Durante el desayuno comenzó a recordar poco a poco el sueño de la noche anterior. Tomó lápiz y cuaderno de notas para describirlo al menos a grandes rasgos.
Había llegado a una cueva inundada de una luz roja oscura en la que no se veía más allá de unos metros. Había otras personas a su alrededor, pero no lo veían y él no podía comunicarse con ellos. La cueva bordeaba una roca. Consistía en un cubo de treinta metros de altura y de la misma anchura en todos los lados. El pasadizo que rodeaba el cubo tenía dos metros de anchura.
Subió por una escala de cuerda. Arriba lo esperaba una meseta. El techo de la cueva estaba a unos siete metros por encima. Los focos colocados en él irradiaban una luz roja mortecina.
Divisó tres cuerpos sobre la meseta. Una parejita joven a un lado, un hombre joven al otro. Reconoció a los tres. Había ido con ellos al colegio. Debían llevar años muertos, pues tenían un aspecto espantoso. A pesar de ser esqueletos, tenían rostro. Un rostro desencajado y miembros contraídos. Tenían la boca abierta, los ojos salidos de sus órbitas y las piernas retorcidas. Pero eran esqueletos.
El hombre solo era Marc, que durante cuatro años se había sentado a su lado en el colegio. Pero la cara no era la suya. Jonas la conocía, pero ignoraba a quién pertenecía.
Ninguno de los policías y enfermeros que deambulaban por allí hablaba con él y él tampoco era capaz de dirigirles la palabra. De un modo enigmático, mudo, se enteró de que los tres habían sido envenenados o se habían envenenado a sí mismos con raticida. La estricnina provocaba horribles convulsiones y un final atroz.
Hacía calor en ese cubo de roca encerrado en la cueva. Calor y silencio. Sólo de vez en cuando se oía un ruido. Como si el viento agitase un toldo de plástico.
Y los cadáveres estaban allí.
Los rostros de los muertos aparecieron de repente justo delante de él. Al instante siguiente dejó de verlos.
Comprendió que eso tenía algo que ver con él. Allí había algo oculto . Raticida, cueva , anotó . Laura, Robert, Marc muertos. Rostro de Marc desconocido. Convulsiones, descomposición. Silencio. Luz roja. Una torre. Presentimiento: en pared rocosa bestia lobuna emparedada. Detrás lo peor de lo peor .
Al final de la manzana en el quinto piso halló una vivienda abierta que le pareció adecuada. La vista desde el balcón era ideal, allí podía colocar incluso dos cámaras. Anotó la dirección y marcó el lugar en el plano de la ciudad.
Al puente Heiligenstädter le asignó otras dos cámaras. Una debía filmar Brigittenauer Lände; la segunda, al otro lado, recogería el puente mismo y la salida hacia Heiligenstädter Lände. Si instalaba otra en Döblinger Steg que filmase el puente, no sólo completaría las tomas sino que obtendría también imágenes interesantes, y en esa zona sólo tenía que utilizar una única vivienda ajena.
Spittelauer Lände, Rossauer Lände, Franz-Josef-Kai, Schwedenplatz. Con el coche parado en las vías del tranvía, anotó allí la decimotercera cámara en su plano. Eso significaba que era hora de dedicarse a la otra orilla del canal.
Se volvió a la velocidad del rayo.
Soplaba el viento. El follaje de los árboles susurraba junto a los puestos de salchichas.
La plaza estaba inmóvil. El escaparate de la farmacia, oscuro. La heladería. La bajada a la estación de metro. La calle Rotenturm.
Giró en redondo. Inmovilidad por doquier. Habría jurado que había oído un ruido indefinido. Producido por alguien.
Simuló que escribía en su cuaderno de notas. Mientras giraba los ojos a derecha e izquierda hasta que le dolieron, vigiló con la cabeza gacha, esperando por si se repetía el ruido. Se volvió de repente una vez más.
Nada.
Cruzó el canal del Danubio. Reservaba la cámara 14 para el cruce del puente Schwedenbrücke con Obere Donaustrasse. En la esquina con Untere Augartenstrasse inspeccionó un edificio con el fin de aprovechar una vez más una posición más elevada para la cámara. Encontró dos pisos abiertos. Optó por el de arriba. Apenas contenía muebles y sus pasos por el viejo parqué resonaban por las habitaciones.
El trayecto llevaba desde Obere Donaustrasse hasta la plaza Gaussplatz y desde allí hasta la calle Klosterneuburger, que desembocaba en Brigittenauer Lände. La penúltima cámara debía filmar desde el norte el cruce de la calle Klosterneuburger con Adalbert Stifter. La última era al mismo tiempo la cámara 1: la instalaría en Brigittenauer Lände, a cincuenta metros de la puerta de su edificio, dirigida al puente Heiligenstädter.
Cerró el cuaderno de notas. Tenía hambre. Dio unos pasos hacia la puerta del edificio y se volvió de nuevo.
Algo le inquietaba.
Subió al coche y bloqueó las puertas.
Al pasar con el automóvil observó que la puerta de un edificio estaba abierta. Dio marcha atrás. Era la entrada del Hotel Haas de Margaretenstrasse.
– ¡Salga de ahí!
Esperó un minuto, mientras intentaba memorizar los detalles de la calle.
Entró en el hotel, escudriñando las estancias. Al mismo tiempo recordó que había estado allí una vez, con Marie. Años antes. La comida no fue nada del otro mundo y el comedor estaba abarrotado. En la mesa vecina los molestó una ronda de borrachos aficionados a las carreras de caballos con mucho oro en cuello y muñecas que discutían a voz en grito las posibilidades de diferentes caballos, a la vez que uno intentaba impresionar a los demás alardeando de sus conocidos de postín.
Un amigo interesado por la cinología había explicado a Jonas una vez por qué algún perro pequeño se abalanzaba contra congéneres mucho más fuertes a despecho del riesgo. Eso estaba motivado por la degeneración. La raza del perro había sido antaño de mucha más corpulencia. En la conciencia del animal aún no había arraigado que ya no medía noventa centímetros de alzada. El pequeño perro creía en cierto modo que era tan grande como el otro, y lo atacaba sin miedo a la derrota.
Jonas no había averiguado si esta teoría se basaba en conocimientos científicos o si su amigo desbarraba. Pero una intuición fugaz pasó por su mente: a los austríacos les sucedía exactamente lo mismo que a esos perros.
Mientras vagaba por la vivienda medio vacía, le entraron ganas de seguir trabajando. Se sentía bien, no tenía molestias, nada lo desaconsejaba.
Sacó el carro del camión. Comenzó por las piezas más ligeras. Un baúl de ropa, una lámpara de pie, la última estantería que quedaba. Avanzaba con rapidez. Sudaba, pero su aliento apenas se aceleraba más de lo habitual. Secadora, televisión, mesita baja, mesillas de noche, todo desapareció poco a poco en el camión. Al final ya sólo quedaban la cama y el armario ropero.
Contempló el armario, apoyado en la pared con los brazos cruzados. Tenía muchos recuerdos vinculados a ese mueble. Conocía el crujido que se oía al abrir la hoja izquierda de la puerta, y que recorría toda una escala de arriba abajo. Sabía cómo olía su interior. A cuero, a ropa limpia. A sus progenitores. A su padre. Durante años, cuando estaba enfermo, permanecía toda la jornada en el sofá al lado de ese armario, porque su madre no quería ir al dormitorio a llevarle tisanas y tostadas. Seguro que aún se podían descubrir huellas de aquella época.
La lámpara del techo tenía una bombilla de bajo consumo. La luz era demasiado sombría como para distinguir algo. Sacó la linterna e iluminó la pared lateral del armario. Se distinguieron claramente las incisiones en la madera clara. Cifras y letras angulosas, grabadas con una navaja.
8-4-1977. Dolor de tripa. Sombrero mamá. Amarillo. 22 -11- 1978. 23-11-1978. Gripe. Tisana. Regalo coche Fittipaldi. 1 2- 6-1979. 13-6-1979. 15-6-1979. 21-2-1980. Saltos de esquí .
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