– Este punto quedará establecido en cuanto podamos deslizarnos hasta los jardines sin llamar la atención, oficial.
Tuvimos que armarnos de paciencia durante un poco más de una hora, y luego, tan silenciosamente como la víspera, fuimos al lindero del bosque. Allí, el brahmán me pidió que me tendiera plano sobre la hierba a su lado y que no me moviera ni hablara hasta que él no me autorizara expresamente a hacerlo. Él mismo fue a arrodillarse en el lugar donde Galjero lo había hecho una noche antes, y de una bolsa de tela que llevaba colgada al hombro sacó una maceta en la que germinaba una minúscula plantita. Darpán empezó entonces a salmodiar muy suavemente palabras incomprensibles para mí. Tal vez fuera hindi, pero el tono de su voz era tan bajo que me era imposible reconocer las sonoridades que modulaba con gracia. ¿Qué estaba haciendo exactamente? ¿Encantaba al guardián vegetal? ¿Le halagaba? ¿Le persuadía de lo bien fundado de nuestra causa? El canto de Darpán se prolongó más de diez minutos. Era una salmodia lenta, larga, terriblemente aturdidora, tanto que acabó por adormecerme. Y tal vez hubiera acabado por dormirme sobre la hierba fresca si de pronto la voz del hindú no hubiera adoptado un tono amenazador. ¡Cuando abrí de nuevo los ojos, vi que arrancaba súbitamente con un gesto violento el brote que se erguía en la maceta, se lo llevaba a la boca y lo masticaba salvajemente! El guardián vegetal se estremeció. Aunque en ese instante ni un soplo de viento pasaba sobre el parque, el matorral tembló como si una corriente de aire agitara sus ramas. Al mismo tiempo percibí un susurro de hojas a mi espalda. Al volverme, vi que las zarzas más próximas se separaban unas de otras… ¡Darpán acababa de abrirnos el camino hacia la torre negra!
– ¿Cómo lo ha hecho? -pregunté mientras avanzábamos uno junto a otro por el sendero despejado.
– No he querido perder el tiempo con halagos u ofrendas, porque sabía que no podía proponerle nada mejor que el alimento que le ofrece el que la ha traído a la vida. De modo que le he contado quién era yo, el daño que había infligido a otras criaturas vivas… ¡Sin embargo, ha sido necesaria una pequeña demostración para convencerle definitivamente!
– ¿Me está diciendo que ha amenazado al árbol?
– El miedo al sufrimiento, Tewp, es una llave universal a la que todas las criaturas son sensibles. Es un secreto simple, pero que puede abrir casi todas las puertas del mundo… Casi todas…
Las palabras del Bon Po eran terribles; pero esta primera prueba, ahora superada, probaba también su valor. Si teníamos que matar a Ostara Keller esta misma noche, ya no dudaba de que este sacerdote estaba capacitado para triunfar sobre la agente del SD. Nos dirigimos caminando a grandes zancadas hacia la torre, cuyos perfiles se iban haciendo cada vez más precisos a medida que avanzábamos. Y de pronto, a la vuelta de un recodo del camino, desembocamos en un foso. ¡La stupa se encontraba ahí, a unas decenas de yardas de nosotros, pero aparentemente inaccesible! La torre se levantaba en el centro de una isla artificial, una loma herbosa que emergía en el centro de un lago cuyas aguas lisas estaban sembradas de nenúfares y de flores acuáticas multicolores. Un puente la unía a tierra firme, pero era una pasarela telescópica dotada de un mecanismo, un ingenioso entramado de cables, poleas y manivelas, que posibilitaba que desde la isla se pudiera recoger una parte para impedir así cualquier intrusión desde la orilla. Rápidamente Darpán y yo rodeamos el foso con la esperanza de descubrir un vado, otro puente, una estrecha lengua de tierra o tal vez una barca que nos permitiera acceder a la torre. Finalmente tuvimos que rendirnos a la evidencia: ¡si queríamos llegar a la isla, tendríamos que entrar en el agua! Resignados a nuestra suerte, nos desnudamos, dejamos nuestras ropas dobladas en el suelo y entramos, desnudos, en el agua negra y helada. En mis manos apretaba mi cuchillo y un encendedor que siempre llevaba conmigo, aunque no tuviera la costumbre de fumar. La distancia que teníamos que franquear no era muy importante, pero perdimos contacto con el suelo fangoso al cabo de unos pasos y tuvimos que mojarnos del todo y luego nadar una veintena de brazadas antes de izarnos a la otra orilla. Después de salir del agua, recuperamos el aliento y nos secamos como pudimos frotándonos con puñados de hierbas secas. Con su turbante negro como única vestimenta, Darpán hubiera resultado casi cómico si la punta amenazante de la stupa no se hubiera levantado por encima de nosotros. La extraña construcción era una torre redonda, de una decena de yardas de circunferencia y una treintena de altura. Su superficie exterior estaba enteramente esculpida con figuras humanas masculinas y femeninas lúbricamente entrelazadas. Encima de la puerta, sonriendo burlonamente, creí reconocer el rostro de la diosa Durga, sacerdotisa de la muerte y de la metamorfosis de la que me había hablado Réault y de la que ya había visto una representación similar en el templo de Kalighat Road, el mismo en que había oficiado Darpán.
– Esta figura es su ídolo, la diosa Durga, ¿no es verdad? -dije al sacerdote.
– Durga no es una diosa dé la que uno pueda apropiarse o que se apropie de sus fieles -me corrigió al instante el Bon Po-. Es demasiado cambiante y demasiado exigente para eso. ¡Venga, tratemos de entrar!
Avanzamos juntos en dirección a la torre, con el corazón en un puño, fascinados por las esculturas que adornaban el tronco del edificio. Aunque estaba desnudo y alguien -pero ¿quién?- podía observarme, empecé a describir un círculo lento alrededor de la construcción, a una buena distancia, primero, y luego de más cerca, para observar los detalles de los frescos, de los que me resultaba difícil apartar la mirada. Todos mostraban cuerpos humanos en las poses más explícitas. Sólo pude descubrir escenas de orgía, y a pesar de la indudable atracción que ejercían sobre mí, pronto me cansé de ellas. Darpán ya había franqueado el único portal que daba acceso al corazón del edificio. Decidí no perder más tiempo observando los relieves lujuriosos y fui tras él. El interior, sin ventanas, estaba oscuro. Encendí mi mechero y paseé la llama en torno a mi persona. Por suerte, en el suelo había una vieja tea reseca, y no tuve ninguna dificultad en encender la punta. Con esta antorcha barrí la entrada. Vimos un espacio vacío, de techo bajo, sin hueco de escalera. Aparentemente la torre había sido construida sin ningún medio que facilitara el acceso a los niveles superiores, si es que en realidad existían. El suelo estaba compuesto por una gran losa de piedra lisa, brillante y dura, sin ninguna junta visible, pero con ranuras talladas que se entrelazaban formando espirales y volutas de las que era imposible distinguir el esquema general. Mis ojos se deslizaron por una línea profunda de esta red y la siguieron a mi pesar. Mi cabeza quedó como atrapada en una tenaza. Mi cerebro pareció encogerse en la caja craneal y mi respiración se aceleró. No podía dejar de seguir esta línea grabada que se enrollaba sobre sí misma como una serpiente, la cabeza me daba vueltas y empecé a sentir un vértigo irrefrenable. Se me revolvió el estómago y sentí una náusea irreprimible. Vomité durante largo rato: Me zumbaban las sienes, tenía los ojos en blanco y mis músculos habían perdido toda su fuerza. Me tambaleé. Darpán me sujetó vigorosamente por los hombros y me empujó para que saliera al aire libre. Durante unos minutos, sin embargo, seguí sintiendo los efectos de este vértigo paralizante. Mis ojos ya sólo captaban un vapor anaranjado en el que palpitaban luminiscencias lechosas y mi cráneo resonaba con un ruido de huracán. Lentamente empecé a recuperar el dominio de mí mismo y pude arrastrarme hasta la orilla, donde hundí las palmas en el foso y me rocié el rostro con abundante agua.
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