Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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El hombre que me había hablado con tanta libertad se llamaba Attar. Era uno de los comerciantes de sedas y muselinas más ricos de Bagdad. Cinco veces al año, fletaba largas caravanas con destino a la India y China. A pesar de su actividad de comerciante, era un espíritu curioso de todo, vivaz y agradable, aficionado a las artes y la filosofía. Intrigado por mi persona, quiso saber quién era en realidad.

– Si te invito a mi casa para que disfrutes de todas las comodidades de un verdadero hogar, ¿me dirás qué te ha impulsado a buscar a los adoradores del Diablo?

Las largas semanas de marcha a través del desierto y las áridas mesetas me habían agotado. La perspectiva de dormir en una cama mullida venció mis últimas reticencias. Tras prometerle que se lo contaría todo, seguí a Attar hasta su mansión, un palacio digno de un sultán de Las mil y una noches. Me despojé con infinito placer de las apestosas ropas que llevaba desde mi partida de Damasco. Lavado, afeitado, masajeado por criados silenciosos en el baño de vapor, me vestí después con una túnica y un pantalón bordados antes de presentarme de nuevo ante el señor de la casa. Ahora que me había liberado de la película de grasa que me cubría como un camuflaje, y a pesar de mi piel bronceada por el sol, se podía ver que yo era un franco, y no un fenicio como había fingido.

Mi estatus de infiel, sin embargo, no inquietó a Attar. Cenamos suntuosamente, acuclillados frente a frente en un mullido tapiz mientras yo pagaba la hospitalidad de mi anfitrión con el relato de algunos fragmentos de mi historia.

– Así pues, te llamas Dalibor y conociste a un eremita en una gruta -concluyó.

– Eso es.

– ¿Y basta con que un piojoso te haga una profecía para que camines sin descanso desde la costa con el fin de encontrar un valle que ni siquiera sabes si existe? ¡Y bien, amigo mío, me pareces tan extraordinariamente valeroso como estúpido! Y no consigo decidir cuál de los dos calificativos supera al otro. ¿Te das cuenta del peligro extremo de tu viaje? Es un milagro que no te hayan descubierto. Los infieles no son bienvenidos aquí. Los que se arriesgan en solitario por nuestras comarcas suelen terminar con la cabeza enojosamente separada del resto del cuerpo. ¿Nunca lo has pensado? ¿Acaso la vida no te importa nada?

– Morir mientras se intenta responder a los enigmas que uno encuentra en su camino me parece una actitud más noble que quedarse en casa por miedo a perder el pellejo. Incluso tú, Attar, con tu fortuna: ¿de verdad eres feliz aquí? ¿No hay una voz dentro de ti que te llama a la aventura y hace que lamentes no sentir jamás tu corazón latir con más fuerza cuando surge el peligro?

– ¡De ningún modo! ¡De ningún modo! Yo he construido mi paraíso con mis propias manos. Es aquí donde mi alma es feliz. Ninguna pregunta la atormenta, ningún temor, ningún deseo… ¿quieres ver algo de ese milagro?

– Tengo curiosidad -respondí, intrigado por el inesperado fervor del bagdadí.

De puntillas, como un conspirador que se deslizara en un lugar prohibido, Attar me condujo a través de un dédalo de corredores hasta otra ala de su mansión. Subimos por una escalera de caracol que se elevaba hacia los pisos superiores. Attar se puso un dedo en la boca para indicarme silencio y abrió la marcha. En la primera planta, desembocamos en una larga crujía bordeada por un tabique de marquetería, decorado con motivos geométricos. Por los orificios, vi que la galería corría sobre una vasta sala donde retozaban mujeres, un lugar adornado con estanques, fuentes, montañas de cojines y de pieles sobre las que rodaban las muchachas, todas jóvenes, de agradables contornos, adornadas con collares de perlas, con oro y muselinas de colores vistosos. Attar suspiró de satisfacción a la vista de este edén.

– Cada una de ellas es un ángel de placer, amigo mío. No hay una sola a la que no haya mecido en mis brazos, que no me haya devuelto centuplicados mis caricias y mis besos. ¿Por qué iba a arriesgar mi vida en las junglas y las tundras cuando estas criaturas colman mis sentidos tanto como mi espíritu?

– ¿Dices que colman tu espíritu? ¿Y cómo puede ser eso? ¿Tus garitas son filósofas?

– ¡Las mayores filósofas del mundo, amigo mío! Sus enseñanzas son incomparables, después de las de Alá, por supuesto. Ven a saciarte con la miel de su conversación.

Al final de la crujía, otra escalera permitía descender al paraíso. Attar me precedía. Las palomas se arremolinaron enseguida a nuestro alrededor. Sus manos se posaron sobre mí. Todas eran bellas y deseables, pero yo no quise ceder a sus tiernas invitaciones y me aparté con cierta rudeza de sus abrazos.

– O eres muy sabio o eres muy tonto al rechazar el presente que te hago -observó Attar-. ¿No serás impotente?

– No, pero lo ignoro todo de los juegos de la carne, y quiero reservar ese descubrimiento a una mujer que ocupa todo mi espíritu.

– ¿Enamorado? ¿Estás enamorado? -exclamó Attar con una mezcla de admiración y burla.

– Quizá no sea exactamente amor -convine-, pero una mujer ocupa mis pensamientos y me siento incapaz de traicionarla.

– Ah, sufres una enfermedad terrible, amigo mío -dijo Attar con gravedad-. Una peste que ensombrece tu alma y hace que te pierdas todas las bellezas de la vida; porque una mujer, una sola mujer, nunca valdrá tanto como para que nos privemos de las maravillas que nos ofrecen las otras. Voy a intentar curarte de esta enfermedad. Mírame, esto seguramente te inspirará…

Y ante mis ojos, Attar poseyó a dos de sus concubinas. Pero la escena no suscitó en mí ningún deseo de imitarlo. Mi frialdad desesperó a mi anfitrión.

– ¿Y bien? -me dijo, jadeante, después de haber hecho los honores a las dos gacelas-. ¿Crees que existe un paraíso más excitante que éste? Ahora que te he mostrado cómo morderlos, ¿no sientes deseos de probar estos ricos frutos?

– Dices bien, Attar -aprobé-. Todos los hombres detendrían aquí su búsqueda, porque has reunido bajo tu techo los más bellos encantos que se puedan soñar.

– Entonces quédate, Dalibor. Mis negocios necesitan un rumí como tú. Trabaja para mí en lugar de persistir en buscar a los hijos del demonio. Hazte comerciante y, en unos años, serás tan rico como yo. Podrás construir tu propio palacio y adquirir tus propias esclavas. ¿No sería ésa una buena manera de calmar tus fiebres y de procurarte la alegría que te falta?

Pero no me rendí ante los razonamientos de Attar. A pesar de los tesoros de persuasión que desplegó, decidí proseguir mi viaje hacia el valle de Lalish. Un oscuro deseo me empujaba, una sed intensa que ni los gozos inefables del harén podían calmar.

– Que así sea -concluyó Attar con sincera tristeza-. Lo único que puedo hacer por ti entonces es indicarte la buena dirección.

En un mapa, señaló con el dedo una hondonada entre dos macizos montañosos en la región de la antigua Nínive.

– Aquí encontrarás a los hijos de Taus. Ten cuidado. Son kurdos que viven replegados en sí mismos. Nadie los frecuenta y ellos tampoco se mezclan con las demás comunidades. Vas al encuentro de la muerte, Dalibor. Pero no podrás decir que no he intentado disuadirte de semejante locura.

– Sólo puedo felicitarme por haberte conocido, Attar. No te olvidaré. Volveré a verte y te contaré lo que vea.

– ¡Optimista y pretencioso! ¡Rumí, te echaré de menos!

De nuevo envuelto en mis ropas de vagabundo, dejé Bagdad en solitario y emprendí la marcha hacia el norte, en dirección a Mosul, siguiendo la rivera del Tigris. Iba despacio porque me movía sin brújula ni mapa por un terreno accidentado, de relieve tortuoso, infestado de saqueadores. Una tribu de pastores me acogió una noche en un oasis donde pude aprovisionarme de pleno sin que me pidieran nada a cambio. Pero mientras dormía confiado, los mismos que me habían alimentado quisieron hundirme un puñal en el corazón. Me debatí como un diablo, logré apoderarme de un largo y afilado khandjar y me volví hacia ellos. Pegado a una roca los mantuve a raya con mi dominio de la esgrima antes de desbordarlos. Aquellos granujas no estaban acostumbrados a que se les resistieran y, encadenando las séptimas, las paradas y las contras que tan a menudo había practicado en la sala de esgrima, conseguí herir de muerte a dos de ellos. Los otros huyeron a todo correr. Exaltado por esta aventura, desaparecí en la noche entonando a voz en grito una canción de marcha de los granaderos de Napoleón que me había enseñado el señor Hubert en la época en que frecuentábamos la rue aux Ours.

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