Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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Comprobó por encima que todo estaba en orden en la vivienda. No se puso los guantes de trabajo. Bajó al sótano empuñando la linterna y el fusil. Tampoco allí notó el menor cambio.

Metió la mano en una caja cualquiera. Esperaba fotos, pero sus dedos tocaron algo lanoso. Asustado, retrocedió dando un respingo. Iluminó el interior de la caja con la linterna. Era un animal de peluche que nunca había visto. Un oso de color verde oscuro sin el ojo izquierdo y con la oreja derecha mordisqueada. Estaba sucio. Por la parte trasera asomaba una cuerda. Jonas tiró de ella y comenzó a sonar una melodía.

Se estremeció. La melodía lo conmovió hasta la médula. Escuchó los acordes, petrificado. Ding-dang-dong , una campanita argentina ejecutaba un tema sentimental. Después concluyó, y automáticamente sus dedos volvieron a tirar de la cuerda.

De la nada le llegó el reconocimiento de que había sido su reloj musical. Cuando era un bebé esa melodía lo había acompañado hasta dormirse. En ese momento recordó de qué canción se trataba. Siendo bebé la había escuchado noche tras noche. No sabía nada de ella, pero una parte de él conocía esa melodía como pocas.

Lía, lea, lúa, está mirando el hombre de la luna .

De repente llegó la fiebre.

Se presentó en cuestión de segundos. Se sintió mareado. Al llevarse la mano a la frente, notó en el acto cómo oleadas de calor arrasaban su cuerpo. En cualquier momento le fallarían las piernas. La cosa era seria. Ya no lograría llegar a casa. El mero hecho de abandonar el sótano sería un éxito.

Con un gesto casi interminable se metió el reloj musical debajo de la camiseta, consciente del peligro que entrañaba ese movimiento. Se concentró en no ceder, en continuar moviéndose, en no prestar atención al bramido que crecía en su interior.

Se remetió la camiseta por el pantalón y se giró. Apoyándose en el fusil y dejando que la linterna se bambolease colgada de su muñeca, caminó con paso torpe hacia la salida. Las oleadas calientes en su interior cobraron fuerza. Respiraba por la boca. A los dos metros se detuvo a tomar aliento.

Logró llegar al arranque de la escalera. En el segundo peldaño se le doblaron las piernas. Se apoyó con las manos, pero se cayó. Sin preocuparse de la suciedad ni de las telarañas, presionó la cabeza contra la pared. Notó un agradable frescor.

Se apagó la luz de la escalera. Un ventanuco del entresuelo proyectaba unos débiles rayos de sol sobre la escalera. Transcurrió un rato hasta que logró encender la linterna colgada de su muñeca. Una intensa mancha de luz tembló sobre el suelo de piedra.

Se sintió un poco mejor. Se obligó a levantarse. Todo le daba vueltas. El corazón parecía salírsele del pecho.

Fue subiendo peldaño a peldaño agarrado a la barandilla, mientras intentaba aplacar la voz aterrada de su interior.

No iba a morir. Sería absurdo. Desplomarse de un infarto en la escalera, eso no sucedería.

Mientras subía cojeando a la vivienda, se esforzaba por ignorar la breve intermitencia, siempre periódica, de los latidos de su corazón. No pensaba en nada. Ponía un pie delante del otro, inspiraba, expiraba. Descansaba. Continuaba.

Agua, pensó después de haber atrancado la puerta tras él. Necesitaba beber.

Encontró una aspirina en el bolsillo del pantalón. El envase estaba sucio y arrugado. No era de la farmacia de la calle Himmelpfortgasse, debía llevarla consigo desde hacía más tiempo. Los demás medicamentos estaban en el coche. Le habría dado igual que estuvieran en otro continente.

Disolvió la aspirina en agua y se la tomó.

Encontró dos botellas de limonada vacías. Tras lavarlas, las llenó de agua y emprendió con ellas el largo camino hasta el dormitorio. Dejó el fusil en la entrada. Pesaba demasiado.

No lo recibió el tictac del reloj de pared, ya estaba empaquetado. En los lugares que habían ocupado las estanterías, el papel pintado clareaba. La cama estaba sin ropa. Las mantas protegían la vajilla en las cajas que estaban fuera, en el camión. Tenía que arreglárselas sin cubrecama, al fin y al cabo era verano.

Se tumbó sobre el colchón. Casi en ese mismo instante llegaron los escalofríos. Comprendió que había cometido un error. En lugar de atormentarse para llegar a la vivienda, habría debido meterse en el coche y encender la calefacción.

Tiritando, cayó en un sopor que no supo si duró diez minutos o tres horas. Cuando salió de él, le castañeteaban los dientes. Su brazo, contrayéndose en un tic incontrolado, golpeó contra la pared. Jonas agarró el segundo colchón del armazón de la cama y se lo colocó encima.

Otra vez descendiendo. Su mente tenía que plasmar dibujos y trazar líneas. Ante él surgían figuras geométricas. Cuadrados. Hexágonos. Dodecágonos. Le atormentaba el deber de dibujar dentro líneas rectas, aunque no con un lápiz, sino con una mirada que dejaba vestigios en el acto. Además, tenía que descubrir el punto decisivo de un campo de tensión que por una parte mantenía unida la figura geométrica y por otra era intangible por influencia del magnetismo. El magnetismo parecía ser la fuerza más poderosa de la Tierra. Continuamente se le presentaban nuevas figuras, llegaban volando sin tregua y él tenía que trazar líneas y encontrar puntos por doquier. Para colmo de males ambas actividades se fundían cada vez más en una, sin que él acertara a comprender cómo.

La lamparita de la mesilla de noche estaba encendida. Fuera estaba oscuro. Bebió un sorbo de agua. Le dolía y tuvo que esforzarse. Yació media botella. Se dejó caer hacia atrás.

Los escalofríos habían cedido. Se llevó la mano a la frente. La fiebre era muy alta. Se puso boca abajo. El colchón estaba impregnado del olor de su padre.

Ya no tenía que vérselas con hexágonos ni dodecágonos, sino con formas que excedían su capacidad de comprensión. Sabía que soñaba, pero no encontraba la salida. Continuaba obligado a trazar líneas y encontrar el punto magnético central. Llegaba hasta él forma tras forma. Trazaba recta tras recta, reconocía punto tras punto. Se despertaba lo justo para darse la vuelta. Veía a las formas abalanzándose sobre él, pero no podía rechazarlas. Estaban allí. Por todas partes. Ya llegaba la próxima, mientras la siguiente acechaba.

A eso de medianoche acabó la botella. Estaba seguro de haber oído muy poco antes rumores procedentes del cuarto de estar. Rodar de bolas de hierro. Una puerta cerrándose. Una mesa movida por alguien. Le vino a la mente la señora Bender. Recordó que ella nunca había estado en esa vivienda. Le habría gustado levantarse para echar un vistazo.

Tenía frío. Olía a rayos y notaba un frío espantoso. Oyó una voz. Abrió un ojo. Reinaba una oscuridad casi absoluta. Por un ventanuco penetraba un resplandor cuya intensidad revelaba que fuera alboreaba. El ojo volvió a cerrarse.

Conocía ese olor.

Se frotó los brazos. Le dolía todo. Tenía la impresión de yacer sobre piedras. Oyó de nuevo una voz e incluso pasos, muy cerca. Abrió los ojos, que se acostumbraron despacio a la oscuridad. Vio una valla de madera. Entre las estacas asomaba un bastón adornado con tallas.

Yacía realmente encima de piedra. Sobre tierra apisonada y piedra.

A pocos metros de distancia oyó voces y tintineo de vasos. Se cerró una puerta y los sonidos enmudecieron. Poco después otro crujido de la puerta. Una voz de mujer dijo algo. La puerta se cerró, los sonidos se desvanecieron.

Se levantó y fue hacia allí.

Llegó en el momento adecuado. En el centro del oscuro pasillo volvió a oír, justo a su lado, el crujido de la puerta. Un hombre dijo algo, sonó como una felicitación. Tras él se elevaron alegres carcajadas. Debían ser docenas de personas. Una estridente voz femenina se sumó a la del hombre. Conversaron en tono animado, hasta que el tintineo de los vasos resonó de nuevo.

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