– Este sótano es un matadero, Tewp. Prepárese para ver cosas difíciles de soportar. ¡Sigamos adelante!
Tragué saliva con dificultad. Desnudo, sin mi arma -había tenido que dejar el revólver en seco, con mi ropa, en la otra orilla-, avanzando encorvado por esta galería de piedra, me sentía tan frágil e inerme como un embrión germinando en su matriz de entrañas hediondas. Darpán, por su parte, parecía mucho menos turbado que yo. El sacerdote sujetó con firmeza la empuñadura de su daga de hojas gemelas, nuestro único medio de ataque y de defensa, y reanudamos en silencio nuestra laboriosa progresión. Finalmente desembocamos en una sala de altas bóvedas, de aspecto semejante al de la primera nave. Las mismas estatuas de la diosa de las metamorfosis y la misma disposición aproximada del lugar. Sin embargo, había un detalle que la distinguía: había anillas de bronce corroído -tal vez una cuarentena- encajadas a flor de suelo.
– ¡No toque nada, Tewp! -me previno el sacerdote, que se había erguido para examinar atentamente la geografía del lugar.
Esperé un instante a que el brahmán acabara de pasear la llama de la antorcha por los rincones más oscuros de la sala. Excepto por el chisporroteo seco de la tea, el silencio era absoluto, denso, impresionante. Un silencio de capilla ardiente. Darpán volvió hacia mí y, con una leve inclinación de cabeza, me indicó que tirara de una de las anillas. Angustiado, sujeté al azar uno de los círculos de metal y ejercí sobre él una fuerte tracción. Se abrió una trampilla. Las anillas estaban fijadas a unas delgadas tapas de piedra que cubrían unas fosas de un pie cuadrado de superficie aproximadamente y con una profundidad apenas mayor que la mitad de un cuerpo de adulto. El sacerdote del turbante negro hundió la luz en el orificio, donde distinguimos una masa encogida y reseca, de forma vagamente humana. Como no podíamos ver bien de qué se trataba, nos decidimos a extraer esa cosa de su agujero. De rodillas, la sujetamos entre los dos; pero en cuanto estuvo bastante liberada para poder desalojarla, los músculos de nuestros brazos se relajaron y el objeto se nos escapó de las manos y cayó en su nicho, produciendo un ruido mate y levantando una nube de polvo. Nos vimos obligados a volver a iniciar la operación para observar con más detalle el cadáver depositado en la cavidad, porque, ya no había duda posible, estábamos exhumando un muerto, una momia de un niño indígena de una decena de años. La textura del cuerpo era quebradiza y se desmenuzaba como ceniza bajo nuestros dedos. Los rasgos del rostro parecían expresar un intenso sentimiento de horror. Dos manchas amarillas brillaban débilmente donde deberían haber estado los ojos.
– Se diría que… -resopló Darpán señalando las órbitas del cadáver, que es oro -proseguí yo, incrédulo-. ¡Han vertido oro fundido en sus ojos!
Furiosamente, tiramos de otras anillas y sacamos a la luz otros cadáveres igualmente resecos. ¡El subsuelo de esta torre era una necrópolis de niños cuyas cavidades oculares habían sido saturadas de oro líquido!
Era la primera vez, desde que lo conocía, que me pareció ver que Darpán perdía el control de sí mismo. Su mirada pasaba de una a otra de las momias, tratando de comprender qué habían hecho realmente con estos desventurados niños. No era necesario que me lo confesara para constatar que este macabro hallazgo le sumergía en abismos de perplejidad.
– ¡Desconozco el rito que se ha practicado aquí, oficial Tewp! Desconozco la práctica y desconozco la finalidad. A decir verdad, nunca había visto nada semejante…
– Pero estos cadáveres son antiguos -le hice notar-. Datan de varios siglos al menos. Vea si no lo resecos que están. Sólo el tiempo ha podido hacerlos tan quebradizos.
– Se equivoca, Tewp. Son muertos recientes. Muy recientes. Mire éste…
Su mano tendida señalaba un cuerpo que no era el de un niño, aunque poseyera su delgadez. Era un cadáver de mujer, de muchacha. Aunque había muerto desnuda, aún llevaba en las muñecas y los tobillos unos brazaletes brillantes con campanillas. ¡Ningún rastro de corrosión deslucía estas joyas, cuyos motivos y ornamentos eran idénticos a los que había visto adornando los cuerpos de las bailarinas Rajiva y Madurha!
– ¡La reconozco! -exclamé-. ¡Es una de las cortesanas que el sultán Muradeva ofreció a Simpson como presente! ¡Vi cómo los Galjero la traían aquí, a ella y a una de sus compañeras, hace cuatro noches!
Fuera de mí, me precipité hacia los otros cuerpos para examinarlos mejor. Muchos no eran más que un amasijo de cenizas, irrisorias contracciones de seres humanos que una combustión sobrenatural había achicado y desarticulado hasta el punto de convertirlos en grotescos peleles, secos y ennegrecidos. Pero en algunos de ellos, el infernal procedimiento de desecación que habían empleado para drenarlos de todos sus fluidos no había sido suficiente para borrar todos los detalles de algunas prendas de ropa que todavía conservaban.
– ¡Mire estos fragmentos de tejido! -le señalé a Darpán mientras se deshacía entre mis dedos la trama de una tela gruesa- ¡Se parecen a los que llevan los niños recogidos en Thomson Mansion!
Y por desgracia, ¡así era! A la luz de la antorcha que el brahmán colocó entonces a mi lado, reconocí sin asomo de duda los bordados de los uniformes de la primera promoción Galjero, el grupo cuya foto había visto en el despacho del desventurado archivista Blair, el mismo al que pertenecía el hijo único de la viuda herborista que Swamy y yo habíamos encontrado en los barrios bajos. ¿Qué suerte se había reservado a estos niños? ¿Y por qué habían conservado sus cuerpos de este modo? Con la garganta seca y la mente y el corazón convulsos por el descubrimiento que acabábamos de hacer, me volví hacia Darpán. Su rostro tenso parecía haberse cubierto repentinamente de sudor, y el tono de su piel había pasado del pardo al gris.
– Debe de haber algo más -dijo entre dientes-. Una razón que explique por qué les han hecho esto. ¡Justamente aquí, en este lugar! ¡Busque, Tewp! ¡Busque!
Buscar, sí, pero ¿qué? Darpán ya había dado la vuelta a la sala sin obtener ningún resultado. ¿Cómo se suponía que iba a descubrir algo, cuando me había mostrado incapaz de distinguir una escalera que se abría a mis pies?
– Otro guardián. ¡Siento que hay otro guardián que nos impide ver! -aulló casi el Bon Po, al borde de una crisis nerviosa-. Hay que encontrarlo y destruirlo para poder avanzar. ¡Es la única solución!
Yo no sabía de qué estaba hablando, pero no me quedaba otra alternativa que seguirle. El sacerdote se puso a palpar frenéticamente los muros con manos temblorosas, rozando la piedra en busca de una abertura o de un mecanismo oculto. Pero el registro no duró mucho tiempo. Sumergido en una especie de trance, a Darpán le bastaron unos minutos para encontrar lo que buscaba. En la palma de su mano sostenía una piedra, un simple guijarro gris, de dimensiones muy pequeñas, redondo y sin ninguna marca, que había sacado de algún intersticio entre dos peldaños.
– Es esto -anunció sin siquiera mirarme- ¡Esto protege el lugar! Mientras esté viva, no podremos ver lo que realmente se oculta aquí…
¡Una piedra viva! Aunque aquello superara toda comprensión, ya no me sorprendía una nueva locura después de haber sufrido en mi carne la horrible realidad de un hechizo y de haber visto con mis propios ojos cómo se retiraban unos espinos después de una sencilla amenaza del sacerdote. En cualquier caso, Darpán ya había sacado su daga de dos hojas del cinturón y raspaba la superficie del guijarro con la punta.
– La piedra está hueca. Contiene un líquido en su interior, que recibe el nombre de condensador. El vult que Keller había elaborado para matarle también contenía uno, recuérdelo.
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