Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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Un accidente de automóvil en el que salía con un par de rasguños de un coche destrozado, mientras los cadáveres yacían a su alrededor. Un teja caía a su lado y mataba a un desconocido. Una toma de rehenes en un banco en la que un rehén tras otro morían a tiros hasta que la policía asaltaba el edificio y lo salvaba. La locura homicida de un perturbado. Un atentado terrorista. Una riña a cuchilladas. Veneno en el restaurante.

Su deseo era superar un peligro a los ojos de todos. Ostentar el galardón de haber superado una dura prueba.

Había deseado ser un superviviente.

Un elegido.

Y ahora lo era.

No era difícil avanzar por la Isla del Danubio, pero temía pasar por alto algo importante, así que emprendió el camino a pie. Pronto se topó con una tienda que alquilaba ciclomotores y bicicletas. Recordó haber alquilado allí con Marie uno de esos coches a pedales que se usaban en las playas italianas.

No estaba cerrada. Las llaves de los ciclomotores colgaban de la pared. Cada una llevaba pegada una nota con el número de matrícula.

Se sentó en una Vespa verde oscura que le hubiera gustado conducir a los dieciséis años. Sus padres no disponían de ahorros. El dinero de su primer trabajo en vacaciones sólo había alcanzado para una vieja Puch DS 50. Y cuando a los veinte se compró un Mazda usado, fue el segundo propietario de coche en la familia después del tío Reinhard.

Rodó por las calles asfaltadas de la isla sujetando el fusil entre las piernas. De nuevo le asaltó la sensación de que algo no encajaba. No faltaban solamente las personas. Echaba de menos algo más.

Tras apearse, se aproximó a la orilla y colocó las manos en forma de bocina junto a la boca.

– ¡Hola!

No gritó por creer que alguien pudiera oírle, pero por un momento disminuyó la opresión que sentía en el pecho.

– ¡Hola!

Chutaba piedras por delante de él. La gravilla chirriaba bajo sus pies. Se acercó demasiado al agua, se hundió y se le mojaron los zapatos.

Su entusiasmo por la búsqueda del objeto rojo había desaparecido. Le parecía absurdo buscar un jirón de plástico que había pasado flotando días antes. No era una señal. Era un trozo de basura.

El frío arreciaba. Nubes oscuras se acercaban deprisa. El viento azotó las hierbas altas que crecían al borde del camino. Jonas tuvo que pensar en el teléfono de casa. Cuando las primeras gotas palmotearon su rostro, dio media vuelta.

8

Se despertó sobresaltado de una pesadilla. Transcurrieron unos confusos segundos hasta que comprendió que era por la mañana temprano y que yacía delante del teléfono. Se dejó caer en el colchón.

Había soñado que la gente volvía en masa a la ciudad. Él iba hacia ellos. Venían por el camino en fila india y formando pequeños grupos, como si fuesen personas que regresaban a casa después de un partido de fútbol.

No se atrevió a preguntarles dónde habían estado. Ellos no le prestaban atención, pero oía sus voces, sus risas, las bromas que se gastaban a gritos. No se acercó a más de diez metros. Él caminaba por el centro de la calle. Ellos pasaban de largo a derecha e izquierda. Cada vez que intentaba llamar la atención sobre su persona, le fallaba la voz.

Se sentía hecho polvo. No sólo porque había vuelto a pasar la noche delante del teléfono, sino porque tampoco había conseguido desvestirse.

Comprobó que el auricular estaba bien colgado.

Mientras buscaba pan integral en el cajón inferior de la cocina, su trasero chocó violentamente contra la nevera. El teléfono móvil que llevaba en el bolsillo del pantalón recibió un golpe. Aunque era improbable que hubiera sufrido daños, lo sacó para revisar su funcionamiento. Tenía que permanecer intacto a cualquier precio. Lo que no podía perder era la tarjeta SIM.

Había vuelto a guardarse el aparato cuando le asaltó una atroz sospecha. Revisó la lista de llamadas con dedos temblorosos. Presionó «Números marcados». La primera anotación mostraba el número de su teléfono fijo. Marcado el 16 de julio a las 16:31 horas.

Se abalanzó al teléfono. Pisoteando el colchón revolvió en un montón de papeles antes de descubrir la nota bien visible encima de la agenda de direcciones.

16:42 horas. 16 de julio.

Deambuló sin rumbo por la ciudad a pesar de que se había propuesto trabajar en la vivienda de su padre. Tomó Handelskai en dirección sur. Cuando pasó junto a Millennium Tower, alzó la vista. El sol le deslumbró. Dio un volantazo. El coche se bamboleó ligeramente. Pisó el freno a fondo. Se deslizó a velocidad más sosegada. Su corazón latía con fuerza.

Observó desde la lejanía que su pancarta aún giraba alrededor de la Torre del Danubio. Condujo hasta la entrada. No se atrevió a salir del coche. Sus ojos buscaron una señal de que su bandera hubiera atraído a alguien. Encima de él el café retumbaba al girar: un aullido rítmico que a intervalos regulares acallaba un crujido. Intuyó que no tardaría mucho en salir todo volando allí arriba.

Cruzando el Reichsbrücke, llegó a Lassallestrasse. Dos minutos después se detuvo ante la noria gigante. Con el fusil en las manos echó un rápido vistazo. Hacía calor y no corría aire. No se divisaba una sola nube.

Convencido de que no le amenazaba ninguna sorpresa del exterior, pasó junto al café para dirigirse a la oficina de la noria. La cabina de mando se encontraba detrás de una puerta discreta en la tienda donde se ofrecía a los turistas una reproducción en miniatura de la noria gigante y otras baratijas.

Examinó la caja de mandos, del tamaño de una pizarra escolar. A diferencia de la Torre del Danubio, allí no había letreros. No obstante comprendió pronto que el botón amarillo conectaba y cortaba el suministro de corriente a todo el sistema. Después de haberlo pulsado, las lámparas se iluminaron. Un anuncio eléctrico parpadeó. Apretó otro botón: la góndola inferior, que veía a través de un escaparate desde su sitio junto a los pupitres, se puso en movimiento.

Encima de una de las mesas había un rotulador. Escribió con él su número de teléfono sobre la pantalla de un ordenador. También dejó una nota en la puerta antes de guardarse el rotulador en el bolsillo de la pechera de su camisa.

Se acercó paseando hasta el siguiente puesto de salchichas, el mismo que había visitado en su última visita. Sacó de un estante una bolsa de colines. Desayunó sin apartar la vista de las barquillas.

¿Y si se montaba?

Peinó a pie el terreno del parque de atracciones Wurstelprater. Puso en marcha todo lo que pudo. No siempre logró averiguar el sistema de funcionamiento, pero sí con la frecuencia necesaria para que el parque de atracciones estuviera pronto repleto de música y barullo. Ciertamente no podía compararse con el volumen de sonido de antes. No había puesto en marcha bastantes carruseles y alfombras voladoras para eso. Además, faltaba la gente. Pero si cerraba los ojos, con un poco de buena voluntad podía entregarse a la ilusión de que todo era igual que antes. De que estaba cerca de la fuente, rodeado de desconocidos divirtiéndose. Enseguida compraría una mazorca de maíz hervida. Y por la noche, Marie regresaría de Antalya.

Volvió a trasladar el colchón al dormitorio. Cambió las sábanas. Limpió el suelo delante del teléfono. Metió en una bolsa de basura los envases vacíos de patatas fritas y las chocolatinas abiertas diseminadas por el suelo. Tiró asimismo los botes de bebida. Barrió y por último fregó los cercos sucios y pegajosos de los vasos en el parquet. Mientras lo hacía, se propuso no volver a abandonarse tanto. Debía mantener el orden, al menos entre sus cuatro paredes.

Montó la videocámara delante del lecho. La puso en marcha. El encuadre no era favorable. Aunque más tarde podría observar cada detalle de sus gestos, sólo sacaría partido de ese vídeo si superaba el reto de pasar toda la noche tumbado inmóvil.

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