Me aparté del marco de la puerta, retrocedí por el pasillo y huí de este piso de donde llegaban entremezclados nuevos sonidos de bacanal. Tenía la impresión de que el corazón me iba a estallar en el pecho, mis venas estaban hinchadas y oprimían mis nervios, mi garganta ya no quería abrirse y me faltaba el aire como si me ahogara. Golpeándome contra las paredes, salí tambaleándome al exterior, abrí ruidosamente una puerta vidriera y me derrumbé sobre la hierba en la parte posterior de la casa. Con la cara hundida en la tierra grasa, cerré los ojos e intenté recuperar el control de mí mismo. Poco a poco, refrescado por el suave olor del humus, que sentía penetrar en mí con el poder de un bálsamo, me calmé por fin y recuperé la serenidad y una pequeña parte de mi dignidad. Desembriagado, me levanté y tendí ante mí las manos, negras de tierra, me las pasé por el rostro y lo froté largamente. Aquello me regeneró y acabó de devolverme la lucidez. Me volví para contemplar la fachada de la villa. Desde fuera no se veía brillar ninguna luz. Todo parecía tranquilo y dormido. Sin embargo, yo sabía que tras estos muros se prodigaban las caricias más horrendas, se desencadenaban sin ningún freno las pulsiones más vergonzosas. Aquello me perturbaba y me entristecía. Me entristecía, sí, porque sentía piedad por esta gente, por los Galjero sobre todo, a los que la misericordia divina había concedido todo -belleza, fortuna, educación e inteligencia-, pero que juzgaban conveniente cultivar las perversiones más groseras, las amistades más vanas. ¡Sí, realmente esta gente era digna de compasión!
Quise caminar en medio de la noche, solo, lejos de todas estas gentes que no comprendía. Erré por el parque sin objetivo. Encontré un banco bajo un cenador y me tendí para contemplar las estrellas, limpias, nítidas, girando sobre mí. El cielo brillaba como en una escena de teatro. Los astros se movían, les veía correr de un extremo a otro de la bóveda nocturna, arremolinándose en una danza cósmica que escapaba a mi entendimiento. Sin embargo, eso hablaba. Y mejor que las palabras. Me precipité en una especie de vértigo inverso. Me sentí aspirado hacia estas alturas que eran, al mismo tiempo, la cima y el reverso del mundo. Porque juzgué entonces, en una especie de revelación, que no eran los astros los que dominaban la Tierra desde la altura, sino, al contrario, que era nuestro planeta el que se precipitaba, ebrio, perdido, solitario, hacia ellos, en una caída infinita que duraría hasta el último aliento del último hombre. Cerré los párpados y me dormí. Sobre mí, muy cerca pero a una distancia inalcanzable, se elevaba la gran stupa sombría. Luego el alba empezó a enrojecer el horizonte, los pájaros se pusieron a gorjear y sobre el césped se formó una niebla que cayó sobre mí como una sábana húmeda.
Un estremecimiento del follaje me sacó de repente de esta nueva ensoñación. Me levanté. Mis ojos, ahora habituados a la oscuridad, distinguieron sin dificultad las cuatro siluetas del matrimonio Galjero y de las dos danzarinas hindúes que caminaban a paso rápido hacia el fondo del parque. Inmediatamente me oculté en la sombra para que no me vieran y les dejé pasar, fantasmas silenciosos deslizándose en la noche claudicante del Oriente. Les seguí a una distancia prudencial, después de tomar la precaución de sacarme los zapatos para que mis pasos no hicieran crujir la grava de los caminos. Pasaron a lo largo del laberinto de bambús, atravesaron una nueva extensión de césped donde dormían los pavos reales y llegaron a la línea de árboles que parecía marcar la linde entre la parte ordenada de los jardines y su zona asilvestrada, rebelde, su jungla. Sus formas penetraron en el bosquecillo y desaparecieron de mi vista. Al acercarme yo también, vi que un macizo de espinos cortaba la pista que habían tomado. A tientas, arañándome las palmas de las manos con las hojas cortantes, traté de localizar el agujero por el que habían entrado, pero me encontré ante un muro de defensa, una malla de alambre de espino vegetal que se negaba a dejarme pasar. Recorrí la linde a lo largo de unas cien yardas, volví sobre mis pasos, caminé de nuevo en la dirección contraria, pero fue en vano. Finalmente di media vuelta, desesperado, impotente, con las manos ensangrentadas, y volví a la villa.
El sol ascendía en el horizonte. Muy pronto la casa hormiguearía de nuevo de criados, doncellas y sirvientes que se afanarían en preparar la nueva jornada de sus amos. Tenía ganas de tomar un té fuerte y caliente. Empujé la puerta de las cocinas. Sentada al extremo de la gran mesa de trabajo, me sorprendió descubrir a la señora Simpson, que hundía negligentemente los labios en un gran cuenco de café. Sus ojos parecían cansados y tenía ojeras, pero parecía tranquila, como dulcificada. Un sirviente le trajo un plato que contenía una enorme tortilla de torreznos.
– ¿Tomará algo, Tewp? -me preguntó levantando apenas la mirada hacia mí.
– No tengo hambre, gracias, señora -respondí con sequedad. -Vamos, vamos, no se abandone. Recupere fuerzas, mi guapo militar.
– ¿Fuerzas? ¿Para qué?
– El príncipe Muradeva nos prometió dos sorpresas. La primera era banal. Sólo eran las bailarinas. La segunda, mucho más excitante, es para dentro de unos días, es una…
– ¿Una…?
– ¡Una caza del tigre, mi pequeño Tewp! ¡Una caza del tigre!
LA SUITE DE LOS PRÍNCIPES
Había dejado que la señora Simpson comiera sin que nada la perturbara, y luego, con el estómago lleno y los sentidos satisfechos, la mujer se había retirado a su habitación, de la que no había vuelto a salir en toda la mañana. Después de su partida, yo había permanecido un instante solo en la cocina, tamborileando nerviosamente con la punta de un cuchillo en la madera de la mesa. Al verme así instalado, sin ceremonias, en la zona de los criados, Jaywant pareció contrariado.
– Yo no soy un invitado de lady y sir Galjero como los demás -repliqué cuando me propuso servirme el desayuno en mi habitación-. Estoy aquí de servicio, no por placer. Terminaré de desayunar aquí. Mientras, aprovecharemos para charlar un poco, si le parece bien.
El segundo mayordomo me miró con sorpresa.
– ¿Charlar? Con mucho gusto, sahib Tewp… Pero ¿de qué?
– De todo y de nada… -empecé yo, un poco meloso, mientras él limpiaba los restos de la comida de Simpson-. Hábleme un poco de sus señores, por ejemplo. ¿Son gente agradable de servir?
– Muy agradables, señor. Tienen sus pequeños caprichos, como todos los amos. Pero nunca golpean a sus criados, lo que es poco frecuente. Y además, les vemos muy poco. A veces, pasan más de dos años sin viajar a Calcuta. Poseen muchas otras residencias, sabe…
Y Jaywant se lanzó a un largo panegírico de los rumanos. Lo atentos que eran con sus huéspedes, cómo ayudaban a los necesitados, cuan queridos eran por todos quienes les frecuentaban…
Todo esto me pareció, al principio, el discurso convencional de un mayordomo que considera su deber no denigrar a sus empleadores ante un tercero; pero el tono de Jaywant era tan convincente, y sus elogios tan naturales, que acabé por creer que la devoción que sentía por los Galjero era completamente sincera. Entonces decidí abordar otro tema.
– Me ha parecido ver a una persona deambulando por el primer piso -solté de la forma más inocente del mundo mientras el hindú colocaba ante mí una gran jarra de café hirviendo-. Un hombre al que nunca había visto aquí antes. ¿Hay otros residentes, aparte de la señora Simpson?
Jaywant se puso tenso.
– No, señor, no es posible. Creo que ya se lo dije. Por lo que sé, ustedes son los únicos invitados de la residencia. Si hubiera alguien más, yo lo sabría, se lo aseguro.
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