Antonio Tabucchi - Se está haciendo cada vez más tarde

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Con esta novela epistolar -«una pequeña comedia humana de bolsillo» la define irónicamente su autor- Tabucchi renueva una ilustre tradición narrativa, si bien rompiendo sus códigos y pervirtiendo el género. Poco a poco nos damos cuenta de que algo «no funciona» en todas estas misivas: el paisaje parece desplazarse ante nuestros ojos, los tiempos se vuelven del revés, como si las cartas llegaran anticipadamente o con retraso respecto al propio mensaje que transmiten, como si los destinos de los hombres, según exige el Mito, siguieran sin encontrarse y las personas se extraviaran en el laberinto de sus breves existencias. Como si la vida fuera una película perfecta, pero cuyo montaje resultara totalmente equivocado.
El conjunto resulta un extraordinario recorrido por las pasiones humanas, donde el amor parece el ilusorio punto central, cuando en realidad no es más que el punto de fuga que nos conduce hacia las zonas más oscuras del alma. Ternura, sensualidad, nostalgia, diecisiete cartas de personajes masculinos a otras tantas figuras femeninas, en las que se tejen los hilos de una insólita trama narrativa hecha de círculos concéntricos que parecen ensancharse en la nada, pobres voces monologantes, ávidas de una respuesta que nunca llegará. A todas ellas responde, por último, una voz femenina distante e implacable, y al mismo tiempo rebosante de pena.

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La hoja cae

en el viento de octubre

ondeando ligera.

Pesado es el tiempo de un verano

pasado lejos.

Sentados en aquel café soñábamos con mundos posibles bebiendo jus de pamplemousse. Por la mañana, en las aulas de la Sorbona, un viejo profesor de filosofía cuyo nombre desconocíamos en nuestra abismal ignorancia nos hablaba con vuelo pindárico de Remords et Nostalgie. No sabíamos lo que eran y, sin embargo, nos fascinaban como mundos lejanos que se suponen más allá del océano de la vida, en una orilla remota a la que jamás arribaremos. Y, en cambio, henos aquí.

Ayer mis pasos nocturnos me llevaron hasta aquel pequeño café de hace tiempo. Y lo encontré igual que el de hace tiempo. Los mismos rostros juveniles de mi época, los estudiantes de la Cité que estudian en compañía hasta las tres de la madrugada, cuando cierra el café. Naturalmente, se visten de manera algo distinta, la música que escuchan es distinta también. Y, sin embargo, los rostros son los mismos, y los ojos, y las miradas. Ya no está el jukebox en el que introducíamos monedas para escuchar a Ornette Coleman, Petite fleur, Une valse à mille temps, sino un radiocasete con música de hoy, muy americana. Junto a la nevera, el nuevo propietario ha colocado una pequeña estantería con cintas a disposición de los estudiantes, quienes pueden elegirlas e introducirlas en el aparato colocado en el mostrador con un letrero que reza: Libre Service. En la balda inferior de la estantería, otro letrero reza: From the World – Du Monde Entier, y allí hay cintas de música de distintos países que los estudiantes se han traído de casa o que sus familiares y amigos les envían. Puede escucharse música de danzas rituales africanas, música raga hindú, instrumentos de cuerda de Anatolia, lamentos de las geishas y todo lo que los hombres han inventado a través de las distintas abstractas maneras de expresar con los sonidos aquello que sienten. En la última balda, señaladas con el letrero Section Nostalgies, están las canciones que pertenecieron a nuestros años mozos, los más nuestros, los de la posguerra, canciones del tipo Le déserteur, Et c’est ainsi que les hommes vivent, es decir, las caves de St. Germain: mujeres de negro y con bufandas rojas, el existencialismo de café, el anarquismo musical de Boris Vain y Leo Ferré. Pensé: de la musique avant toute chose. Y repetí la frase en voz alta. Y me vinisteis a la memoria vos, Madame. Es decir, tú. No se pueden decir impunemente ciertas palabras, porque las palabras son las cosas. Ya tendría que saberlo, a mi edad y con todo lo que ha pasado. Y sin embargo lo dije. Sin pensar en la impunidad. Y vos, Madame, aparecisteis en aquel balcón de Provenza, ¿recordáis? Estoy seguro, lo recordáis como yo, sólo que desde otro punto de vista, porque yo os miraba desde abajo y vos me mirabais desde lo alto. ¿Preferimos embellecer los recuerdos? ¿O falsearlos? La memoria está aquí para eso. Pongamos que era junio. Dulce, como debe serlo en Provenza. Y yo podría estar cruzando un campo de espliego, y al borde de aquel campo habría una casa de piedra sin desbastar, custodiada por un almendro. Y bajo los almendros, a veces, como nos enseña la sabiduría china, pueden recordarse los sueños de otro. ¿Qué tal vez esté confuso? Lo admito, estoy confuso. Pero vos sabéis, Madame, que todo es confuso. Sólo estoy intentando disponer torpemente este todo confuso en un orden más o menos plausible. Y la plausibilidad presupone la falsedad, acaso involuntaria. Así pues, os ruego que me comprendáis. En el sentido de que en ese momento aparecisteis vos en el balcón, quand-même. Estabais desnuda, eso no podéis dejar de recordarlo como lo recuerdo yo, ahora, aquí, después de todo lo de después. ¿Comprendéis? Claro que comprendéis. El coito fue fuera, entre el espliego, bajo el almendro. ¿Pasó un tractor? Quizá, pero sin hoces mecánicas. Fue un abrazo largo, pausado, casi inmóvil, y esparcí mi semen entre el espliego. Con una flor violeta de espliego humedecida de saliva os sequé vuestra violeta más secreta. ¿Os parece telúrico o simplemente de mal gusto? No importa, no sólo he tenido pesadillas, sino también visiones sosegadoras y eyaculaciones satisfactorias; estupendas, estupendas. Las ventanas a veces no tienen contraventanas, se abren a horizontes mucho más anchos que los reales. Es la ventana de mi cabeza. No quiero desprenderme de nada, y todo esto no puede ser destruido. ¿Que hubiera debido detenerme? Tal vez. Puede ser. Quién sabe. Pero todo fluye y nada se detiene, como decía aquél. Y el ácido poeta insistía, atribuyendo el dicho a un siniestro rabino: es verdad, hijo mío, has fornicado, pero fue en otro país y además la chica ha muerto.

Y en aquel preciso momento en el que estaba pensando todo esto, querida Amiga, ocurrió un miserable milagro, uno de esos que la vida nos reserva con el objeto de que podamos intuir algo de aquello que fue, de aquello que podría ser y de aquello que hubiera podido ser. Una sugerencia que es necesario coger al vuelo como la profecía póstuma de una Sibila superflua. Eso es, un chico se levanta de una mesa. Lo miro. Es pequeño y robusto. Y lleva gomina en el pelo. Rasgos somáticos franceses. Seguro que es de la Auvergne, pienso yo. Y si no lo es, da lo mismo. Se dirige al mueble de las músicas y mete un casete. Es la voz aguda de Trenet, lagrimosa, lacrimógena, y tan conmovedora sin embargo, que canta: Que reste-t-il des nos amours, que reste-t-il des nos beaux jours, une photo, vieille photo de ma jeneusse. Y sólo entones advierto que en la mesa de delante de mí hay una carpeta azul atada por una cinta blanca en la que está escrito: Forbidden Games, y yo la abro con movimientos cautos y lentos como en una ceremonia antigua que llevara años esperándome. Y dentro hay una fotografía de una mujer desnuda asomada a un balcón. Y esa mujer no sois vos, mi querida Amiga, pero lo sois, porque es Isabel, pero vos también sois Isabel, mi querida Amiga, lo sabéis. Es algo ineluctable. Y en el envés de esa fotografía, una caligrafía diminuta y ordenada, que consigo descifrar, ha escrito esta carta dirigida al sí mismo que escribe, y al mismo tiempo a mí, y a vos, una carta sin botella que ha navegado en quién sabe qué diafragmas del mundo para arribar ahí, a esa mesa sucia de marcas de vasos de ese café de la periferia de París. Y comprendí que yo debía reemplazar a un cirujano torácico y abrir un pecho, el mío, el vuestro, no lo sé, y extraer una esencia que diera un sentido no a las aortas, a los vasos sanguíneos, a los cuerpos cavernosos, sino a una biología distinta, lejana de las células, que fluctúe en alguna otra parte donde no deban encontrarse la vida y la escritura, la biografía y la literatura, una suerte de iper-madeleine hecha no de palabras (demasiado fácil), no de megaherzios, no de signos (eso sí que no), sino simplemente de vive voix, que, en cuanto tal, muere apenas se dice, así como la imagen muere apenas se ha disparado el objetivo.

No, mi querida Amiga, no es la senhal de los enamorados poetas provenzales, no es lo inefable de los filósofos anoréxicos, no es la ligereza que quisieran dejar en herencia a la posteridad, si es que la hay, ciertos escritores de este mefítico milenio que muere, que han aprendido la lección dilapidando su talento e imaginación escribiendo en beneficio de manuales de narratología. Nada de todo eso, vous comprenez sans doute. Son las nubes, querida Amiga, en su acepción moderna, naturalmente. Las nubes que cubren cada vez más el rostro de la luna, que se aleja cada vez más, aunque le hayan clavado una bandera, igual que un palillo de dientes en las aceitunas de un cóctel. Porque es el cielo el que desciende cada vez más. Por lo tanto, avec un ciel si bas qu’un canal s’est pendu, que también es otro concepto de Sección Nostalgia, pero si los canales pueden ahorcarse, los connards no, ésos no, por desgracia nos rodean como en un asedio. Os lo ruego, no interpretéis de nuevo estos pobres desvaríos míos como declaraciones de poética. Interpretadlos, si acaso, de manera existencial. Mejor aún, fe-no-me-no-ló-gi-ca. Porque el poeta es un rencoroso, y lo demás son nubes. La Ferocidad, la Obviedad, lo Políticamente Correcto, la Plástica, el Cinismo. Y como si no fuera suficiente, los Ólogos, todos los Ólogos posibles e imaginables. Y los arrepentimientos y remordimientos, total, el arroz bajo las rodillas ya no está de moda, un mea culpa cortado bien calentito, por favor. C’est chiant, Madame, creedme. Y, además, está la Ciencia. La Ciencia, gracias a la cual los Escindidores gritaron sus eurekas: Hiroshima, mon petit champignon! A los supervivientes, quemaduras, deformaciones genéticas irreversibles, cánceres de todas las variedades, mi querida Amiga. Y muchos, muchos connards. Y avalanchas de empingorotados. Resumiendo: Zyklon B, radiactividad y alambradas, como ha dicho alguien que de eso entendía. Que, la verdad, no son pistou, ¿no os parece? Y mientras tanto: ¡la ligereza!, ¡la ligereza!, como un lanzador de jabalina que corre descalzo por el césped de Olimpia. Parbleu, quelle élégance. O también: la Vida, la Vida recomendada por el Hombre vestido de blanco desde su ventana (cuántos balcones y cuántas ventanas en esta historia, ¿lo habéis notado, Madame?). Ya, ya, pero la vida ¿de quién? ¿Y con qué hábiles estratagemas, además? Y si nos limitáramos a esparcir semen entre el espliego, ¿no sería eso también una estratagema, digamos un discurso del método? Tomadlo como un doble sentido, una metáfora de lo que alguien como yo puede entender de sí mismo: por ejemplo el sentido de la escritura. Y vos, mientras tanto, mi querida Amiga, que erais asidua de ancianos escritores de mala calidad de los que os sentíais cómplices (y ellos de vos), quizá hayáis aprendido cómo funciona una historia, qué son las estructuras narrativas, eso que vos creéis que es la literatura. ¿Seremos auto o heterodiegéticos? No cabe duda alguna de la imperiosa necesidad de resolver esta espinosa cuestión. En resumen, qué es una novela, de la cual os dejo un pequeño concentrado en esta no-botella, digamos una novela hipotética, un aparatito del tipo hágaloustedmismo que incluso vos podréis obtener rellenando los espacios en blanco entre los puntitos como en los dibujos de ciertas revistas de crucigramas que sirven sobre todo para matar el tiempo.

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