Muriel Barbery - La elegancia del erizo

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En el número 7 de la Rue Grenelle, un inmueble burgués de París, nada es lo que parece. Paloma, una solitaria niña de doce años, y Renée, la inteligente portera, esconden un secreto. La llegada de un hombre misterioso propiciará el encuentro de estas dos almas gemelas. Juntas, descubrirán la belleza de las pequeñas cosas, invocarán la magia de los placeres efímeros e inventarán un mundo mejor. La elegancia del erizo es una novela optimista, un pequeño tesoro que nos revela como sobrevivir gracias a la amistad, el amor y el arte. Mientras pasamos las páginas con una sonrisa, las voces de Renée y Paloma tejen, con un lenguaje melodioso, un cautivador himno a la vida.

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La revelación tuvo lugar cuando, a la edad de cinco años, en mi primer día de colegio, tuve la sorpresa y el susto de oír una voz que se dirigía a mí pronunciando mi nombre.

– ¿Renée? -preguntaba la voz, mientras yo sentía posarse sobre la mía una mano amiga.

Era en el pasillo donde, con ocasión del primer día de colegio y porque llovía, se había apelotonado a un tropel de niños.

– ¿Renée? -seguía modulando la voz que venía de lo alto, y la mano amiga no dejaba de ejercer sobre mi brazo -incomprensible lenguaje- ligeras y tiernas presiones.

Levanté la cabeza, en un movimiento insólito que casi me dio vértigo, y mis ojos se cruzaron con una mirada.

Renée. Se trataba de mí. Por primera vez, alguien se dirigía a mí por mi nombre. Mientras que mis padres recurrían a un gesto o a un gruñido, una mujer, cuyos ojos claros y labios sonrientes observé entonces, se abría camino hasta mi corazón y, pronunciando mi nombre, entraba conmigo en una proximidad de la que hasta entonces yo nada sabía. Descubrí a mi alrededor un mundo que, de pronto, adornaban mil colores. En un destello doloroso, percibí la lluvia que caía en el patio, las ventanas lavadas por las gotas, el olor de la ropa mojada, la estrechez del corredor, angosto pasillo en el que vibraba la asamblea de párvulos, la pátina de los percheros de pomos de cobre en los que se amontonaban las esclavinas de paño barato, así como la altura de los techos, a la medida de los cielos para la mirada de un niño.

Entonces, con mis enormes ojos clavados en los suyos, me aferré a la mujer que acababa de traerme a la vida.

– Renée -repitió la voz-, ¿quieres quitarte el impermeable?

Y, sujetándome con firmeza para que no me cayera, me desvistió con la rapidez que otorga la larga experiencia.

Se cree erróneamente que el despertar de la conciencia coincide con el momento del primer nacimiento, quizá porque no sabemos imaginar otro estado vivo que no sea ése. Nos parece que siempre hemos visto y sentido y, seguros de esta creencia, identificamos en la venida al mundo el instante decisivo en que la conciencia nace. Que, durante cinco años, una niña llamada Renée, mecanismo perceptivo operativo dotado de vista, oído, olfato, gusto y tacto, hubiera podido vivir en una perfecta inconsciencia de sí misma y del universo desmiente tan apresurada teoría. Pues para que se dé la conciencia, es necesario un nombre.

Sin embargo, por un concurso de circunstancias desgraciadas, se desprende que a nadie se le había ocurrido darme el mío.

– Qué ojos más bonitos tienes -añadió la maestra, y tuve la intuición de que no mentía, que en ese instante mis ojos brillaban animados por toda esa belleza y, reflejando el milagro de mi nacimiento, lanzaban mil destellos.

Me puse a temblar y busqué en los suyos la complicidad que engendra toda alegría compartida.

En su mirada dulce y bondadosa sólo leí compasión.

Cuando por fin nacía al mundo, sólo inspiraba piedad.

Estaba poseída.

Puesto que mi hambre no podía saciarse con el juego de interacciones sociales inconcebibles para mi condición -y eso no lo entendí hasta más tarde, esa compasión en los ojos de mi salvadora, pues ¿alguna vez se ha visto a una pobre experimentar la ebriedad del lenguaje y ejercitarse en él con los demás?- se saciaría con los libros. Por primera vez, toqué uno en mi vida. Había visto a los mayores de la clase mirar en ellos invisibles rastros, como si una misma fuerza los moviera a todos y, sumiéndose en el silencio, extraer del papel muerto algo que parecía vivo.

Aprendí a leer sin que nadie se enterara. Los demás niños seguían balbuciendo las letras cuando yo hacía tiempo que conocía ya la solidaridad que teje entre sí los signos escritos, sus combinaciones infinitas y los sonidos maravillosos que me habían marcado en ese mismo lugar, el primer día, cuando la maestra pronunciara mi nombre. Nadie lo supo. Leí como una posesa, a escondidas primero, luego, cuando me pareció haber superado el tiempo de aprendizaje normal, a la vista de todos pero cuidándome mucho de disimular el placer y el interés que la lectura me suscitaba.

La niña frágil se había convertido en un alma hambrienta.

A los doce años dejé el colegio para trabajar en casa y en el campo con mis padres y mis hermanos. A los diecisiete me casé.

3

El caniche como tótem

En el imaginario colectivo, la pareja de porteros, dúo fusionado compuesto de entidades tan insignificantes que sólo su unión las revela, es dueña a la fuerza de un caniche. Como todo el mundo sabe, los caniches son una clase de perros de pelo rizado cuyos amos suelen ser jubilados adeptos del poujadismo, señoras muy solas que hacen trasvase de cariño sobre el animal o conserjes de finca urbana agazapados en sus lúgubres porterías. Pueden ser negros o color albaricoque. Los segundos son más agresivos que los primeros, pero éstos huelen peor que aquéllos. Todos los caniches ladran con acritud a la menor ocasión, pero sobre todo cuando no ocurre nada. Siguen a su amo trotando sobre sus cuatro patas rígidas, sin mover el resto de su tronquito en forma de salchicha. Sobre todo, tienen unos ojillos negros y malvados, hundidos en unas órbitas insignificantes. Los caniches son feos y tontos, sumisos y fanfarrones. Así son los caniches.

Por ello la pareja de porteros, metaforizada en su totémico can, parece privada de tales pasiones como el amor y el deseo y, como el propio tótem, destinada a ser por siempre fea, tonta, sumisa y fanfarrona. Si bien ocurre que en ciertas novelas los príncipes se enamoren de las obreras o de las princesas de las galeras, nunca se da el caso, entre un portero y otro, incluso de sexos opuestos, de romances como los que viven los demás y que merecerían relatarse en alguna parte.

No sólo no tuvimos nunca ningún caniche, sino que también creo poder decir que nuestro matrimonio fue feliz. Con mi marido pude ser yo misma. Recuerdo con nostalgia las mañanas de domingo, esas benditas mañanas pues eran las del descanso, en las que, en la cocina silenciosa, él se tomaba su café mientras yo leía. Me casé con él a los diecisiete años, después de un cortejo breve pero adecuado. Trabajaba en la fábrica, como mis hermanos mayores, y a la salida a veces se venía con ellos a casa para tomar un café o una copita de licor. Por desgracia, yo era fea. Sin embargo, ello no habría sido en absoluto decisivo si mi fealdad hubiera sido como la de las demás. Pero mi fealdad tenía la crueldad de que era sólo mía y de que, despojándome de toda frescura cuando aún no era siquiera una mujer, a los quince años me confería ya la apariencia que tendría a los cincuenta. La espalda encorvada, la cintura ancha, las piernas cortas, los pies torcidos, el vello abundante, los rasgos toscos, en fin, sin gracia ni contornos, se me podrían haber perdonado en beneficio del encanto propio de toda juventud, aun ingrata; pero, en lugar de eso, a los veinte años yo ya parecía una vieja pretenciosa y aburrida.

Por ello, cuando las intenciones de mi futuro marido se precisaron, y ya no me fue posible ignorarlas, me abrí a él, hablando por vez primera con franqueza a alguien que no fuera yo misma, y le confesé mi perplejidad ante la idea de que pudiera querer casarse conmigo. Era sincera. Hacía tiempo que me había acostumbrado a la perspectiva de una vida solitaria. Ser pobre, fea y, por añadidura, inteligente, condena en nuestras sociedades a trayectorias sombrías y desengañadas a las que más vale resignarse lo antes posible. A la belleza se le perdona todo, incluso la vulgaridad. La inteligencia ya no se ve como una justa compensación de las cosas, una manera de restablecer el equilibrio que la naturaleza ofrece a los menos favorecidos de entre sus hijos, sino como un juguete superfiuo que realza el valor de la joya. En cuanto a la fealdad, siempre se la considera culpable, y yo estaba condenada a ese destino trágico con el dolor que precisamente me confería mi lucidez.

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