Antonio Tabucchi - Se está haciendo cada vez más tarde

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Con esta novela epistolar -«una pequeña comedia humana de bolsillo» la define irónicamente su autor- Tabucchi renueva una ilustre tradición narrativa, si bien rompiendo sus códigos y pervirtiendo el género. Poco a poco nos damos cuenta de que algo «no funciona» en todas estas misivas: el paisaje parece desplazarse ante nuestros ojos, los tiempos se vuelven del revés, como si las cartas llegaran anticipadamente o con retraso respecto al propio mensaje que transmiten, como si los destinos de los hombres, según exige el Mito, siguieran sin encontrarse y las personas se extraviaran en el laberinto de sus breves existencias. Como si la vida fuera una película perfecta, pero cuyo montaje resultara totalmente equivocado.
El conjunto resulta un extraordinario recorrido por las pasiones humanas, donde el amor parece el ilusorio punto central, cuando en realidad no es más que el punto de fuga que nos conduce hacia las zonas más oscuras del alma. Ternura, sensualidad, nostalgia, diecisiete cartas de personajes masculinos a otras tantas figuras femeninas, en las que se tejen los hilos de una insólita trama narrativa hecha de círculos concéntricos que parecen ensancharse en la nada, pobres voces monologantes, ávidas de una respuesta que nunca llegará. A todas ellas responde, por último, una voz femenina distante e implacable, y al mismo tiempo rebosante de pena.

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O bien coges un álbum de fotografías, uno cualquiera de una persona cualquiera, como yo, como tú, como todo el mundo. Y te das cuenta de que la vida está ahí en los distintos segmentos que unos estúpidos rectángulos de papel encierran sin dejarla salir de sus estrechos confines. Y entretanto la vida está henchida, impaciente, quiere ir al otro lado de ese rectángulo, porque sabe que ese niño vestido de blanco con las manos unidas y el brazalete de primera comunión en el brazo, mañana (digo «mañana» por decir un día cualquiera) llorará a escondidas porque se avergonzará de sí mismo: ¿un pequeño acto nefando? Pequeño o grande no tiene importancia, porque prevé el remordimiento, y de eso es de lo que estamos hablando. Pero esa feroz fotografía, más severa que un ama de llaves, no deja que la verdadera verdad se evada de sus escasos centímetros. La vida está prisionera de su representación: del día siguiente sólo te acuerdas tú.

Mira, fue así, ¿te acuerdas?, y para recordar ni siquiera podría citar alguna poesía, del tipo ropa pobre tendida al sol, [2]que es siempre un elemento de melancolía, habla de vidas desconocidas y modestas, y tan simples, de esa simplicidad que sólo los grandes poetas pueden captar, o por lo menos eso dicen. No: por el contrario había un paisaje majestuoso, de esa belleza que es demasiado bella cuando es perfecta, como en un fresco de Simone Martini, en el que un caballo enjaezado conduce a un inefable caballero hacia un inefable más allá. Y yo conducía mi automóvil. Pero despacio, procurando acompañar las curvas que surcan esas colinas inclinándome con el cuerpo en cada una de ellas, como se hace en bicicleta, porque hubiera querido ser un chiquillo que recorría las dulzuras de aquel paisaje con una flamante bicicleta nueva que le han regalado en casa por su cumpleaños. Era una aldea de cuatro casas, no más, de piedra sin desbastar, ni tan siquiera encalada, no había nadie, un henil daba a la carretera, con ladrillos huecos de los que colgaban hebras de paja que oscilaban con la brisa, inútiles, abandonadas ellas también. Hay cosas así, que ocurren y no sabes por qué. No había ninguna razón para detenerse en aquel lugar desierto, ni siquiera para tomar un café, porque no había nada de nada, aparte de una carreterucha que en la esquina del henil, abandonando el asfalto, se volvía de tierra y llevaba hacia el campo: otra nada, allí, al fondo. Y yo enfilé por ella.

En aldeas de este tipo siempre hay una pequeña iglesia o una capilla, te habrás dado cuenta. Es que en sus orígenes eran pobres conjuntos de casas campesinas en torno a la villa señorial, y los campesinos eran personas devotas al amo y a la misa. Y justo allí, al final del camino de tierra, entre dos cipreses, exactamente como en las oleografías decimonónicas o en las postales donde hoy aparece escrito: «The Heart of Civilization», había una pequeña iglesia. Abandonada también, como todo lo demás. En la punta del tejado a dos aguas, en un ajimez de ladrillo abierto a lo azul, colgaban dos campanas que parecían más bien dos cencerros para las vacas, y también inutilizadas desde hacía tiempo, se veía. Aparqué el coche justo allí, debajo de uno de los cipreses. Inmediatamente después, hileras de vides y cipreses que pincelaban las colinas: sitios de los nuestros, para entendernos. Y todo como debía ser. Era mayo. Meé contra el ciprés, aunque no tuviera ganas, tal vez atribuyendo inconscientemente a ese acto fisiológico la razón de haberme detenido en un sitio en el que ningún motivo me inducía a detenerme. El portón de la iglesia estaba cerrado, la rodeé cruzando los hierbajos que asediaban su perímetro, atento para no molestar a las víboras, a las que les gustan esos lugares abandonados. Entre los intersticios de las viejas piedras crecían matas de alcaparras, con melenas sedosas que quién sabe por qué me hicieron pensar en Electra, e intenté recordar unos versos que en otro tiempo sabía, pero eran inencontrables en la memoria. Cogí un par de alcaparras y las mastiqué, aunque estaban amargas, y saboreé su gusto agreste, casi como si ese sabor me restituyera el sentido de lo que había sucedido, como una penitencia sumisa y necesaria que nos recuerda con su sabor áspero la culpa que hemos cometido. Y pensé en la vida, que es subrepticia, y que raramente saca a la superficie sus razones, y en cambio su verdadera trayectoria sucede en lo profundo, como un río cárstico.

Te había dicho: todo se acabó. Pero sin decírtelo, porque también el silencio es cárstico. ¿Creías que había desaparecido? En efecto, lo estuve, pero permaneciendo allí, como en la nada, suspendido y vagando un poco. Ahora me hallaba en uno cualquiera de mis lugares, que era otro respecto a ese majestuoso del que hablaba antes: una garganta entre montes de ralos olivos, y macollas silvestres que florecen cuando es época. De vez en cuando pensaba en la conformación de tu hendidura, y la veía como si estuviera insertada en el paisaje: el pequeño clítoris oculto bajo los labios mayores, tímido como esos hombrecillos que se asoman a la puerta de casa con temor al cartero que ha llamado al timbre, y después el pubis amplio, extendido como un arbolillo hasta el principio del vientre.

Así pues, estaba lejos, en aquel mientras tanto mío, y eso es fundamental para que entiendas cosas incomprensibles, y la soledad era grande, allá entre los montes. Entré en una taberna que se llamaba Antartes, que en griego quiere decir partisano, y yo también me sentía así, como quien se ha echado al monte, se esconde y combate, pero ¿contra quién?, pensaba, bueno, contra las cosas, ya se sabe, las cosas, quiero decir todo, porque la vida poco a poco se va llenando y entumeciendo sin que te des cuenta, pero esa hinchazón es un en exceso, como un quiste o un caos, y en determinado momento ese conjunto de cosas, de objetos, de recuerdos, de ruidos, de sueños o entresueños ya no te dice nada, es sólo un ruido indistinto, un nudo en la garganta, un sollozo que no sube ni baja y que te ahoga. Estaba fuera, bajo la pérgola de vides, y comía un plato exquisito hecho con entrañas de cordero, miraba las gargantas escarpadas de Creta, esas montañas ásperas manchadas del color de los oleandros entre el verde de los olivares, que allí es un verde oscuro y brillante, y observaba un grupo de cabras, que no comen oleandro, ellas, que mastican incluso las zarzas, y pensaba: por fin, lo he conseguido.

Un amigo mío sostiene que el suicidio, por el hecho de ser una decisión radical, paradójicamente, en el fondo es más fácil: un gesto y ya está. Bastante más difícil es el silencio. Este presupone paciencia, constancia, testarudez; y, sobre todo, se confronta con el día a día de nuestra vida, los días que nos quedan, uno tras otro, realmente largos con sus pequeñas horas, es como un voto, de cristal, puede romperse con nada, y su enemigo es el tiempo. Cómo van las cosas. Y lo que las guía: una nimiedad. Fue por azar. Entré en el zaguán de aquella taberna por simple curiosidad: para mirar. La sala estaba desnuda, con sillas de enea amontonadas unas sobre otras, y las mesas colocadas en un rincón. Había fotografías en las paredes y me puse a mirarlas. A aquella aldea vinieron dos personas: una es Venizelos, porque nació en los alrededores y tuvo allí el cuartel general durante sus batallas; y se le ve en retratos de joven y periódicos amarillentos que representan en color sepia su amor por el pueblo. El otro es Kazantzakis, porque en esta aldea se detuvo cuando una de sus muchas infelicidades lo perseguía, y aquí lo acogieron. Es un escritor que nunca me ha gustado, quizá porque nos parecemos en la soberbia, sólo que en los micromeandros de nuestro ser los caminos de la soberbia son más infinitos que los del Señor, y en su caso la soberbia eligió el camino del coraje y del orgullo de tenerlo. El mío es un caso totalmente distinto, como sabes bien, cuando el orgullo acaba optando por la vileza. Además de su retrato, vestido de persona de bien (chaqueta, corbata, bigote bien cuidado, gomina, la mirada profunda de quien está mirando a la cámara fotográfica como si mirara a los ojos a la Verdad), estaba también la fotografía de su tumba (llamémosla así) porque su Iglesia no acogió en el cementerio a un hombre que le parecía blasfemo, y su ciudad, Herákleion, sepultó sus despojos en la cinta amurallada, y puso en la lápida una frase suya que le retrata a la perfección, de la cabeza a los pies: «No creo en nada. No espero nada. Soy libre». Ya ves cómo van las cosas, y lo que las guía: basta una frase así para destruir el propósito de una persona como yo. El silencio es en verdad frágil.

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