Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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ESTOY AQUÍ CON UNA ROSA EN LA MANO. ACABABA DE PINCHARME CON UNA ESPINA, había comunicado su madre muerta por boca del médium.

VIVIMOS EN UNA HERMOSA CASA CON UN ESPLÉNDIDO JARDÍN, había informado una amiga fallecida.

TODO ES VASTO, Y HAY MUCHAS HABITACIONES, decía un tío. EN EL INTERIOR ESTÁ EL EXTERIOR, Y LO QUE ES ARRIBA ES ABAJO.

Sostenía un sombrero entre sus manos con expresión preocupada, describió el médium. Inquirió si había alguna explicación para lo del sombrero.

Entonces la señora Bender relató por enésima vez que ese sombrero había reposado encima de su cadáver. Que nadie sabía de qué había muerto. Él mismo se había negado a proporcionar ninguna información al respecto. Lo más sorprendente de todo era que nadie, excepto ella y los demás parientes, conocía el detalle del sombrero.

Jonas obedecía complacido la invitación de su madre a jugar una hora en casa de la señora Bender, a pesar de que después, durante unos días, los rincones de la casa le asustaban todavía más. Había escuchado allí muchas cosas interesantes y misteriosas. Por ejemplo: la advertencia de que si se dejaba un magnetofón funcionando por la noche, la cinta grababa las voces de muertos. O que los muertos se hacían de vez en cuando visibles durante una fracción de segundo en la habitación. Que a menudo uno presentía que allí había algo, una sombra, un movimiento, y que haría bien no descartando que había visto un fantasma. Ocurría no pocas veces, añadió.

Además ella le había prometido que se le aparecería después de su muerte para contarle cómo era el más allá, pero debía prestar atención a pequeñas señales. Ella no sabía si podría visitarle con su figura.

Había muerto en 1989.

Desde entonces no había sabido nada de ella.

A lo lejos se oyó una fuerte sacudida. Pisó el acelerador a fondo.

Tras una cierta resistencia miró por el retrovisor. No había nadie sentado. Volvió la cabeza. Nadie estaba detrás de él.

Poco después de guardar en el coche la última cámara que había dejado al aire libre, estalló la tormenta. Aunque no le apetecía volver a circular, decidió, pese a la tormenta, ir a recoger las demás. Primero se dirigió al Burgtheater, después a Hollandstrasse. Allí cerró las ventanas para que la lluvia, que se estrellaba casi en horizontal contra el cristal, no causara daños en la vivienda.

Finalmente paró delante de la Millennium Tower. Subió corriendo por la escalera mecánica empuñando el fusil. Cuando se disponía a entrar en el ascensor, resonó un formidable estampido. Tenía que haber caído muy cerca. La puerta del ascensor se cerró delante de sus narices. No pulsó por segunda vez el botón de llamada. El riesgo de que se fuera la luz y la cabina quedase detenida entre la décima y la vigésima planta se le antojaba demasiado elevado.

En el Nannini se preparó un espresso y se acomodó con la taza ante una de las mesas situadas delante de la puerta. A su derecha estaba la tienda de electrónica de dos pisos. A la izquierda, el acceso a otras zonas comerciales. Delante de él, la escalera mecánica conducía abajo, y a su espalda se alzaba la torre.

Jonas echó la cabeza hacia atrás para alzar la mirada hacia la punta. Apenas se veía, todo estaba borroso. La lluvia repiqueteaba sobre el techo de cristal que cubría el centro comercial.

Solía sentarse con Marie en una de esas mesas. A pesar de que las tiendas de Millennium City no atraían a la clientela más elegante, a ellos les gustaba comprar allí.

Fue al café. Llamó a los parientes de Marie en Inglaterra por el teléfono situado detrás del mostrador. No se oyó nada excepto los extraños timbrazos.

Si al menos se pusiera en marcha el contestador automático de su móvil, escucharía su voz. Pero sólo oía los timbrazos.

Después de haber escuchado la tercera casete de audio se notaba tan cansado que se dio una ducha fría para refrescarse. No había encontrado nada en ninguna cinta. No obstante, tampoco le apetecía acostarse, se moría de curiosidad. Ya dormiría a pierna suelta al día siguiente.

Hacía rato que la ciudad estaba a oscuras. La tormenta había concluido y la lluvia también cesó pronto. Jonas bajó las persianas. En la pantalla bailaban, mudos, los jóvenes berlineses.

Se preparó un bocado. Antes de sentarse nuevamente con el plato en el sofá, se estiró y giró los hombros. Un dolor punzante estremeció su cuerpo de la espalda a la cabeza. Pensó en la señora Lindsay, invadido por la nostalgia.

Poco después de la una colocó la casete número cinco y una hora después la sexta. El radiodespertador marcaba las 3:11 horas cuando Jonas pulsó por séptima vez el play.

Tras haber escuchado esa cinta, cayó en un estado de grave alteración. A la sexta casete comenzó a pasear por el cuarto de estar haciendo ejercicios gimnásticos. No oír nada a pesar de aguzar los oídos resultaba descorazonados No conseguía ahuyentar la impresión de que de su conducto auditivo brotaba un líquido. Cada pocos minutos se tocaba el oído para comprobar si tenía sangre en los dedos.

De un modo más inconsciente que consciente puso la cinta que había registrado su sueño.

Se aproximó a la ventana y separó las lamas de la persiana con dos dedos. Había algunas ventanas iluminadas. La de enfrente la conocía, pertenecía a la vivienda que había visitado.

¿Estaría en ese momento ahí enfrente todo en su sitio?

A las cuatro y media oyó ruidos en la casete.

7

Trabajó durante dos horas hasta que ya no pudo ignorar los gargarismos y gruñidos de su estómago. Comió y prosiguió su trabajo sin pararse a pensar.

Por la noche, apestando a sudor, se enfadó por un largo desgarrón en su pantalón. A cambio, nada en el cuarto de estar y en el de los niños le recordaba ya a la familia Kästner. En la cocina, por el contrario, no había tocado nada.

Recorrió despacio la vivienda con las manos cruzadas a la espalda. De vez en cuando asentía. Nunca había visto su antiguo hogar en ese estado.

En casa volvió a gruñir su estómago. Comió pescado congelado, que constituía sus últimas provisiones.

Tras un prolongado baño, se embadurnó de crema el hombro derecho. El peso del fusil le había desollado la piel. Para dar un descanso al hombro derecho, desde el día anterior llevaba la correa sobre el izquierdo, pero el trabajo de ese día había acabado irritándole la zona.

Sacó de la lavadora la ropa mojada. Mientras colgaba en el tendedero una prenda tras otra, su mirada caía a veces sobre el magnetofón, pero apartaba la vista rápidamente.

Mientras bailoteaba sin saber qué hacer, recordó el nuevo contestador automático. Las instrucciones de uso eran breves y comprensibles. Podía grabar enseguida el texto del mensaje.

– Buenos días. Quienquiera que escuche esto que se presente aquí. Mi dirección es… Mi teléfono móvil… Si no puede acudir, dígame dónde encontrarle.

Marcó el número fijo con el móvil. Repiqueteó el teléfono. Lo dejó que sonara. Al cuarto timbrazo saltó el contestador. Con el móvil pegado a la oreja, oyó en estéreo:

– Buenos días. Quienquiera que escuche esto que se presente aquí…

Ya está, se dijo.

Contempló la Love Parade desde el sofá con una copa del licor de huevo de Marie. Los últimos rayos de sol brillaban a través de las persianas medio cerradas.

Sabía que si quería escuchar la casete, tenía que ser ahora.

Rebobinó, avanzó, volvió a retroceder. Por casualidad encontró justo el momento en el que resonaba el primer ruido. Un crujido sordo.

Minutos después oyó un murmullo.

Era su propia voz. Tenía que ser su voz. ¿De quién si no? Pero no la reconocía. De los aparatos brotó un «hipp» breve, extraño, hueco. Luego retornó el silencio. Minutos después oyó murmullos. Esta vez más prolongados. Sonaban como una salmodia.

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