El sol púrpura caía sobre las colinas de Roma como un enorme quiste hinchado de pus. Nervioso, como si se dispusiera a penetrar en la guarida de una fiera, Houda tiró del picaporte que cerraba la puerta del oratorio y penetró en la pieza helada. Enarbolando una antorcha, iluminó de lado a lado los rincones de la sala sumida en la sombra. Transido de frío, Yohav estaba allí, enroscado sobre sí mismo para intentar conservar lo que le quedaba de calor. Temblaba, pero no sufría ninguna enfermedad. Houda lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta las cocinas, donde había un gran barreño lleno de agua caliente. El abisinio sumergió al chico en el baño y frotó largamente su cuerpo para borrar todo rastro de las inscripciones. El maestro Tzadek asistía a la escena. Sus labios se movían, pero su boca, convertida en un fino trazo, no emitía ningún sonido.
Cuando toda la tinta de granada se hubo diluido en el agua, Yohav salió del baño, se secó y se vistió con un jubón de cordero blanco orlado de perlas finas. Sus pies fueron calzados con botas bajas cortadas de la misma piel y tocó su cabeza con un bonete de terciopelo con un plisado. Transcurrió una hora de espera silenciosa antes que la aldaba resonara bajo la mano de Alessia. Pálida como la luna, la mujer guió a los tres hombres a través de las calles hasta elpalazzo de Laüme, donde les hizo entrar por una puerta de servicio. Se acercaba la hora del festín nocturno, y en los corredores flotaban aromas de carnes marinadas, de hierbas en compota y especias cocidas. Alessia evitó las cocinas y pasó junto a los armarios de ropa blanca, perfumados de lavanda y limón.
– ¿Y ahora? -preguntó, después de ocultarse con ellos en el reducto.
– Asiste a la cena -murmuró Tzadek-. Cuando se acabe, anúnciale tu sorpresa a Laüme y ven aquí a buscar a Yohav para llevarlo al sótano. Después seguirás mis instrucciones.
– ¿Y los guardianes? ¿Y Dragoncino?
– Houda y yo nos encargaremos de él en cuanto te unas al banquete. Ten confianza. Ahora, ve…
Alessia hizo la señal de la cruz y dejó el reducto para acudir a la planta.
Mientras ella fijaba en su rostro la máscara de la cortesía y la felicidad para engañar a Galjero y a su amante, Mose Tzadek se deslizó por los corredores en compañía del abisinio. Los dos hombres avanzaron al azar de nicho en nicho como sombras silenciosas, hasta el instante en que Mose sintió deslizarse una gota de sudor helado por su espina dorsal. Reconoció la señal del miedo. De inmediato, sin esperar a que su espíritu se retractara ante los asaltos del sutil guardián que acababa de lanzar su primer ataque contra ellos, ordenó a Houda que extendiera a sus pies una barrera de virutas de hierro. A toda prisa, el africano dibujó un círculo en el suelo con las limaduras extraídas de un saco. Un instante más tarde, los latidos del corazón de Tzadek dejaron de acelerarse y Houda relajó sus largos músculos y se sintió como aliviado de un gran peso.
– Nuestro escudo no resistirá mucho. Hay que obligar al genio a mostrarse -susurró el hombre sin brazos-. Saca nuestra arma, ¡ahora!
Houda sacó de entre los pliegues de su ropa una esfera de terracota coronada con un tapón de cera, sobre la cual había una figura humana groseramente dibujada con el dedo. El africano lanzó el objeto con todas sus fuerzas contra las losas para hacerlo estallar. El líquido que contenía se esparció en un espeso charco. Una forma turbia se arremolinó como una nube y ascendió a la altura del techo hasta rozar unas pequeñas chispas, mates y frías. Bajo esas luces se dibujó una segunda silueta vaporosa: era el espíritu guardián concebido por Laüme para infundir pánico y desesperación a todos cuantos osaran aventurarse indebidamente en su morada. Entre las criaturas se entabló un combate silencioso. El genio creado por Mose Tzadek se enfrentaba a un adversario más grande y más largo, dotado de una interminable cola muy fina que serpenteaba tras él. Tzadek y su servidor siguieron a la carrera este rastro y llegaron a una habitación al fondo de otro pasadizo; era uno de los gabinetes de Laüme, cuya puerta no estaba cerrada con llave. Houda entró primero en la pieza e hizo saltar las cerraduras de un secreter marqueteado de nácar de donde surgía la punta crepitante de la cola. Detrás de él, Tzadek le apremiaba y le decía lo que tenía que hacer.
– ¡Rompe los precintos de las figurillas y vierte el arsénico, deprisa!
Sobre el tablero se alineaban varias figurillas. Todas estaban finamente esculpidas y modeladas a imagen de guerreros o de amazonas fuertemente armadas. Houda perforó con los pulgares el sello del primer guardián y esparció un poco de materia en el interior del objeto. En apenas unos segundos, la membrana fibrosa que brotaba de la figura se retractó y desapareció. Las chispas estallaron como pompas de jabón y se desvanecieron a su vez. El abisinio repitió la operación en los otros soportes. Uno a uno, los espíritus que protegían a Laüme, a Dragoncino y a Uglio sucumbieron bajo el efecto del arsénico, el «dragón verde» de los alquimistas.
– La primera parte del trabajo está hecha -constató Tzadek con un suspiro de alivio-. Era la que más me preocupaba. Las defensas esenciales del hada se han hundido sin que ella ni siquiera sea consciente. Ahora todo irá bien…
Houda enjugó el rostro chorreante de sudor de su amo con la tela de su manga triangular y ambos salieron del gabinete. Por una escalera que les había descrito Alessia, ganaron el ala principal del palacio, donde cenaban aún Galjero, su esposa y su amante al son de una orquesta de laúdes y de clarines. De improviso, apareció una sirvienta y vio a los dos intrusos. Asustada por la presencia de pesadilla del mutilado y del gigante negro, se disponía a dar la alerta cuando la azagaya de Houda atravesó el aire silbando y se clavó en su garganta. El abisinio retiró su arma del cadáver caído, limpió la hoja en el vestido de la muchacha y colocó la jabalina en el carcaj que llevaba al hombro. Nadie se había dado cuenta del incidente. Houda deslizó el cuerpo detrás de una cortina y se reunió con Tzadek.
Juntos, se acercaron cuanto pudieron al comedor y, ocultos tras un saliente, esperaron a que cesara la música y terminara el ágape. Los músicos desfilaron por el pasillo sin verlos, y después pasó Alessia sin advertir tampoco su presencia y levantándose ligeramente la falda para caminar más deprisa. Dragoncino apareció a continuación, con paso vacilante debido a los efectos del vino que había ingerido generosamente. Como una pantera, Houda se deslizó tras él hasta la habitación donde Galjero se dejó caer sobre una cama deshecha, sin desvestirse ni quitarse las botas. Houda sacó la lanza de su funda, pero en el silencio de la noche, la punta de acero rechinó contra la madera del estuche. Por muy ebrio que estuviera, Dragoncino seguía siendo un jefe guerrero. El segundo de los Galjero reaccionó con más rapidez de la esperada por el africano: se puso en pie al instante y tomó una espada, olvidada al azar en un banco cercano, dispuesto a enfrentarse al agresor. Sonreía; el desafío pareció divertirle. Por un instante, los dos hombres se evaluaron mutuamente; después, se lanzaron el uno contra el otro con ferocidad bestial. El combate fue breve. Creyendo que aún gozaba de la protección del genio que Laüme había elaborado para él, Dragoncino prescindía de toda maniobra de defensa y se limitaba a enarbolar su espada con una fuerza de bestia. No aguardó la respuesta que Houda le preparaba: decapitó al negro, cuya cabeza voló al otro extremo de la pieza con una larga salpicadura roja. Pero la lanza del africano ya había sido proyectada, y Dragoncino nada pudo hacer para evitarla. La punta de la azagaya se clavó en su sien y rompió un gran trozo de hueso. La materia gris se esparció por el suelo, deslizándose desde la caja craneal como de una garrafa agujereada. Dragoncino parpadeó, soltó su arma y cayó de rodillas. Se llevó la mano a la cabeza con incredulidad y frotó por un instante entre los dedos la gelatina húmeda mezclada con gotas de sangre. Después, su espíritu se extinguió y sus músculos dejaron de sostenerlo. Con los ojos aún abiertos y las pupilas contraídas, cayó hacia atrás, con una espuma blanca chorreándole por la boca, el cuerpo agitado por espasmos.
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