…Tú no te imaginas siquiera cómo pueden acabar de repente ciertos agostos que se estrellan contra un septiembre anticipado, como un automóvil que acaba contra un árbol, y se abarquillan, se desinflan como un acordeón que pierde aliento. Tanta arrogancia por la canícula de la Ascensión o cuando el cielo nocturno monta los fuegos artificiales de San Lorenzo y los sentidos parecen tan colmados y la vida una caverna de bóvedas altísimas, y en cambio cuatro gotas de lluvia, el tiempo de un confeti y un solo día se engulle ese mes túrgido y engreído… También la vida es así, como agosto, te das cuenta de que ha caducado del dicho al hecho, cuando no te lo esperabas en absoluto, la goma se ha encogido y ya no se alargará más y desde un rincón se asoma el cuervo para decir su never-more… La casa vacía como una calabaza seca, y él más vacío aún, y las muertas estaciones, y el presente día, muerto en el acto también, todo se conjuraba para la más absoluta ataraxia, en la inmovilidad del horizonte, sólo alguna palabra gangosa, dirigida a la nada que escuchaba. Y vaya niebla… ¿Cómo se siente?, le preguntaba el doctor Ziegler. Choscho, contestaba Tristano, me siento choscho, por lo demás me siento bien, pero estoy choscho. El doctor Ziegler no entendía, le rogaba que se explicara mejor, bitte, Herr Tristano, bitte . Choscho es como una col podrida por el aguacero, doctor, ¿tiene usted presente esas horrendas hojas colgantes que se arrastran con el borde en el fango?, están choschas… Y después añadía, es como si me hubiera venido un tranglumanglo, no sé si me explico. El doctor Ziegler empezaba a sospechar un inconsciente como lenguaje, pero con reluctancia, porque no era de esa escuela… Pero ¿qué narices eran esas palabras? Tristano jadeaba, misterioso. Bueno, las pienso de noche, es más, me piensan ellas, de verdad, soy pensado, son ellas las que me piensan, y me pinchan, mejor dicho, me pican, son como minúsculas esquirlas de algo que ha estallado en mil pedazos, y llegan como una ola, cuando se hincha la marea nocturna… El doctor Ziegler, con las manos detrás de la espalda, tenía el mentón dirigido hacia el pecho. ¿Algo así como los sueños?, preguntaba. Ninguna respuesta. ¿Entresueños, entonces? Eso es, doctor, casi, pero no exactamente, del estilo de los recuerdos que flotan en su propia espumilla, yo estoy en el arcén de mis noches, algunos me alcanzan y me pinchan, otros me basta con dejar que mi brazo se balancee por el borde de la cama para pescar alguno al azar. El doctor Ziegler paseaba de un lado a otro como si quisiera excavar un surco en el pavimento, no le importaba que Tristano estuviera tirado en una butaca bajo el porche, para él era como si se hallara en su lecho de insomne. Intente pescar uno al azar, decía, déjese llevar, deje oscilar el brazo, cierre los ojos, como si yo no estuviera aquí… Silencio. El doctor Ziegler se inmovilizaba, contenía incluso la respiración. Sólo se oía la campiña que respiraba, la tierra, el olor de los rastrojos en el valle, zumbidos de moscas azules, una abeja, el ladrido de un perro, pero muy muy lejos, al otro lado del mundo. He pescado una lata de gambusinen, pero está abierta, con la llave metida en el tirabuzón de hojalata oxidada, murmuraba Tris-tano como en trance, nichts, absolut nichts, gambusinen kaput t. El doctor Ziegler se retorcía las manos detrás de la espalda. Gambusinen?, was bedeutet gambusinen , explíquemelo, Herr Tristano, concéntrese, Oh… oh… oh… ¿Tristano iba en busca de algo o tal vez fuera que su garguero emitía los anillos concéntricos de sonido de quien está definitivamente en el mundo de los sueños? Ziegler, paciente, esperaba en silencio. Debería hablarle de las antiguas tradiciones schnabelewopsenses, antropología arcaica, doctor, gruñía Tristano, geología casi, y así arrancaba en vuelo raso sobre condados en verdad incomprensibles, ilocalizables desde luego en los mapas geográficos, que probablemente pertenecían sólo a los archipiélagos de su imaginación, allí donde está también la isla de Utopía. Schnabelewops era un Principado, un pañuelo de terreno encajonado entre coronas de montes, con vistas al mar incluso, y ese mar era el mar griego del que nació virgen Venus, eso se sobreentendía, país de picos intransitables pero también de dulces pendientes, y prados, y olivares y castañares, surcado por una miríada de amenos arroyos, de un agua tan tersa y cristalina que puede hallar parangón sólo en aquella en la que Orlando bautizó a su Durindana, o Amadís de Gaula tomó un pediluvio reconfortante tras kilómetros de marcha, como dice el hidalgo loco. Y en esos arroyos, en las fiestas populares en honor de la espiga del trigo, así como en las noches de bochorno, que en el Principado no faltan, la población local acostumbraba a remojarse con gran alborozo, a menudo entre grititos de muchachas. Y los arroyos eran tan abundantes que los schnabelewopenses no se habían planteado jamás el problema de contarlos para sus mapas geográficos. Y por lo demás, ¿con qué objeto? Cada aldea tenía su propio arroyo que discurría a su costado o que a menudo lo separaba incluso en dos, hasta el punto de marcar profundas diferencias culturales que se remontaban a usanzas milenarias, entre las comunidades pertenecientes a la orilla derecha o a la orilla izquierda del arroyo, y un folclorista nórdico que había viajado de tierra en tierra para recoger antiguos cantos había grabado unas estrofas remotísimas en las que una muchacha entregada en matrimonio cantaba su nostalgia por la tierra de sus padres que había abandonado al casarse, cruzando el arroyo para ir a vivir a la casa de enfrente, que era tierra ajena, y en el vadeo se había mojado las medias… Tristano, después del esfuerzo callaba, con los ojos cerrados, la mano pescadora colgando de la tumbona. Si al menos se hubiera quedado dormido… El doctor Ziegler temía interrumpir el espacio onírico, que es el espacio sacro de todo paciente y el fundamental de todo terapeuta. La campiña respiraba lentamente. Era el mediodía. El doctor Ziegler hubiera debido estar en su despacho de la ciudad, pero evidentemente había cancelado todas sus citas, le interesaba demasiado aquel paciente. Tristano reanudaba ahora su chachara, pero tal vez estuviera navegando de verdad en su espacio onírico y hablaba de los gambusinen, criaturas acuáticas de una presunta juventud suya, pertenecientes sin duda a esa zoología fantástica que poseen sólo los desequilibrados, o los poetas que jamás han escrito poemas, y eran, por lo que él decía, a juzgar por sus palabras semiincomprensibles, seres a medio camino entre los crustáceos y los peces propiamente dichos, es decir, con branquias y aletas. El doctor Ziegler pensaba en animales antediluvianos, de épocas remotísimas, en las que todo era devenir, cuando era imposible cualquier taxonomía y no se sabía si una cosa era una flor o un fruto, un pez o un pájaro, un insecto o un mamífero… Verá, doctor, no sé si me explico, un animalillo parecido al cangrejo de río, rosáceo, pero sin la costra de queratina, blanducho como un chipirón, por lo tanto, con una cabecita redondeada de la que brotan cuatro tentáculos en miniatura, de entre uno y medio y dos centímetros, no más, y muy tierno, se alimentan de una hierbecita parecida al musgo que crece en los lechos de los arroyos más impracticables del Principado, los gambusinen se la comen con glotonería, una hierbecita que tiene un sabor exquisito e inefable, que perdura en la carne de los gambusinen, como un aroma a trufa que tiende al amargo de los boletos… El doctor Ziegler escuchaba y callaba. Las cigarras parecían enloquecidas, y el bochorno pesaba sobre el porche. Era agosto… Era un agosto como ahora, escritor, y a Tristano no le hacía falta la morfina para estar fuera de sí, estaba fuera de sus cabales por su cuenta. Hubiera querido contártelo más tarde, pero se me ha ocurrido ahora, de modo que te lo he contado ahora, sé paciente, estoy seguro de que en tu libro no tiene sentido, déjalo correr… Escucha, debe de ser ya casi de noche y la Frau viene a ponerme la morfina, pero esta noche no la quiero. Tengo hambre, dile que tengo hambre, que quisiera una taza de caldo, una taza de caldo de gallina, si fueran otros tiempos le habría pedido caldo de gambusinen, pero ya están extinguidos, de ellos sólo quedan latas de hojalata vacías con la llave metida en el tirabuzón oxidado… Dile a la Frau que a falta de gambusinen, me conformo con una taza de caldo de gallina, verás como lo entiende.
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