ferry Café. Y en octubre era posible que estuviera cerrado. Quizá se llevara una dolorosa decepción; otra más, posiblemente, en toda una vida de decepciones. Florence tendría que encontrar tiempo para ocuparse de éste y otros asuntos; pero lo único que quería en ese momento era encontrar algo que dotara de más dignidad al recado de Christine.
– Espera un momento. Hay una carta que quiero que le lleves también al señor Brundish. No tardaré en escribirla.
Esa mañana había llegado por correo el ejemplar de Lolita para hacer la evaluación. Le quitó la sobrecubierta y miró la cubierta negra estampada en plata.
Estimado Sr. Brundish,
La carta que me escribió cuando abrí esta tienda me dio muchos ánimos y ahora me atrevo a pedirle consejo. Su familia, al fin y al cabo, ha vivido en Hardborough mucho más que cualquiera de las otras. No sé si ha oído hablar de la novela que Christine Gipping lleva con esta nota, « Lolita », de Vladimir Nabokov. Algunos críticos dicen que es pretenciosa, aburrida, de lenguaje florido y repulsiva; otros dicen que es una obra maestra. ¿Sería usted tan amable de leerla y dejarme saber si le parece que haría bien al encargarla y recomendársela a mis clientes?
Sinceramente,
Florence Green
– Entonces, ¿habrá respuesta? -preguntó Christine dubitativa.
– Hoy no. Pero en unos días, quizás una semana, estoy segura de que sí.
La biblioteca no cerró a la semana siguiente, pero Florence continuó con el negocio de manera callada y decorosa. Theodore Gill, con lo que parecía su interminable reserva de acuarelas, fue desalojado en lo que constituyó una valiente maniobra: Rhoda's, en el edificio de al lado, no era en absoluto una casa vieja; y, sí, quizá fuera una lástima que la hubieran remozado con un revestimiento rugoso y que hubieran pintado los marcos de las ventanas de color malva. Pero tenía un salón de exposiciones estupendo y lleno de luz.
– Tienes unas paredes tan bonitas, Jessie… -empezó a decir Florence con diplomacia-. No sé si has sentido alguna vez la necesidad de poner algunos cuadros.
– Una exposición semi-permanente -ofreció el señor Gill, que estaba merodeando por allí como de costumbre. Iba a echarlo todo a perder.
– No, sólo unas cuantas acuarelas por ahora. Podrías poner una o dos a cada lado de tu calendario de Recuerdos Tranquilos -dijo Florence, que había sido quien le había vendido el calendario a precio de coste.
Jessie Welford no respondió directamente, sino que se dirigió al propio artista.
– Nunca me ha parecido que las paredes necesitaran nada, pero si está usted en apuros, yo estoy dispuesta a aceptar.
El pintor estuvo dando golpes y martillazos toda la tarde; el ruido era casi tan irritante como el poltergeist . También se podía oír la risa reprobatoria de Jessie. En la ventana de su tienda pusieron una tarjeta para anunciar la exposición. Jessie siguió riendo, y dijo que ella nunca había tenido nada que ver con el Arte, pero que para todo tenía que haber una primera vez.
Florence no había pensado en cómo llegaría la respuesta a su nota. No se esperaba, en ningún caso, que fuera transmitida por la señora Gipping en persona. Pero, al día siguiente, la madre de Christine, de pie delante de Florence en la cola de la compra, dijo de pronto y con bastante franqueza que había ido a comprar medio kilo de frutas variadas porque el señor Brundish le había pedido que dejara una tarta hecha el domingo. Había decidido, y era mejor decírselo ahora para evitar problemas, invitar a Florence a tomar el té ese día. De esta manera, lo que supuestamente era un recurso para poder disfrutar de algo de privacidad, se difundió por todo Hardborough. Resultaba tan extraño que casi daba miedo. Nadie, excepto algún misterioso y viejo amigo de Cambridge o de Londres, había recibido nunca una invitación semejante. Ése era, sin duda, el motivo de que la señora Gipping no quisiera desperdiciar esa noticia ante un público más reducido.
Ir allí acrecentaría el malentendido con la señora Gamart, que todavía no había sido reconocida en Holt House. Aunque quizá pensar algo así no era más que vanidad. ¿Qué podía importar a dónde iba? Un instinto, quizá el instinto del comerciante, le decía que sí importaba. Pero la extraña respuesta del señor Brundish enviada por Wally, en la que mencionaba el honor, la comodidad, y una hora, las cinco menos cuarto en punto el domingo por la tarde, hicieron que Florence se decidiera. Él dijo que había pensado con mucho cuidado en lo que ella le había preguntado, y esperaba que quedara satisfecha con su respuesta.
Los primeros días de noviembre constituían una de las escasas épocas del año en que no hacía viento. En la tarde del día 5 se encendía una gran hoguera sobre la piedra, cerca de las amarras del estuario. La pila de combustible pasaba allí días enteros, como el nido gigante de una garza. Se trataba de una empresa conjunta sobre la que prácticamente todos los padres de Hardborough estaban dispuestos a dar algún consejo. El diesel, aunque se decía que le había quemado las cejas a alguien y que no le habían vuelto a crecer, se utilizaba para encenderla. Luego prendían los palos que, recogidos por toda la costa y cubiertos de la sal del mar, explotaban en una brillante llama azul. Las nutrias y las ratas salían huyendo por los diques; los niños se acercaban desde todos los rincones del parque, y para ellos se asaban patatas, que salían del fuego llenas de ceniza. Las patatas también sabían a diesel. Los responsables de la hoguera, una vez empezaba a arder, se alejaban del brillo cavernoso, y comentaban los acontecimientos del día. Hasta el director del instituto de formación profesional, que vigilaba las llamaradas desde una posición semi oficial, la señora Traill de la escuela y la señora Deben con su aspecto abatido, sabían dónde iría Florence el domingo a tomar el té.
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