Fernando Savater - La vida eterna

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Ya terminando de leer “La vida eterna” de Fernando Savater otro libro interesante mas que nos brinda este filósofo español, queda en el aire esa hambre, cada buen filósofo allegado a nosotros “los corrientes” genera hambre de reflexión.
En estos momentos mi abuela me dice preocupada (siempre preocupada cuando la naturaleza se desboca) que en Australia cayo un lluvia de rayos. Como el fin para ciertos grupos de cristianos es un acto y quizás el acto más importante, es inminente estar atento a los signos de los tiempos, cuando la naturaleza aprieta, el cristiano se prepara. Existen distintos males y Spinoza ya lo había descubierto, si un rayo me cae es malo para mí y no es malo en sí. Ahora si un tirano nos encarcela es otro asunto. Un asunto de voluntad (Aunque Spinoza lo relegara a un asunto de irracionalidad pasional ya que como todos formamos parte de “Dios” o mejor dicho de la naturaleza, en su panteísmo matemático, no existiría el mal aunque también no existiría el libre albedrio), incluyo a Spinoza arbitrariamente por que su explicación filosófica fue sino la mas verídica por lo menos para mi la mas “bella”.
Savater nos introduce aquí y con gran maestría al tema de la religión, su sentido y su relación con el afán de inmortalidad. Comienza el libro con algo que a mi también me inquietaba tiempo atrás, El autor nos cuenta al comienzo lo que sufrió sentado en un avión al lado de eso nuevos tipos de pensamiento religioso, nuevos en tanto ya no encerrados en el dogma católico que cansa y aburre sino en esas posturas que versan de “espirituales”, esas verdades que llegan como revelaciones (“el new age” y todos sus juegos derivados ya sean, cartas, runas, cabaret místicos etc, etc. que son una nueva forma post moderna de sacralidad)
Este tipo le explicaba a otra niña cercana frases como “el cuerpo es nuestro mejor amigo, aunque no hay que olvidar que es nuestro caparazón, ¿que cuerpos elegiremos después de este?, etc, etc”. Sinceramente yo también he escuchado insistentemente estos diálogos en personas incluso muy inteligentes influenciadas en libros de autoayuda, cosas como el camino del alma al morir,etc, etc. Y uno se pregunta ¿como estos señores pueden saber esto? y además soltarlo con tanta naturalidad como si se tratara de matemática analítica.
Reconozco que en mi pasado las personas que me decían que al morir uno simplemente se degradaba, que mas allá no hay nada, con una intuición quizás muy pragmática, me producían angustia, las encontraba vacías, sin sentido y sin rumbo, personas secas que no sabían de lo que se trataba esto de pertenecer a la humanidad.Yo quizás envalentonado con ser un tipo con un poco mas de espiritualidad me sentía que poseía el sentido, que comprendía a cabalidad del sentido humano. Cuan equivocado estaba, no por que ahora yo sea el iluminado que sepa que hay más allá, sino en el caer en ese viejo truco de sentirse espiritual contra el pobre hombre vacio que se vuelve polvo. Todo gira en el terror a perderse, es mucho mas honesto con la especie reconocer que uno se muere y ya, mucho mas natural y honesto que inventarse lugares (ya sea paraíso nirvanas y demases) en el mas allá donde repose o se maltrate mi conciencia. Por que efectivamente el poder del concepto espiritual es tan fuerte y arraigado, incluso desde los primeros hombres que comenzaron a enterrar a sus muertos, que reconocer que uno pasa por acá como una materialidad cumpliendo su “misión” (o degenerándola) para luego perderse para siempre nos produce angustia, resignación, rebeldía. Nuestro léxico espiritual surge de esa rebeldía, de esa impotencia a perderse. Es tan fuerte esa necesidad que nos lleva a descuidar al mundo, nuestro mundo vital nuestra oportunidad de vivirlo y mejorarlo. Las leyes y reglas morales surgen de ese necesidad de ese vacio a la muerte, un ser inmortal prescindiría de ella, (como lo hacían los dioses paganos)en suma la eternidad y todo lo que suene a más allá, es un concepto totalmente reñido con “lo humano”.
Se apela al concepto “espiritual” para denotar profundidad, ética, sentimiento, frente a la fría razón. Al Frankenstein calculador que lleva su vida fría, que solo espera -previo a devorarlo todo- hacerse polvo para perderse para siempre, se enfrenta el ser profundo que espera algo mas allá de este frio mundo, que quiere volar en el éter eterno, que quizás quiere reencarnarse en otro ser.
Lo que el espiritual no reflexiona que la única forma – o la mas genuina- de conseguir un mundo con mas sentido, mas justo y diverso es a través de la razón, de guiarnos por cosas que nuestro intelecto por humilde que se presente a lo desconocido sea capaz de comprender. El señor que sabe que el alma se transforma en un pájaro, que uno tiene un grabador en la cabeza y otras historias como esas no hace nada mas que impedir el dialogo, el trae con tanta seguridad la verdad, develada intuida o revelada que no es necesario pensar, es pecado pensar, es frio y estrecho, lo espiritual supera al frio cerebro. Savater propone, muy acertadamente a mi juicio, buscar una sacralidad en algo que no sea sobrenatural, en lo que nos reconocemos como humanos, en los valores que se someten al juicio crítico, en un ejercicio arriesgado pero no menos alentador.
Pero si analizamos la historia, cuando mas se puede llegar a momentos virtuosos en la humanidad es cuando se razona, se dialoga tratando de argumentar con hechos verificables ya sea científicos, históricos o filosóficos (si gustan pueden leer un interesante ensayo en torno al concepto de verdad en este sitio), hechos que nos hablen de nuestro sentido en el mundo, la necesidad de enfrentar la otredad, la ética y la moral. Cada vez que surgió el discurso revelado, irrefutable e indemostrable por su altitud surgió la tensión. Por que un discurso que se yergue en la “verdad revelada” necesita hegemonizarse, las guerras de religión de toda la historia son el mejor ejemplo de esto.
En el mencionado libro, que es para mí muy recomendable para personas que deseen replantearse la denominada “espiritualidad”, se adjuntan a modo de apéndice algunas columnas de Savater escritas para el Diario El País, en el post de bajo se podrá leer un trozo tomado de la introducción del libro por el mismo Savater, publicada también por el diario El País.

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«Por siempre sin nombre,

por siempre desconocido,

por siempre inconcebido,

por siempre irrepresentado,

mas por siempre sentido en el alma.» [42]

Así la proclamación de lo radicalmente incomprensible se convierte en garantía de lo argumentalmente invulnerable. El teólogo moderno (no digamos ya el posmoderno) acoge con paternal benevolencia a Feuerbach, a Nietzsche, a Freud, a Sartre y a cualquier otro que dé en negar la divinidad antropológica como mera compensación de las deficiencias humanas o de nuestra íntima frustración. Tienen razón en rechazar esa prótesis ficticia de nuestra contingencia aunque su ateísmo revoltoso para nada afecte a la auténtica sobreabundancia y otredad divina: al contrario, sirve para exigirla y librarla de gangas indeseables. Lo malo es que al despedir así las objeciones de los ateos quedan también licenciados los rasgos mismos «humanizadores» que garantizaban a Dios como persona. Al hacerse inabarcable -e inatacable racionalmente, por tanto- la divinidad se hace también impersonal, rasgo más apofático que suponerle cualquier tipo de personalidad intuitivamente aceptable. Si se emprendió la vía negativa para superar las contradicciones que encierra considerar a Dios como omnipotente, bondadoso y creador de un mundo lleno de dolorosas catástrofes (entre las cuales la peor de todas es la propia voluntad humana), el resultado no responde del todo a lo previsto porque a fin de cuentas junto con las contradicciones es la propia imago personal lo que se desdibuja y pierde. El Dios Creador, Padre, Juez, Misericordioso, etc., es decir, el Dios Vivo, paradójico pero definido, se diluye en la bruma ardiente e informe del arrobo místico, en cuyo arrebato todo cabe pero nada se perfila. Es un Dios del que resulta equívoco incluso decir que «es», según el criterio de Simone Weil. Ya no es un «Alguien» sino un «Algo»… a punto de hacerse Nada por mera coquetería. Siempre me ha sorprendido la cantidad de conocidos míos, ilustrados y progresistas, que cuando se menciona el tema de Dios sienten embarazo en declararse creyentes convencionales y se refugian en un «hombre, yo creo que hay Algo…». Me cuesta responderles: «vaya, que hay Algo es cosa en la que todos estamos de acuerdo, incluso los más incrédulos. De lo que se trata al mencionar a Dios es si creemos o no que hay Alguien». Pero eso ya son, como suele decirse, palabras mayores. [43]

Y así llegamos, pasando de la negación a la afirmación dialécticamente superadora como Hegel nos enseñó, a la consideración metafísica de Dios, a la divinidad como concepto. Aunque este tránsito trascendental viene de lejos -tiene raíces en el demiurgo platónico y en el motor inmóvil aristotélico, el Uno de Plotino, etc.- su instalación triunfal en el pensamiento moderno se debe sin duda a Spinoza. Fue Spinoza quien estableció que hablar de la inteligencia o la voluntad de Dios puede no ser racionalmente inapropiado del todo pero resulta equívoco, salvo que tengamos en cuenta que esa «inteligencia» y «voluntad» se parecen a las humanas tanto como la constelación astronómica del Can se parece a los chuchos que ladran y mueven la cola en este mundo. Porque hay Dios, sin duda ni emborronamiento, pero ese nombre excelso puede ser sustituido sin mengua por los de Naturaleza o Sustancia, es decir, el eterno entramado de efectos y causas que a su vez carece de causa exterior y que abarca todo lo real, de lo que formamos parte ni más ni menos «privilegiada» que las amebas, los mares o las estrellas. Dios (o la Naturaleza, o la Sustancia) es conocido por los humanos en dos de sus atributos, la idea y la extensión… aunque jamás sabremos del resto infinito de sus facetas: conocemos lo que por nuestra condición nos corresponde saber. Para Spinoza no existen el Bien y el Mal como polos absolutos de un enfrentamiento maniqueo, sólo lo malo y lo bueno (es decir, lo inadecuado y lo adecuado) para cada uno de los seres: el bacilo de la tuberculosis o el fuego devastador no tienen en sí mismo nada de «malo» sino que sólo lo son para nosotros porque nos perjudican; en cuanto a la perversidad, el engaño o el crimen son trastornos pasionales que provienen no de una mala voluntad humana (todos los seres humanos queremos por igual perseverar en nuestro ser, lo cual es perfectamente apropiado) sino de las falsas ideas y los errores que cometemos al buscar lo que más nos conviene. El hombre libre, el «sabio» según Spinoza, profesa un amor intelectual a Dios cuya consecuencia activa es vivir de acuerdo a lo que determina nuestra condición racional y social -«nada es más útil para un hombre que otro hombre»-, rechaza la tristeza, el odio, la envidia, el arrepentimiento… y desde luego no espera ser correspondido en su amor por la Naturaleza o la Sustancia de la que forma parte.

La divinidad conceptual de Spinoza -quizá el más elegante monumento de la historia de la filosofía- es en parte clara y accesible, en parte por siempre impenetrable para nosotros como el universo mismo. Siglos después Hegel remataría en su sistema la conceptualización de Dios y convertiría los dogmas cristianos en metáforas especialmente significativas de las abstracciones que el trabajo intelectual del filósofo establece en su tarea titánica de pensar lo real y lo ideal en su devenir histórico. Ahora bien, por grandes que sean los méritos especulativos de este rescate metafísico de la vieja divinidad -o mejor, de todos los dioses del pasado- su valor para el mortal doliente que busca consuelo religioso es sumamente escaso. Las religiones pretenden algo diferente. Lo ha expuesto con nitidez contundente Pascal Boyer: «En la historia de la humanidad, se han tenido siempre pensamientos religiosos por razones cognitivas en contextos prácticos. Estos pensamientos son eficaces. Producen comentarios pertinentes sobre situaciones como la muerte, el nacimiento, el matrimonio o la enfermedad, etc. Las religiones “metafísicas” que no se manchan las manos con preocupaciones bajamente humanas son por tanto tan vendibles como un coche sin motor». [44]El Dios que encuentra la filosofía no es ya el de la fe religiosa, por muchas consecuencias morales que intente el pensador derivar de Él. La filosofía ayuda a comprender pero no aporta el remedio salvador en cada trance mortal a que aspira el creyente, ni el bálsamo redentor a su sentido de culpa. Desde el punto de vista filosófico, Dios puede ser un nombre alternativo y gratificadoramente legendario para la Realidad Absoluta pero carecerá de sus atribuciones tradicionales como rescatador de almas y enderezador de entuertos. Spinoza nos diría que el papel de la filosofía es comprender, no consolar ni alentar falsas esperanzas de un rescate personal ininteligible que anhelamos a consecuencia de nuestro miedo irracional ante la muerte. ¡Ay! Pero, si vamos a morir… ¿cómo conformarnos sólo con comprender lo que nos aniquila? Quizá el sabio se contente con la serenidad y su beatitud, pero el creyente quiere algo más: quiere escapar a la perdición. La divinidad religiosa y no meramente metafísica a la que consagra su fe tiene un alcance mucho más ambicioso y poco le importan las contradicciones especulativas que encierre con tal de que le saque en sus redes del océano de la nada. Kolakowski ha sintetizado muy bien el perfil de este Dios: «El Absoluto se supone que redime al mundo, que lo salva de la muerte sin comienzo ni fin; en su eterno presente todo queda preservado, todo está protegido y convertido en permanente, nada nunca perece; produce el último soporte para la existencia de todo lo que hay, realiza la subyugación final del tiempo». [45]Ante oferta tan potente, por contraria que sea a la razón, palidece la esforzada e ingeniosa filosofía.

En la cita anterior, Kolakowski habla del rescate perpetuo del mundo: pero lo que preocupa por encima de todo a cada ser humano es evitar su propia y personal perdición. Y ello en contra de todas las leyes lógicas y las determinaciones necesarias de la naturaleza tal como la conocemos, o sea tal como la ciencia la estudia y la filosofía la razona metafísicamente. Que yo sepa, ningún pensador ha expresado esta exigencia con elocuencia y energía mayores que León Chestov. Me atrevo a decir que este autor ruso, exilado por diversos países europeos huyendo de la revolución bolchevique hasta morir en París (1938), es una de las voces espiritualmente más potentes del siglo XX. Y temo también que una de las más arrinconadas por el olvido, fruto quizá de la incomodidad que produce su pensamiento claramente inmanejable. La temática de Chestov es monocorde, aunque la lectura de sus obras sea reiteradamente apasionante gracias a lo vasto de las referencias culturales que maneja con pertinencia y sobre todo a su fuerza como escritor (sin duda es uno de los mejores ensayistas de su época, aunque aplicado a él ese título -«ensayista»- resulte especialmente raquítico). Más que una trama de conceptos o unas cuantas grandes ideas, lo que presenta Chestov en sus libros es una visión: el ser humano habita este mundo como un prisionero de la necesidad y lo irremediable, sometido a la injusticia, al aplastamiento de los más débiles y finalmente a la fatalidad de la muerte. Su destino aparentemente inevitable no es más que sufrir y luego desaparecer, para siempre. Los científicos y la mayoría de los filósofos nos explican que las leyes vigentes en el universo son las mismas para todos y que contra ellas no cabe rebelión ninguna: la lógica impone someterse a las ideas universales y eternas, la ética nos ordena cumplir con el deber virtuoso de respetar las normas morales y así encontrar ya que no la dicha, al menos la dignidad. Spinoza (que es la bestia negra de Chestov, precisamente porque le considera el más grande de los pensadores modernos) establece que el hombre debe comprender la realidad y no llorar, reír o protestar caprichosamente ante ella. Sin embargo, observa Chestov, nosotros de hecho vivimos llorando, riendo y protestando ante lo real: esas risas, llantos y protestas son precisamente nuestra forma vitalmente efectiva de entender lo que nos sucede. El hombre no ama las verdades eternas e impersonales, no se contenta con la lógica ni siquiera con la ética, porque ambas no son sino rostros simétricos de lo necesario, del «tú debes», del «no hay más remedio que…». Confusa, disparatada, vergonzantemente, el ser humano alienta en su seno el anhelo de merecer más, de pertenecer a un reino superior a lo fatal e irremediable: el reino de la libertad. Y por eso busca a ciegas, en lo invisible, algo que le certifique su emancipación de cuanto le esclaviza: «El hombre aspira a la libertad; su ser se lanza hacia los dioses, hacia lo divino, aunque no “sepa” nada de los dioses y lo divino, o, si se prefiere, precisamente porque no sabe nada. No hace falta “saber” nada de los dioses. Basta oírles, oír su llamada hacia esas altas regiones en las que reina la libertad, en las que reinan los seres libres. Y el primer paso que hay que dar para alcanzar a los dioses consiste en superar, aunque no sea más que con el pensamiento, ese peso, esa atracción hacia el centro, hacia el suelo, hacia lo estable y lo permanente que nos parece inherente a la naturaleza misma de lo viviente. No existe ley por encima del hombre. Todo es para él: la ley, el sábado. El es la medida de las cosas, está llamado a legislar como un monarca absoluto y tiene derecho a oponer a toda afirmación la afirmación contraria». [46]

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