Distraída, pasó la mano por un collar hermoso sobre la repisa y la memoria de su primer discurso ante la Asamblea de Naciones Unidas ocupó las tres dimensiones de su mente. Los periodistas asediándola. En esos días una delegación de la oposición llegó a Nueva York y Washington para acusarlas ante el mundo de llevar a cabo un segundo apartheid. A última hora cambió su discurso. Consideró que no podía menospreciar la oportunidad que le habían puesto en la mano, porque si de apartheid se trataba, nadie más apartado que las mujeres. Se armó de estadísticas. Los números eran contundentes y sonaron sólidos y escalofriantes en el ilustre recinto donde había más hombres que en una pelea de boxeo. ¿Cómo íbamos a proponer otro apartheid?, dijo. La comparación era absurda. Se trataba de un intercambio de roles. Muy temporal, además. Bromeó y después asumió tono de sacerdotisa: Parece mentira que en el siglo xxi todavía discutamos si socialismo o capitalismo o crisis económica, sin percatarnos de que no hemos resuelto todavía el problema de la dominación o del abuso dentro de nuestras propias casas. Nosotras las mujeres hemos demostrado que somos capaces de pensar fuera de lo establecido, salirnos de esa caja negra del desastre anunciado; la suerte de la humanidad no está echada porque nosotras aún no nos hemos pronunciado. Y tendrán que admitir que siendo nosotras quienes los hicimos a todos ustedes, ahora les toca escucharnos, dejar el cinismo, el escepticismo, los trucos, y permitirnos el espacio pequeñísimo que demandamos para este experimento, este reinvento de sociedad. Nosotras queremos otro mundo, evitar que la humanidad complete el círculo de su existencia autodestruyéndose.
Se sabía de memoria su discurso. Las mujeres aplaudieron, algunas subidas a sus sillas. Ese día tomó conciencia de que no importaba el tamaño de su país. Como decía la teoría del caos, una mariposa agitando sus alas en el Caribe podía causar tormentas que sacudieran el pensamiento adormecido y negligente del planeta entero.
Viviana seguía en coma, velada por turnos por Emir y Juana de Arco. El mar de flores sobre la calle del hospital no se marchitaba. Las flores frescas en humildes cubetas de plástico se renovaban sin fin. Rebeca atribuía el milagro a la deuda que la industria de las flores tenía con el pie. Viviana había atendido con especial cuidado a las mujeres campesinas, las cortadoras y empacadoras. Y ellas así se lo agradecían.
Mientras tanto, la Secretaría de la Asamblea Nacional convocó a los partidos a una reunión extraordinaria para decidir qué procedimiento seguir para resolver el dilema constitucional de una presidenta que no podía considerarse ni viva ni muerta.
Martina se escapaba por ratos de su ministerio para ir al hospital. Se sentaba a la orilla de la cama de Viviana y hablaba sin parar. Estaba convencida de que hablarles a las personas en coma era fundamental para que volvieran a despertar.
Ella y Juana de Arco, mientras Emir las observaba, sonriendo a ratos, le narraron a Viviana lo acontecido a raíz de la citatoria de la Secretaría de la Asamblea Nacional.
Martina: No sabés, Vivi, lo que fue entrar al despacho oval y no verte. Me di cuenta de que solo tu infinita gracia mitigaba el efecto de ese adefesio absurdo, pero decidimos reunirnos allí para al menos estar cerca de tus cosas y tu espacio. Juana de Arco, aquí a mi lado, se esmeró en preparar la reunión. Dispuso galletas, vasos, tazas, jarras con agua y con café y unas carpetas verdes para cada una con papel para notas, lápices. Uno entraba y sabía que la reunión sería formal y ceremoniosa. Ni modo, había que sentarse y tomar cartas en el asunto.
Juana de Arco: A mí me encomendaron solamente el acta de la reunión. Normalmente en la Presidencial, como sabe, es Amelia quien se ocupa de la escenografía, pero ella andaba haciendo sus oficios, sacando fotocopias, esto y lo otro, sin parar de llorar a mares. Las lágrimas le caían en correntada de los ojos. Entonces la mandé a su casa. No quería papeles lagrimeados. No señor. Había que mantener orden en el caos.
Martina: El inicio de la reunión fue largo y lento. Estábamos en estado de shock, con un estrés terrible. A mí me parecía que el mundo entero rodaba en cámara lenta. Rebeca andaba de traje beige pero con zapatos tenis y Eva se anudó el pelo arriba de la cabeza. Ella, tan nítida siempre, andaba hecha una masa de nudos.
Juana de Arco: Estuvieron más de media hora hablando del atentado. Yo calladita en mi mesa con la laptop abierta, esperando que empezara la reunión. Oírlas me hizo recordar las conversaciones de los adultos después del terremoto cuando yo era niña; los días y días en que nadie hablaba de otra cosa. Se me ocurrió que tendrían miedo de empezar. No era un tema fácil hablar de quién la sustituiría, Presidenta. Creo que se daban cuenta de que llegaba el momento de aceptar lo que había pasado, lo que significaba. Y no querían aceptarlo. A mi verlas hablar así me dio unas tremendas ganas de fumar, a pesar de que ya dejé el vicio. Y me dio miedo. Temí que de pronto se empezaran a serruchar el piso entre ellas.
Martina: ¡No!
Juana de Arco: Pues se ve mucho entre las mujeres por desgracia (arruga la cara, levanta la barbilla) . Como hay pocos espacios, deciden despejar el campo de cualquier manera. Pero en el pie yo nunca vi eso, ni quería verlo. Eso no sucedía en el pie, precisamente porque existía alguien como usted a quien todas le concedíamos sin celo la jefatura del asunto. Creo que ese día fue cuando yo reconocí lo práctico que era encomendarle a una persona que tomara las decisiones porque, claro, veía en esa reunión las vueltas que daban, el tiempo que perdían.
Martina: Juanita, no seas exagerada. Era normal que nos desahogáramos. Parece que tu amor por Lisbeth Salander te volvió sueca.
Juana de Arco: Vos no eras observadora como yo. Aquello parecía un ballet o un juego de balonmano con una pelota invisible que se pasaban de una a otra. Todas tan bien portaditas, tan corteses. Yo hasta me pregunté si no sería que cuando las mujeres entramos en una crisis de esas, se nos sale esa compulsión de callarnos, de borrarnos. Te lo digo yo que, desde chiquita, aprendí a no hacer ruido, a desaparecer. Pero bueno, yo me mecía en la silla y ya cuando no aguanté, me acordé de una frase que salía en las memorias de la Montenegro y lo dije en voz alta: ¿Qué hacer, dijo Lenin?
(Martina se tira una carcajada. Se controla. Baja la voz)
Martina: Nos volvimos a ver a la Juanita como si fuera un fantasma. Se nos había olvidado que ella estaba allí, esperando tomar acta de la famosa reunión. Y, bueno, pues comenzamos leyendo la carta de la Asamblea. Yo para mis adentros me quebraba la cabeza, te lo juro, pensando qué sería lo más prudente, si atreverme a sugerir que Eva se hiciera cargo, porque yo creía que ella era la más capaz, o esperar a ver qué decían las otras, porque yo estaba clara que el problema era entre Eva y Rebeca; las dos eran lideresas, las dos sabían que cualquiera de ellas era competente para hacer lo que se tenía que hacer en tu ausencia. Quedábamos Ifigenia y yo para elegir entre ellas, esa era la verdad.
La Ifi me miraba de reojo, mientras Rebeca leía. Eva se miraba las uñas, esa maña que tiene; hasta pensé decirle que si iba a ser Presidenta interina tenía que controlar esa manía. Es el problema de las fumadoras cuando dejamos de fumar; después no hallamos qué hacer con las manos. Cuando terminó Rebeca de leer, dijo que Azahalea, la presidenta de la Asamblea, la había llamado para decirle que la oposición, en su respuesta, planteaba que debía realizarse cuanto antes la sesión extraordinaria de la Asamblea. Eva dijo que era lógico. El país no podía continuar acéfalo. Las representantes del pie coincidían con la oposición. Agregó que debíamos tomar en cuenta la posibilidad de que, aun si despertabas, te tomaría varios meses reponerte. No era posible prever la extensión del daño; si volverías a hablar, a moverte.
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