A los diecisiete, le prometió que iría a Nueva York para asistir a la ceremonia de entrega de su título de bachillerato, pero no apareció. Curiosamente, no se lo reprochó. Tras la muerte de Bobby, las cosas que antes le importaban ahora le daban igual. Se figuró que lo habría olvidado. Olvidar no es un crimen; sólo un simple error humano. La siguiente vez que la vio, ella se disculpó, sacando a relucir la cuestión antes de que él tuviera ocasión de mencionarlo, cosa que nunca habría hecho en cualquier caso.
Sus visitas a California se volvieron menos frecuentes. Ya iba a la universidad, y en los tres años que pasó en Brown sólo fue dos veces a verla. Se encontraron en otros sitios, sin embargo, para comer o cenar en algún restaurante de Nueva York, mantuvieron largas conversaciones por teléfono (siempre a iniciativa de ella) y pasaron un fin de semana juntos en Providence con Korngold, cuyo decenio de firme lealtad hacia ella le había hecho imposible sentir por aquel hombre algo distinto a la admiración. En cierto sentido, Korngold le recordaba a su padre. No por su aspecto, ni por la impresión que daba ni por sus modales, sino por el trabajo que hacía, porque a duras penas lograba realizar películas modestas y meritorias en un mundillo donde imperaba la basura grandiosa, igual que su padre luchaba por publicar libros que merecían la pena en un mundo de modas insustanciales y efímeras. Su madre ya andaba por los cuarenta y tantos para entonces y parecía más a gusto consigo misma que cuando estaba en el apogeo de su belleza, menos interesada en las complicaciones de su propia vida, más abierta a los demás. Aquel fin de semana en Providence, le preguntó si sabía lo que quería hacer cuando se licenciara. No estaba seguro, contestó. Un día se mostraba convencido de que iba a doctorarse, al siguiente se inclinaba hacia la fotografía y al otro pensaba dedicarse a la enseñanza. ¿Ni a escribir ni editar libros?, le preguntó ella. No, creía que no, contestó. Le encantaba leer libros, pero no le apetecía nada producirlos.
Entonces desapareció. Su madre no tuvo nada que ver con su impetuosa decisión de dar media vuelta y largarse, pero una vez que abandonó a Willa y a su padre, se separó de ella también. Para bien o para mal, había de ser así, y así debe ser ahora. Si acude a verla, su madre se pondrá inmediatamente en contacto con su padre para decirle dónde está, y entonces todo lo que ha perseguido durante los últimos siete años y medio se habrá ido al traste. Se ha convertido en una oveja negra. Ése es el papel que ha representado por voluntad propia y que seguirá interpretando en Nueva York, incluso después de volver al redil que abandonó. ¿Se atreverá a ir al teatro y llamar a la puerta del camerino de su madre? ¿Osará llamar al timbre del piso de la calle Downing? Posiblemente, aunque no lo cree; o al menos no puede considerarlo por ahora. Después de todo ese tiempo, sigue sin sentirse preparado del todo.
Un poco al norte de Washington, cuando el autocar acomete el último trecho del viaje, empieza a nevar. Se da cuenta de que avanza hacia el invierno, hacia los días fríos y las noches largas de los inviernos de su infancia, y de pronto el pasado se ha convertido en futuro. Cierra los ojos y piensa en el rostro de Pilar, en sus manos recorriendo el cuerpo ausente, y entonces, en la oscuridad de detrás de sus párpados, se ve a sí mismo como una mota negra en un mundo de nieve.
BING NATHAN Y COMPAÑÍA
BING NATHAN
Es el guerrillero del agravio, el campeón del descontento, el detractor militante de la vida contemporánea que sueña con forjar una nueva realidad con las ruinas de un mundo fallido. A diferencia de la mayoría de los inconformistas de su clase, no cree en la acción política. No pertenece a movimiento ni partido alguno, nunca ha hablado en público y no tiene deseos de sacar a la calle hordas coléricas para quemar edificios y derribar gobiernos. Su postura es puramente personal, pero si vive de acuerdo con los principios que ha establecido para sí mismo, está convencido de que otros seguirán su ejemplo.
Cuando habla del mundo, entonces, se está refiriendo a su mundo, a la reducida y limitada esfera de su propia vida y no al mundo en general, que es demasiado amplio e imperfecto para que tenga influencia alguna en el suyo. Se concentra por tanto en lo habitual, lo particular, en los detalles casi imperceptibles de los asuntos cotidianos. Las decisiones que toma son necesariamente menores, aunque eso no quiere decir que carezcan de importancia, y día tras día procura cumplir con la norma fundamental de su descontento: oponerse a las cosas tal como son, resistir en todos los frentes a la situación establecida. Desde la guerra de Vietnam, que empezó veinte años antes de que él naciera, el concepto denominado «Estados Unidos de América», sostiene, está agotado; el país ya no es una propuesta factible, pero si algo continúa uniendo a las masas agrietadas de esta nación difunta, si en la opinión pública norteamericana aún existe unanimidad con respecto a una idea, es la creencia en la noción de progreso. Él argumenta que es una posición equivocada, que la evolución tecnológica de las pasadas décadas en realidad sólo ha conseguido disminuir las perspectivas vitales. En una cultura de usar y tirar generada por la avaricia de empresas movidas por la rentabilidad, el panorama se ha vuelto aún más mezquino, más alienante, más vacío de sentido y voluntad de consolidación. Sus actos de rebelión son baladíes, quizá, gestos irascibles que consiguen poco o nada incluso a corto plazo, pero contribuyen a realzar su dignidad como ser humano, a ennoblecerlo a sus propios ojos. Asume que el futuro es una causa perdida y si el presente es todo lo que cuenta ahora, entonces debe ser un presente imbuido del espíritu del pasado. Por eso rehúye los teléfonos móviles, los ordenadores y todos los objetos electrónicos: porque se niega a tomar parte en las nuevas tecnologías. Por eso pasa los fines de semana tocando la batería y otros instrumentos de percusión en un grupo de jazz de seis miembros: porque el jazz está muerto y ya sólo se interesan por él unos cuantos privilegiados. Por eso montó su negocio hace tres años: porque quería defenderse. El Hospital de Objetos Rotos está situado en la Quinta Avenida, en Park Slope. Flanqueado por una lavandería automática y una tienda de ropa de tiempos pasados, es un pequeño establecimiento comercial dedicado a la reparación de objetos de una época a punto de desaparecer de la faz de la tierra: máquinas de escribir manuales, plumas estilográficas, relojes mecánicos, radios de válvulas, tocadiscos, juguetes de cuerda, máquinas de chicles de bola y teléfonos de disco. Poco importa que el noventa por ciento de sus ingresos provenga de enmarcar cuadros. Su tienda presta un servicio único e inestimable, y cada vez que trabaja en otro producto averiado de las antiguas industrias de hace medio siglo, pone en ello la pasión y fuerza de voluntad de un general librando una batalla.
Tangibilidad. Ésa es la palabra que más utiliza cuando discute sus ideas con los amigos. El mundo es tangible, afirma.
Los seres humanos son tangibles. Están dotados de cuerpo, y como el cuerpo siente el dolor y padece la enfermedad y experimenta la muerte, la vida humana no ha cambiado ni un ápice desde el comienzo de la humanidad. Sí, el descubrimiento del fuego dio calor al hombre y acabó con la dieta de carne cruda; la construcción de puentes le permitió cruzar ríos y corrientes sin mojarse los dedos de los pies; la invención del aeroplano hizo posible que saltara océanos y continentes mientras creaba fenómenos nuevos como el desfase horario y la proyección de películas durante el vuelo: pero aunque haya cambiado el mundo circundante, el hombre mismo no ha cambiado. Los hechos de la vida son constantes. Vivimos y después morimos. Nacemos del cuerpo de una mujer y, si logramos sobrevivir a nuestro nacimiento, nuestra madre debe alimentarnos y cuidarnos para garantizar que sigamos viviendo, y todo lo que ocurre entre el momento del nacimiento y la muerte, toda emoción que nos embargue, todo arrebato de ira, toda oleada de deseo, todo acceso de llanto, todo ataque de risa, todo lo que sintamos a lo largo de nuestra vida también habrán de haberlo sentido todos los que vinieron antes de nosotros, ya seamos cavernícolas o astronautas, ya habitemos en el desierto de Gobi o en el Círculo Polar Ártico. Todo eso se le ocurrió en un súbito y epifánico estallido cuando tenía dieciséis años. Hojeando una tarde un libro ilustrado sobre los manuscritos del Mar Muerto, dio con unas fotografías de las cosas que habían descubierto junto con los manuscritos en pergamino: platos y servicios de mesa, cestas de paja, cazuelas, jarras, todo ello absolutamente intacto. Estudió con atención las fotos durante unos momentos, sin llegar a comprender por qué le parecían tan absorbentes aquellos objetos, y entonces, al cabo de unos instantes más, acabó entendiéndolo. Los dibujos ornamentales de los platos eran idénticos a los de las vajillas del escaparate de la tienda de enfrente de su apartamento. Las cestas eran idénticas a las que millones de europeos utilizan hoy para hacer la compra. Los objetos de las fotografías tenían dos mil años de antigüedad, y sin embargo parecían nuevos, absolutamente contemporáneos. Ésa fue la revelación que cambió su manera de pensar sobre el tiempo humano: si una persona de hace dos mil años, que vivía en un alejado reducto del Imperio romano, podía crear un utensilio doméstico de aspecto exactamente igual al que se utiliza hoy día, ¿cómo podían ser su manera de pensar, su personalidad o sus sentimientos diferentes de los suyos propios? Ésa es la historia que nunca se cansa de repetir a sus amigos, su argumento en contra de la creencia predominante de que las nuevas tecnologías modifican la conciencia del hombre. Microscopios y telescopios nos han permitido ver más cosas que nunca, afirma él, pero en nuestra vida cotidiana sigue rigiendo la visión normal. El correo electrónico es más rápido que el postal, sostiene, pero en el fondo no es más que otra forma de escribir cartas. Va desgranando un ejemplo tras otro. Es consciente de que los vuelve locos con sus conjeturas y opiniones, de que los aburre con sus largas y ociosas peroratas, pero se trata de cuestiones importantes para él y una vez que empieza, le resulta difícil parar.
Читать дальше