Después de los saludos reglamentarios, Norrington me cogió del hombro y me hizo bajar con sus hombres las escaleras de los Grandes Apartamentos a paso de carga. Fuera nos esperaban un camión y un coche de mando.
– Tewp, usted viene conmigo. Los otros al Bedford, y nos seguís.
Norrington estaba en su salsa. Me pregunté con qué podía entretener sus jornadas este monstruo de energía cuando no tenía alguna acción espectacular que dirigir.
El chófer giró la llave de contacto y pisó a fondo el acelerador. Abandonamos el recinto del cuartel a toda velocidad, dejando a los guardias el tiempo justo para levantar las barreras antes de nuestro paso.
– No piensa dirigir esta operación de una forma discreta, ¿verdad, capitán? -dije a Norrington, mientras éste verificaba el mecanismo de encaje del cargador de su Sten.
Sólo obtuve un gruñido por respuesta. Al parecer, a Norrington no le preocupaban mi opinión o mis juicios. Mi compañía no le agradaba especialmente. Me había llevado sólo porque le habían ordenado hacerlo. Eché una ojeada a mi reloj. Aún faltaba un poco para la medianoche. Aquello me sorprendió. Las horas que había pasado en la casa donde había encontrado al desventurado Surey me habían parecido interminables.
– ¿Realmente piensa presentarse en el Harnett con su comando armado hasta los dientes, capitán Norrington?
– Ha desperdiciado cinco preciosos minutos de nuestro tiempo poniéndonos en guardia, ¿no es así, teniente? Pues bien, puede estar contento: nos tomamos sus advertencias en serio. No voy a machacarme las meninges para atrapar a ese mal bicho con delicadeza. Entramos, subimos, reventamos la puerta y nos la llevamos. ¡En cinco minutos estará arreglado!
Debo reconocer que Norrington tenía la virtud de hacer fáciles los problemas complejos. Era el tipo de hombre que obtiene inmediatamente la adhesión de las almas simples. Un hombre que no menospreciaba la sutileza, pero al que sus costumbres, educación y carácter le llevaban a elegir preferentemente la acción violenta. No cabía duda de que estaba en su lugar en el seno del ejército. Indiqué al chófer la travesía donde había pasado tantas horas en el Chevrolet sobrecalentado, y aparcamos mientras el Bedford se esforzaba en colocar su masa detrás de nuestro coche. Norrington quiso saltar del vehículo, pero yo le retuve por la manga.
– ¡Espere! Sé cuáles son las ventanas de su habitación. Déjeme echar antes una ojeada. Quiero verificar si hay luz en su cuarto.
Sin darle tiempo a responder, abrí la portezuela y recorrí a grandes zancadas las decenas de yardas que me separaban de la calle transversal a la que daban las ventanas de la habitación 511. Una débil luz amarilla teñía los vidrios.
– Una lámpara brilla en la habitación -anuncié a Norrington-. Debe de estar ahí.
– ¡Bien! ¡Vamos allá!
El capitán lanzó un silbido seco en dirección al camión y su equipo de asalto brincó del Bedford. Nueve hombres en uniforme de campaña, con armas ligeras en la mano. La operación no era un modelo de discreción.
– Gilly, Delawney, apostaos en la entrada, cerca del tipo con los galones que hace reverencias a los ricachos. Los otros, seguidme.
A paso de carrera franqueamos la corta distancia que separaba la travesía de la entrada principal del hotel. Mientras los dos hombres designados por el capitán se plantaban fuera, cerca del estupefacto portero, nosotros empujamos el pesado batiente de la puerta giratoria y entramos. Pasaban quince minutos de la medianoche, y en la sala de baile de la planta baja el sonido de la gran orquesta de viento saturaba la atmósfera cerrada, forzándonos a aullar para entendernos entre nosotros.
– Armstrong, Dickinson, Grant, llamad a los ascensores y bloqueadlos a este nivel -bramó Norrington-. Cuando las tres cabinas hayan llegado, los otros subirán con Tewp y conmigo hasta el quinto por la escalera. ¡Bajaremos con la chica por el mismo camino!
Transpirando de inquietud, con los ojos dilatados por la sorpresa, un conserje vestido de negro se acercó a nosotros.
– Pero señores, se lo ruego…, ¿qué significa todo esto?
Contagiado de la energía que desprendía nuestra tropa y no queriendo desmerecer a su lado, me hice cargo del asunto.
– Operación de seguridad interior, señor. No se preocupe por nada, disponemos de todas las autorizaciones legales y dentro de cinco minutos como máximo habremos desaparecido. Todo irá perfectamente…
Sin duda más impresionado por el aspecto imponente de los hombres de Norrington que tranquilizado por mi breve discurso, el ujier se batió en retirada detrás del mostrador de la recepción sin atreverse a decir nada más. Una sirvienta que entraba por una puerta lateral chilló al ver las armas en las manos de los soldados y dejó caer la bandeja de plata que llevaba, desencadenando un estrepitoso ruido de platillos. Irritado, Norrington levantó los ojos al cielo.
– ¿Y esos ascensores, llegan o no? -gritó para disimular su nerviosismo.
Dos de las tres cabinas habían bajado y estaban bloqueadas. La tercera se hacía esperar. Por fin llegó y se abrió ante dos parejas en traje de noche. Para acelerar la acción, los militares les tiraron de la manga. Los desventurados protestaron. Hubo gritos. Oí un ruido de costuras desgarradas y un hombre joven en esmoquin cayó proyectado al suelo a resultas de un potente puñetazo en pleno rostro. El ambiente en el vestíbulo empezaba a enrarecerse. Alertados por el escándalo, algunos clientes que se divertían en la sala de baile llegaron corriendo y me di cuenta de que el conserje empuñaba su teléfono, sin duda para informar a la dirección de los acontecimientos.
– No podemos perder más tiempo, capitán Norrington. ¡Subamos antes de que todo el hotel se amotine!
Norrington hizo una señal a los hombres designados para seguirnos. Subimos los escalones de cuatro en cuatro hasta el piso de la habitación 511. Cuando llegué al rellano, un poco jadeante y con el corazón acelerado, propuse partir en reconocimiento, pero el belicoso capitán que dirigía el asalto quería atenerse a su táctica simple.
– No me venga con cuentos, Tewp. ¡Reventamos la puerta y adelante! ¡Queer, Colson! Hacedme saltar la cerradura de la 511.
Los dos Red Caps más corpulentos dieron un paso adelante, se colocaron en posición, y a una señal de Norrington, se lanzaron a una con todo su peso contra el panel de la puerta de la suite de Keller. Golpeadas doblemente por doscientas libras de músculo y huesos, las fibras de madera se quebraron como una espiga de madera de balsa entre los dedos de un niño. Basculando hacia el interior de la habitación donde dormía la austríaca, Queer y Colson cayeron pesadamente al suelo, mientras Norrington, saltando sobre sus cuerpos entrelazados, entraba en el cuarto, donde ya no brillaba ninguna luz. Quise adelantarme yo también, pero uno de los hombres que permanecían en retaguardia en posición de refuerzo me retuvo.
– ¡El capitán ha dicho que debía permanecer atrás, mi teniente!
Empezaba a debatirme para liberarme de la mano de hierro que me mantenía inmovilizado, cuando un grito estalló en la habitación 511. Un grito de sorpresa y angustia lanzado por una voz masculina. Hubo una corta ráfaga de pistola ametralladora, seguida de inmediato por dos disparos secos procedentes de otra arma de fuego. Repentinamente tembloroso, el soldado Liman me soltó y se agachó, apuntando al ángulo de la puerta derribada. Saqué mi Webley y avancé despacio, con la espalda pegada a la pared exterior de la habitación. Wart, el último hombre de Norrington, se había tendido en el pasillo, con la culata de su Sten bien encajada contra el hombro. Ya no llegaba ningún ruido de la 511. Di un paso más. Luego otro. Ahora la entrada de la suite estaba a sólo tres pies de mí. Con el dorso de la manga, me enjugué el sudor que me caía en los ojos. Quise llamar al capitán, pero se me hizo un nudo en la garganta y no conseguí articular palabra. Por otra parte, ¿para qué iba a hacerlo? Yo ya sabía lo que había ocurrido.
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