Dos días después de la marcha de Millie, escribió a Miles Heller. Se le fue un poco la mano, quizás, afirmando que había cuatro personas en la casa en vez de tres, pero en cierto modo cuatro era mejor número que tres y no quería que Miles pensara que su gran insurrección anarquista se había reducido a su insignificante persona y a un par de mujeres. En su cabeza, la cuarta persona era Jake Baum, el escritor, y aunque es cierto que Jake viene a ver a Alice un par de veces a la semana, no es miembro permanente de la comunidad. Duda de que a Miles le importe en un sentido o en otro, pero en caso contrario será fácil inventarse alguna historia que explique la discrepancia.
Tiene mucho cariño a Miles Heller, pero también cree que no está bien de la cabeza y se alegra de que su amigo abandone de una vez su postura de vaquero solitario. Siete años atrás, cuando recibió la primera de las cincuenta y dos cartas que Miles le ha escrito, no dudó en llamar a Morris Heller para decirle que su hijo no estaba muerto como todo el mundo temía sino trabajando de cocinero de platos rápidos en un restaurante de la parte sur de Chicago. Miles llevaba seis meses desaparecido por entonces. Justo después de esfumarse, Morris y Willa invitaron a Bing a su apartamento para preguntarle sobre Miles y lo que él creía que podía haberle pasado. Nunca olvidará cómo rompió a llorar Willa, ni tampoco la expresión de angustia en el rostro de Morris. Aquella tarde no tuvo sugerencias que ofrecer, pero prometió que si alguna vez tenía noticias de Miles o se enteraba de algo sobre él, se pondría inmediatamente en contacto con ellos. Hacía siete años que los venía llamando: cincuenta y dos veces, una después de cada carta. Le duele que Morris y Willa no hayan saltado a un avión para aterrizar en uno de los diversos sitios donde Miles ha ido a dar con sus huesos, no necesariamente para arrastrarlo con ellos de vuelta, sino sólo para verlo y obligarlo a que se explicara. Pero Morris afirma que no hay nada que hacer. Mientras el muchacho se niegue a volver a casa, no tienen más remedio que esperar a que se le pase y confiar en que acabe cambiando de idea. Bing se alegra de que Morris Heller y Willa Parks no sean sus padres. Sin duda son buena gente, pero están tan chalados y son tan testarudos como Miles.
Nadie los observa. A nadie le importa que el edificio vacío se encuentre ahora ocupado. Se han establecido.
Cuando se decidió a dar el paso para hacer causa común con Bing y Ellen el verano pasado, se imaginaba que se verían obligados a vivir en la sombra, entrando y saliendo sigilosamente por la puerta trasera siempre que no hubiera moros en la costa, ocultos tras cortinas opacas para que no se escapara ni un resquicio de luz por las ventanas, siempre con miedo, mirando continuamente por encima del hombro, esperando que en cualquier momento les cayera un castigo ejemplar. Se mostraba dispuesta a aceptar esas condiciones porque estaba desesperada y pensaba que no había otro remedio. Había perdido su apartamento, y ¿cómo puede alguien alquilar un sitio para vivir si la persona en cuestión no tiene dinero para pagarlo? Las cosas serían más fáciles si sus padres estuvieran en condiciones de ayudarla, pero apenas salen adelante por sí solos: viven a base de cheques de la Seguridad Social y recortan cupones del periódico en una sempiterna búsqueda de gangas, saldos, reclamos, cualquier oportunidad de ahorrar unos centavos en el gasto del mes. Se imaginaba que la cosa iba a salir muy mal, que llevarían una vida miserable, muertos de miedo en un sitio de mierda todo destartalado, pero en eso se equivocaba, erraba el tiro en muchas cosas, y aunque Bing se ponga insoportable a veces y dé puñetazos en la mesa mientras los somete a otra de sus aburridas exhortaciones, sorba la sopa, chasquee los labios y se llene la barba de migas, juzgó mal su inteligencia, sin darse cuenta de que había elaborado un plan enteramente razonable. Nada de pasar desapercibidos, dijo. Comportarse como si no tuvieran derecho a estar allí sólo serviría para advertir al vecindario de que eran intrusos. Tenían que actuar a plena luz del día, ir con la cabeza alta y hacer como si fueran los legítimos dueños de la casa, que habían comprado al Ayuntamiento por poquísimo dinero, sí, sí, a un precio escandalosamente bajo, porque le habían ahorrado los gastos de la demolición del edificio. Bing tenía razón. Era una historia verosímil y la gente se la había creído. Hubo una breve conmoción debido a sus idas y venidas cuando se mudaron a finales de agosto, pero la curiosidad cesó pronto y a estas alturas la pequeña manzana, escasamente habitada, se ha acostumbrado a su presencia. Nadie los observa y a nadie le importan. Por fin han vendido la vieja casa de los Donohue, el sol continúa saliendo todos los días y la vida sigue como si no hubiera pasado nada.
Durante las primeras semanas, hicieron cuanto estuvo en su mano para que las habitaciones resultaran habitables, atacando con diligencia toda forma de ruina y deterioro, acometiendo cada pequeña tarea como si fuera un empeño humano trascendental, y poco a poco convirtieron aquella pocilga inapropiada y miserable en algo que con cierta generosidad podría considerarse un cobertizo. No hay muchas comodidades, múltiples inconvenientes les salen al paso todos los días y ahora que hace frío, un aire glacial penetra por mil grietas de las paredes y jambas, obligándolos a abrigarse por la mañana con gruesos jerséis y ponerse tres pares de calcetines. Pero ella no se queja. Al no tener que pagar alquiler ni recibos de la luz durante los últimos cuatro meses ha ahorrado cerca de tres mil quinientos dólares, y por primera vez en mucho tiempo puede respirar sin sentir opresión en el pecho, sin tener la sensación de que le van a estallar los pulmones. Su trabajo va progresando, ya ve el final surgir en el lejano horizonte y sabe que tiene energía para llevarlo a buen término. La ventana de su cuarto da al cementerio y mientras redacta la tesis en el pequeño escritorio situado justo debajo de esa ventana, con frecuencia se queda contemplando la vasta y ondulada extensión de Green-Wood, donde hay más de medio millón de cadáveres enterrados, aproximadamente el mismo número de habitantes de Milwaukee, la ciudad en que ella nació, la misma en que sigue viviendo la mayor parte de su familia; y le parece raro, extraño y hasta inquietante que haya tantos muertos yaciendo en ese terreno frente a su ventana como personas en el lugar donde ella vino al mundo.
No lamenta que Millie se haya marchado. Bing está conmocionado, por supuesto, perplejo por la brusca marcha de su novia, pero a ella le parece que el grupo estará mejor sin esa pelirroja quisquillosa, con su torrente de quejas y desconsideradas pullas, que no fregaba los platos de la cena y ponía la radio a todo volumen, que casi hizo polvo a la pobre y frágil Ellen con sus observaciones sobre sus dibujos y cuadros. Un tal Miles Heller vendrá a vivir con ellos mañana o pasado. Bing dice que es con mucho la persona más inteligente e interesante que ha conocido en la vida. Por lo visto se conocieron de adolescentes, en los primeros años de instituto, de modo que su amistad ha durado el tiempo suficiente para que Bing vea las cosas con cierta perspectiva; que es bastante extremista; si le preguntan a ella, porque Bing tiende a menudo a la hipérbole, y sólo el tiempo dirá si el se ñ or Heller está a la altura de tan enérgica aprobación.
Es sábado, una tarde gris de primeros de diciembre, y está sola en casa. Bing ha salido hace una hora para ensayar con su banda, Ellen ha ido a pasar el día con su hermana y los pequeños gemelos en el Upper West Side, y Jake está en Montclair, en Nueva Jersey, visitando a su hermano y su cuñada, que también acaban de tener un hijo. Están surgiendo niños por todos lados, en todas las partes del globo las mujeres jadean y empujan y echan al mundo nuevos batallones de recién nacidos, poniendo su granito de arena para prolongar la raza humana, y en algún momento de un futuro no muy lejano ella espera poner su vientre a prueba para ver si también puede contribuir a la causa. Lo único que queda es elegir al padre adecuado. Durante casi dos años ha tenido el convencimiento de que esa persona era Jake Baum, pero ahora empieza a albergar dudas, algo parece derrumbarse entre ellos, pequeñas erosiones diarias han empezado poco a poco a mermar su territorio particular y, si las cosas siguen estropeándose, no pasará mucho tiempo sin que desaparezcan playas enteras, sin que pueblos enteros queden sumergidos bajo el agua. Hace seis meses no se habría planteado la cuestión, pero ahora se pregunta si en el fondo quiere seguir con él. Jake nunca ha sido una persona comunicativa, pero había en él una ternura que ella admiraba, una concepción del mundo irónica y encantadora que la reconfortaba y le daba la impresión de que hacían buena pareja, de que en el fondo eran muy semejantes. Ahora él se está alejando de ella. Parece disgustado y abatido, sus despreocupadas agudezas de antes han cobrado un tono cínico y nunca parece cansarse de menospreciar a sus alumnos y a sus colegas del profesorado. El Colegio Universitario LaGuardia ha pasado a ser la Escuela Superior de Deformación Profesional para Vagos, la Universidad de Tontos del Culo y el Instituto de Retraso Mental Avanzado. A ella no le gusta oírle hablar así. Sus estudiantes son en su mayor parte gente humilde, inmigrantes de clase trabajadora, que asisten a clase mientras mantienen su puesto de trabajo, cosa que nunca resulta fácil, como ella bien sabe, ¿y quién es él para burlarse de ellos porque quieran adquirir una educación? Con sus escritos, es más o menos lo mismo. Un aluvión de cáusticas observaciones siempre que le rechazan otra obra, un agrio desdén por el mundillo literario, un resentimiento permanente contra todo editor que no haya reconocido sus dotes. Está convencida de que tiene talento, de que está progresando en su trabajo, pero se trata de un talento modesto, en su opinión, y las expectativas que ella alberga sobre su futuro son también modestas. Puede que eso sea parte del problema. Quizá perciba que ella no cree lo suficiente en él, y a pesar de todo lo que le ha dicho para infundirle ánimos, de todas esas largas conversaciones en que ella ha mencionado los prolongados esfuerzos de un importante escritor tras otro, él no parece haberse tomado en serio sus palabras. No le reprocha que se sienta frustrado, pero ¿quiere pasarse el resto de la vida con un hombre frustrado, alguien que se está convirtiendo rápidamente en fracasado ante sus propios ojos?
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