Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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Acababan de cenar cuando Nako los avisó de la llegada de Prinst. Ann palideció al recordar que la llave de la casa seguía en el bolsillo de su pantalón, en el dormitorio.

– Buenas noches. Perdona mi intrusión, Jake, pero tengo algo que consultarte.

– ¿Qué ocurre, Joe?

– Es sobre Cregan, el antiguo capataz. Su familia ha contratado a un abogado y éste me ha enviado un telegrama. Me piden que les envíe los cargos que hay contra él para trasladarse aquí y ejercer la defensa.

– ¿Tienes alguna prueba que lo incrimine?

– Sólo el intento de violación de la joven de color, pero ésta no ha presentado denuncia formal. No tenemos pruebas concluyentes de que él sea el asesino, y después de la aparición de la otra chica muerta, creo que no podré retenerlo por más tiempo sin una imputación más sólida.

– Está bien, suéltalo pues, y encárgate personalmente de que abandone la isla y no vuelva a pisarla nunca más.

– Eso está hecho, no debes preocuparte más por él. Señora Edwards… -Inclinó la cabeza-. Ha sido un placer volver a verla.

Ann intentó sonreír, pero tan sólo consiguió esbozar una mueca. Estaba aturdida, y le parecía extraño que, como responsable de la seguridad de la isla, no hubiera informado a Jake sobre el incidente de aquella tarde. ¿O es que para él era habitual hallar en la casa abandonada un coche de su jefe? ¿Y las flores? ¿Por qué las había tirado con aquella violencia?

Jake percibió su tensión al quedarse de nuevo a solas y le cogió la mano por encima de la mesa.

– No debes inquietarte por ese hombre. Jamás volveremos a verle.

– No estoy preocupada por él. Me siento segura a tu lado. -Sonrió estrechándole la mano-. ¿Cómo va la herida?

– Bien, apenas me duele. ¿Quieres una copa? -preguntó, dirigiéndose al bar. Se sacó del bolsillo una pequeña guillotina y cortó con ella la punta de un gran cigarro, que encendió, aspirando el humo con gran deleite.

– ¿Ese cigarro es de tu cosecha?

– Por supuesto. Hecho con las mejores hojas, las de la parte norte de la isla. ¿Quieres probarlos? -Le dijo, ofreciéndole uno.

– No, gracias. Jake, ¿no crees que ya es hora de que hablemos un poco de nosotros?

– ¿Quieres contarme algo? -La miró receloso.

– Me refería a nuestro pasado. He observado que no hay rastro de tu difunta mujer en esta casa. Ni siquiera había un toque femenino hasta que llegué. -Observó su expresión de incomodidad, pero insistió un poco más-. ¿Fuiste feliz con ella?

– Ahora soy feliz. -Se sentó a su lado y la besó en los labios con vehemencia-. Y siento que éste es mi auténtico hogar porque tú estás en él.

– Pero cuando ella vivía aquí, también era tu hogar, ¿no?

– Ella nunca estuvo en esta casa. La construí después de… aquello.

– Aquello… -repitió con tacto -. ¿Quieres decir después de que ella muriese?

– Sí.

– ¡Claro! Ahora entiendo por qué no hay nada suyo aquí. ¿Y dónde vivisteis durante esos años? ¿En el continente?

– No. En otra casa situada en el sur, junto al puerto. Fue mi primer hogar cuando llegué aquí.

– ¿Vas allí a menudo?

– Estoy pensando en demolerla, está muy deteriorada.

– ¿Conservas buenos recuerdos de esos años? -inquirió con cautela.

– No, todos son patéticos. -Su voz había adquirido un tono grave y tenía la vista fija en el suelo.

– Tuvisteis problemas -sugirió Ann tras una larga pausa.

– Ella no me amaba. Fue ingrata, y desleal -murmuró, con la mirada perdida.

– ¿Qué pasó?

Jake dio una nueva calada a su cigarro.

– No quiero hablar de eso -dijo tras unos instantes-. Hoy es hoy, y el pasado está muerto y enterrado. Ahora tengo una vida nueva, a tu lado. ¿Y tú, qué has hecho durante todo el día? -Su voz se volvió más enérgica y jovial.

– He estado escribiendo.

– ¿Cómo va tu libro?

– Bien, estoy pensando en darle un giro al argumento. Mi vida ha cambiado y mis ideas también. Cuando lo termine, serás el primero en leerlo. Si te apetece…

– Por supuesto. Será un honor. Lo estoy deseando. -Sonrió complacido.

Capítulo 30

El día amaneció soleado y Ann esperó a que su marido se dirigiera a los campos para entrar en su despacho y devolver la llave al cajón de donde la había cogido la tarde anterior. Después se dirigió hacia el pueblo, acompañada de dos sirvientas. Aparcó el coche en la puerta de la casa del doctor White y, antes de entrar, les encargó a las mujeres que fueran a comprarle folios al almacén. El médico la recibió con su habitual amabilidad, felicitándola por su nuevo estado civil; Ann le pidió una dosis de vacuna antitetánica que ella misma pensaba ponerle a su marido. Apreciaba mucho la amistad del doctor White, y, mientras tomaban un zumo en el jardín, le contó su boda por poderes desde Londres y todo lo que había ocurrido después.

– ¡Vaya! Han vivido ustedes una auténtica aventura, y veo que con un final muy feliz. Me enteré de la noticia hace unos días, cuando salí a montar a caballo con lord Brown. Me alegro mucho por los dos. Jake llevaba demasiados años solo y necesitaba una mujer tan extraordinaria como usted. Ahora lo veo más relajado, y eso es obra suya -concluyó con una paternal sonrisa.

– Sí, ha estado mucho tiempo solo; su esposa murió hace tres o cuatro años, creo que me dijo Jake, ¿no? -Lanzó una sonda.

– Exactamente cinco años y unos meses. Fue en el verano del setenta y tres.

– ¿Usted la trató?

– Sí. Fue una lástima. Una chica tan bella y llena de vida. -Negó con la cabeza-. Pero todos tenemos derecho a otra oportunidad, y a Jake la fortuna le ha sonreído de nuevo.

Ann se mordió la lengua para no preguntarle la causa de la muerte, pero decidió que no debía dar pie a que el hombre pensara que Jake aún no le había hablado de «aquello», como lo había llamado la tarde anterior.

– Bueno, debo regresar, gracias por su ayuda. -Se levantó para despedirse.

El médico la acompañó a la puerta, y en ese momento, un coche conducido por Joe Prinst pasó por su lado. Ann y el doctor pudieron distinguir la silueta de dos hombres en la parte posterior, uno de los cuales iba esposado.

– Ahí va Cregan. He oído que lo han dejado en libertad y que lo han expulsado de la isla -comentó el doctor White-. Parece que Jake no tiene suerte con sus capataces.

– ¿El anterior también tuvo problemas con la justicia?

– Bueno, más bien con Jake. Fue algo… Lamentable. Mire, ahí vienen sus sirvientas -dijo, señalando a las dos mujeres que se dirigían a la camioneta portando varios paquetes.

– Gracias otra vez, doctor. Ha sido muy amable -se despidió Ann.

– El placer ha sido mío, se lo aseguro.

Al llegar a la mansión, Ann Marie esperó a que las criadas bajaran de la camioneta frente a la escalinata y luego se dirigió al cobertizo para aparcarla. Una vez allí, oyó un golpe proveniente del interior del almacén y se acercó a la puerta, que estaba entornada.

– ¿Jake? ¿Estás ahí? -preguntó desde el umbral.

No recibió respuesta y decidió entrar. El lugar estaba en penumbra. En el centro se apilaban varias bombonas de riego para los cultivos, y junto al muro lateral, en un gran armario con puertas de cristal, se veían numerosas botellas y cajas de productos químicos para los campos. En una de las esquinas había cajas de semilleros vacías amontonadas, y diferentes aperos de labranza. Había también sacos de abono. Las emanaciones de la tierra y de los productos químicos llenaban el recinto de un particular y penetrante olor, en parte debido a la escasa ventilación, pues la única abertura era la puerta de entrada.

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