Rehicimos el recorrido en sentido inverso registrándolo todo meticulosamente a nuestro paso y, sobre todo, poniendo cuidado en no dejar marcas en el suelo. Pero no vimos ninguna huella aparte de las nuestras y no encontramos ningún indicio que revelara la presencia de Keller o del niño. Volvimos al lugar donde nos esperaban Swamy y los chiquillos.
– ¿Y bien? -preguntó ansiosamente el sargento.
Le respondimos con gestos de impotencia. Estábamos desorientados.
– Voy a verificar el camión -dije-, y a desmontar el carburador. Tenidzé, vaya a la cocina a recuperar el contenido de la caja. Esperaremos a que se levante el día para efectuar un registro en mejores condiciones. Hay demasiadas zonas en sombra donde ha podido esconderse.
– Es una decisión razonable, mi coronel -aprobó Swamy.
Me dirigí a la explanada donde habíamos dejado el ZIS, pero no conseguí desmontar el carburador. No me preocupó demasiado. Todas las piezas del motor estaban contraídas por el hielo y se necesitarían dos horas como mínimo de un calentamiento controlado para poder arrancar el vehículo. Era imposible que Keller pudiera apoderarse de él y huir sin llevar a cabo esta larga operación previa. Fuera cual fuese su escondrijo en el palacio, estaba atrapada. Si la austríaca hubiera estado sola, creo que gustosamente la hubiera abandonado a su suerte. Morir helada o devorada por los lobos en las estepas de la Europa oriental no hubiera sido un mal fin para el monstruo que era. Mi alma hubiera podido contentarse fácilmente con lo que, en otra época, algunos hubieran calificado como el juicio de Dios. Pero no podía dejar de pensar en el niño que había tomado como rehén. Teníamos que intentarlo todo para salvarle, para devolverle a la luz. No podíamos abandonarle. En estado de alerta, volví al interior del edificio. Al oírme, Tenidzé me llamó desde la cocina, donde le encontré ante la colección de los bienes de Keller.
– ¡Faltan objetos! -anunció en tono fúnebre-. La gran bola de cera ya no está aquí. Ni las agujas de ámbar…
– ¿Está seguro? ¿Cree que han podido llevárselos las ratas?
– No hay ratas en estas regiones en invierno. Y además, en el supuesto que las hubiera, podrían haberse zampado la cera, pero ¿las agujas…?
– ¿Ha visto marcas en el suelo?
– ¡Ninguna! ¡Pero no hay duda, la cera y las agujas han desaparecido!
Intercambiamos una muda interrogación. ¿Por qué motivo habría venido a buscar Keller precisamente estos objetos? ¿Y cómo podía desplazarse sin dejar huellas en el suelo helado?
Incapaces ambos de proporcionar respuestas satisfactorias a estas preguntas, reunimos lo que quedaba de la panoplia de Keller y volvimos con Swamy, que había conducido a los niños al salón de música para evitar que contemplaran los cadáveres de sus compañeros ejecutados. El hindú vigilaba el fuego que había conseguido encender en la chimenea.
– ¿La han visto, mi coronel?
– No, Swamy. No sabemos dónde está. Reemprenderemos la caza al alba, dentro de una hora más o menos. ¿Cómo están los niños? -pregunté echando una ojeada a los chiquillos, agrupados como una carnada de leoncitos atacados súbitamente por una hiena.
– No muy bien, creo. Imagine la impresión que esto ha debido de causarles…
Sí, imaginaba lo que podían estar pensando en este mismo instante. Uno de los pequeños se dirigió a Tenidzé.
– Pregunta si pueden ayudar a matar a Baba Yaga… -tradujo el georgiano con una media sonrisa.
– ¿Baba Yaga?
– Es la bruja mala de nuestros cuentos eslavos. Secuestra a los niños, se los come y fabrica lámparas con sus cráneos… ¡No hace falta que se siga preguntando qué piensan de Keller, mi coronel!
Agotado, helado hasta los huesos por la espantosa noche de invierno que nos rodeaba, me acerqué al fuego que ahora ardía con fuerza en la chimenea. Swamy estaba a mi lado y trataba de ahogar su tristeza en la contemplación de las llamas. Le miré con el rabillo del ojo, sin atreverme a turbar su dolor. Se mantenía inmóvil, casi petrificado. Apenas respiraba. Vi cómo una gruesa lágrima roja se deslizaba a lo largo de su sien. Al principio no comprendí de qué se trataba, pero pronto los resplandores del fuego disiparon todas mis dudas.
– Swamy, ¿está herido? -le pregunté con dulzura, volviéndome hacia él.
No me respondió, pero constaté que otros regueros rojos se habían deslizado ya por su rostro y lo recubrían como un sudario de sangre. Empezó a temblar. Lo sacudí y le llamé. Sin resultado. El hindú había entrado en una catatonía profunda y ahora podía ver cómo la sangre le traspasaba la ropa. Largas manchas oscuras se extendían sobre su battle-dress blanco, saturaban las fibras y caían en pesadas gotas al suelo. Un charco que se extendía rápidamente rodeaba ya al sudra . Un niño gritó. Swamy se desplomó y empezó a sufrir convulsiones, agitando las manos y las piernas, proyectando sangre a su alrededor. Le abrí las ropas para localizar la herida, pero ya sabía que no encontraría ninguna: todo su cuerpo expulsaba la sangre como un sudor maligno. Swamy agonizaba de un mal provocado por la bruja Keller, y yo presumía que la hemorragia general que le estaba exprimiendo hasta la última gota de su sangre, como a un vulgar animal en el matadero, no cesaría. Tenidzé se acercó, pero permaneció mudo. Instintivamente, creo que también él sabía que no había esperanzas de salvar al pequeño sargento de Calcuta. Swamy expiró en unos minutos sin haber recuperado el conocimiento. Los niños, que habían formado un círculo en torno a él, lloraban a su nuevo amigo desaparecido.
– Lleve a los niños al camión y proceda al calentamiento -le dije a Tenidzé-. Bloquee todas las puertas tras de sí. Si no he vuelto para cuando el ZIS esté listo para arrancar, coja el lanzallamas, incendie el palacio y luego lárguense de aquí. Es la única solución.
– ¿Y usted? ¿Qué hará usted? -preguntó el georgiano.
No respondí. Ya no estaba en condiciones de hablar. Sólo la emoción y la rabia que me embargaban dirigían mi voluntad y mi intelecto. Encajé un cargador lleno en mi pistola ametralladora, hice subir la primera bala a la cámara de percusión y partí solo a cazar a la austríaca en el oscuro laberinto de la inmensa residencia señorial. Mi cuerpo y mis sentidos se encontraban en un estado de tensión extrema. No sabía dónde registrar y, por más que me torturaba buscando algún elemento racional sobre el que basarme para orientar mi búsqueda, no conseguía encontrarlo. Apenas distinguía la derecha de la izquierda, las alturas del suelo, el delante del detrás. Temblando, con el arma en la mano, avancé como en un océano de algodón. Sin embargo, objetivamente, ¿qué tenía que temer de una mujer armada con un cuchillo? ¿Y qué era yo? Un hombre animado por un feroz deseo de venganza. Y mis dedos estaban crispados sobre una máquina que podía matar a cien metros. En buena lógica, Keller no disponía de ninguna oportunidad frente a mí, ya que no poseía ningún objeto que me perteneciera y pudiera utilizar para sus maleficios. Bastaba con que la localizara y la abatiera inmediatamente. Sin plantearme preguntas. Sin la sombra de una duda. Y si era así, ¿por qué sudaba de miedo mientras recorría los interminables pasillos de este palacio silencioso atrapado por la escarcha? ¿Acaso tenía miedo de que mis temores más íntimos se materializaran de repente? ¿Temía que los monstruos de la infancia se revelaran y llegaran para arrastrarme a su guarida donde pudieran devorarme lentamente, como una araña que se deleita con una mosca atrapada en su tela? La desesperación invadió todo mi ser, y luego, llegando como una marea irresistible, la cólera me dominó, y con ella volvió el coraje. De pronto dejé de mantenerme encorvado como un viejo. Erguí mi cuerpo, ensanché las espaldas e hice entrar tanto aire como pude en mis pulmones con largas y ávidas inspiraciones. Desaté la casulla blanca que me había colocado sobre el uniforme y que entorpecía mis movimientos, la lancé tras de mí, y me situé en el centro del pasillo para avanzar al descubierto, sin tratar ya de camuflarme. Fuera, empezaba a amanecer y una débil luz color pizarra ascendía poco a poco sobre los muros de la mansión. Avancé sin ocultarme ni tratar de enmascarar el ruido que hacía. Al contrario. Estaba harto de jugar al escondite. Quería acabar cuanto antes, fuera cual fuese el resultado del encuentro. Crucé la planta baja de un extremo a otro, abriendo las puertas ruidosamente, derribándolo todo a mi paso, volcando las mesas y los sillones tras los que podía ocultarse Keller. Rompí las sábanas blancas rígidas por el hielo que cubrían casi todos los muebles y verifiqué meticulosamente cada rincón. Sentía que mi oído, mi vista, eran más penetrantes que nunca. Percibía hasta los detalles más nimios del entorno, hasta los menores sonidos que se propagaban a lo largo de las salas abandonadas.
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