Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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Al contrario que su hermano, el hijo mayor de Cosme tenía un semblante rudo y altivo. Sus rasgos irregulares, sin gracia, manifestaban un humor sombrío. No obstante, era amigo de las artes, y Florencia nunca había contado con tantos talleres de pintura, escultura y arquitectura como bajo su mandato. Continuador de la obra de su abuelo Cosme, también hacía traducir al por mayor manuscritos griegos, hebreos, árabes o persas, que emisarios designados a tal efecto adquirían por todo el mundo conocido.

– ¡He aquí el intrépido a quien debemos algunos nuevos artefactos en nuestros depósitos! -exclamó el señor de la villa-. Oigo hablar mucho de vos, signore Galjero. Pero la gente se hace preguntas… No se sabe nada de vuestros orígenes, no de las razones que os han impulsado a poneros bajo nuestras banderas. Explicadme un poco todo eso, ¿queréis?

– He combatido mucho tiempo contra los turcos en mi país -empezó Galjero-. Pero esos tipejos eran más numerosos que nosotros. Arrasaron mis tierras y degollaron a mi gente. Así que reuní lo poco que me quedaba y vine aquí porque un viajero me había asegurado que el sol era agradable y el acero tan afilado como en mis montañas. Ésa es mi historia, así de simple, y no tengo otra que contaros.

Médicis lo examinó de pies a cabeza. Por instinto, no le gustaba aquel hombre fornido, demasiado apuesto, de rasgos más nobles que los suyos pero con mirada de asesino. Tampoco se creía la fábula que acababa de contarle. Hubiera apostado a que el extranjero no era de origen aristocrático. Y sin embargo… todo en sus poses y en sus modales hablaba del aristócrata orgulloso y de cólera fácil. Ante él, Galjero había cruzado los brazos sobre el pecho con insolencia y sostenía la mirada del príncipe.

– Este mercenario es un buen combatiente y un jefe de tropas nato -susurró Juliano al oído de su hermano-. Nuestra gente ya le ha cobrado aprecio. Y se habla mucho sobre el encanto inefable de su dama.

Al escuchar estas palabras, el semblante de Lorenzo se tornó al momento más amable. Dejando de lado sus reparos, invitó al valaco a su mesa y lo instaló a su izquierda, aunque le habló poco y apenas lo miró mientras duró el ágape. Cuando Galjero dejaba el palazzo Vecchio, dos gentilhombres a los que había visto en el banquete se acercaron a él.

– Parece que no le habéis caído en gracia a nuestro príncipe, signore Galjero -dijo el primero de ellos sin presentarse-. Eso es enojoso si deseáis haceros un nombre en esta ciudad.

– Enojoso… o ventajoso -corrigió el segundo-, según el viento hinche las velas del lado de los Médicis o las deje flácidas en provecho de otro.

– ¿Qué debo entender de vuestras alusiones, señores desconocidos?

– Perdonadnos. Nuestra prisa por hablaros nos ha hecho faltar a la cortesía más elemental. Pertenecemos a la familia Pazzi. Yo soy Jacopo y éste es Francesco.

Los dos hermanos eran jóvenes y apuestos, aunque la ambición se leía en sus rasgos tan claramente como un amén al final de la página de un misal. Banqueros de profesión, poseían una fortuna casi tan importante como la de los Médicis, pero sus antepasados -maldita fuera su mediocridad- no habían llegado a alcanzar las altas esferas del poder.

– ¿Qué deseáis? -preguntó Galjero, más ansioso de ir a desnudar a Laüme que de tramar intrigas.

– No deseamos nada de vos, signore -dijo Jacopo, contemporizador-. Solamente advertiros. No os comprometáis demasiado con una facción que se debilita a cada instante y a la que el pueblo no ama. Si Florencia se subleva un día contra sus actuales señores, pensadlo dos veces antes de desenvainar vuestra espada para salvar a una familia que no os recompensará jamás de acuerdo con vuestros méritos.

– Mientras que otra podría hacerlo mejor… -concluyó Francesco, y le dio un buen mordisco a una manzana verde.

El cuerpo de Laüme estaba untado en aceite perfumado, y sus largos cabellos cepillados caían como un velo sobre sus hombros desnudos.

– Florencia es un nido de víboras -dijo, con la más encantadora de las sonrisas-. ¿Los Pazzi contra los Médicis? Eso puede granjearnos buenas oportunidades. Si escogemos bien nuestro campo puedes ganar títulos y tierras.

Sus manos barajaban con desenfado un juego de extraños naipes con figuras coloreadas que iba poniendo uno a uno delante de sí. Galjero sintió crecer el deseo entre sus ingles.

– ¿La época nos es propicia, verdad? -dijo, hundiendo sus dedos entre los cabellos de la muchacha-. ¿Es eso lo que piensas?

– Sin duda es buena. Acepta los primeros avances de los hermanos Pazzi. Quizás estén destinados a reemplazar a los Médicis. Habría que saberlo.

– ¿No puedes adivinarlo? ¿No puedes descubrir el porvenir igual que sabes encontrar monedas de oro debajo de las piedras?

– Un día tendré ese poder. No lo tengo por ahora.

Obedeciendo a su dama, y pese a la renuencia que sentía, Galjero se introdujo por un tiempo en el entorno de los Pazzi. Los hermanos parecían amantes de la buena vida y contaban con muchos amigos sinceros. Cuando se paseaban por las calles, el pueblo humilde les saludaba y los burgueses les reverenciaban. Ellos respondían sin altivez alguna a los festejos y las sonrisas.

– Los Médicis han comprado Florencia -explicó Francesco al valaco cuando empezó a afirmarse su confianza en él-. Llevan tres generaciones corrompiendo a los funcionarios municipales para adquirir y conservar los cargos. Queremos poner término a esta situación. Florencia no necesita tantas estatuas en las calles ni pinturas en las paredes. Florencia necesita hospitales, escuelas nuevas, cisternas y graneros… Y nosotros, los Pazzi, se los daremos.

Los ciudadanos de Florencia no eran los únicos que apoyaban a los dos hermanos. El propio Papa, movido por oscuras razones políticas, les había prometido su apoyo.

– Parece que la cuestión está decidida -juzgó Laüme cuando Galjero le hubo contado todo lo que sabía.

– Jacopo y Francesco planean derrocar a los Médicis desde hace mucho tiempo. Su golpe no puede fallar. En una semana, a lo sumo un mes, Florencia habrá cambiado de cara.

– Quizás… -atemperó Laüme-. Tendríamos que estar seguros para jugar a la carta ganadora. No puedo adivinar el porvenir de un hombre porque es una cuestión demasiado sutil. Pero conozco un espejo capaz de reflejar el futuro de una ciudad, de un pueblo…

Galjero encontró un recién nacido abandonado por su madre, envuelto en una mísera manta en el umbral de una iglesia. El niño apenas respiraba. No gritó cuando el hombre lo tomó y lo deslizó en su alforja. Entre los vapores de la sangre vertida por la criatura, Laüme vio moverse formas e imágenes. Semejante a una profetisa de la antigüedad, susurró su oráculo a Galjero.

Bajo su inmensa cúpula, la catedral de Santa María del Fiore estaba abarrotada. Rodeado por todas partes, Galjero no había podido avanzar lo suficiente para alcanzar un banco y sentarse cerca de las familias patricias venidas a comulgar en el oficio de Pascua. Empujado sin miramientos hasta un rincón, maldecía los peinados altos, que le impedían ver por encima de la multitud. De los hermanos Pazzi sólo había visto furtivamente a Francesco, que pasó por su lado sin apenas fijarse en él. Su rostro estaba más serio que de costumbre y sus pestañas batían con rapidez sobre sus ojos enrojecidos por la falta de sueño. En cuanto a los Médicis, permanecían invisibles. Sin embargo, Galjero sabía que estaban allí, ocupando los asientos de primera fila delante del sacerdote que acababa de iniciar la misa. El valaco, imitando a los fieles, adoptó una postura de penitencia para escuchar el sermón. En el momento en que el religioso dejaba el pulpito, el ruido de una espada al salir de su funda resonó en la nave, provocando gritos y una avalancha humana que creció como una ola. Galjero se abrió camino y vio a los hermanos Pazzi acometer a los Médicis. Acorralados contra la puerta de la sacristía, éstos se defendían con uñas y dientes, pero lo reducido de su séquito los condenaba a una muerte segura frente a la treintena de esbirros que los acosaban. Galjero dio media vuelta, salió de la catedral tan deprisa como pudo y atravesó la explanada corriendo. En la esquina de la plaza aguardaba su compañía de jinetes. Él montó a caballo y dirigió la carga conduciendo su tropa al galope por las naves del santo lugar. La violencia del contraataque rompió el cerco en torno a los Médicis. Entre el estrépito de las armaduras y el retumbar de los cascos al golpear el pavimento de mosaico, el altar fue volcado, los bancos rotos, las estatuas tumbadas… Pisoteando cadáveres, el caballo negro de Galjero relinchaba como Bucéfalo bajo el furor de Alejandro. Cuando todo terminó, los hermanos Pazzi fueron atados y arrojados a los pies de Lorenzo. Los conjurados temblaban de rabia y maldecían a sus enemigos en un dialecto incomprensible para Galjero. Pero el príncipe no les dedicó ni una mirada: inclinado sobre una forma sin vida, lloraba la muerte de su hermano Juliano.

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