Paul Auster - Sunset Park

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`Sunset Park` cuenta la historia de Miles Heller, un joven de veintiocho años, que hace ocho, rompió todos los vínculos que lo unían al mundo que había conocido hasta entonces. Abandonó la universidad, y dejó una breve nota de despedida para sus padres, se alejó de Nueva York y nadie volvió a saber nada de él.
Desde ese momento, ha estado errando por sitios casi marginales y oficios poco cualificados, moviéndose siempre en ese sombrío espacio entre el suelo y el peldaño más bajo del escalafón social y laboral. Ahora vive en Florida y tiene un empleo en una empresa de servicios para las entidades bancarias de la localidad, que se ocupa de despejar las casas de los desahuciados, que en plena recesión, no pudieron seguir pagando su hipoteca, y las acondiciona para una nueva venta.
Miles no tiene pretensiones, vive con lo mínimo, mantiene relaciones sociales muy escasas, y el único exceso que se permite son los libros, que adquiere en ediciones económicas, y la cámara con la que registra a los `fantasmas` (se dedica a fotografiar los objetos abandonados por las familias desalojadas).
Si hay una cosa que ha conseguido, en estos siete años, ha sido poder vivir el presente, sin anhelos y sin mañana. Y así habría continuado de no ser por una muchacha, Pilar Sánchez. La conoció en un parque, cuando los dos estaban sentados en la hierba leyendo `El gran Gatsby`. Miles era la tercera vez que lo leía, porque fue un obsequio de su padre al cumplir los dieciséis años.
Y esa es, exactamente, la edad de Pilar, una menor. Y debido a que Miles puede ser detenido por sus amoríos con ella, cuando la codiciosa hermana de Pilar empieza a coaccionarlos, él regresa a Nueva York para aguardar allí la emancipación de su amiga.
Su regreso es la vuelta al pasado y a sus secretos, a su padre, un magnífico editor, a su madre, una actriz despiadadamente cautivadora, y a su madrastra, una intelectual cuyo juicio no pudo aguantar. Pero es también el retorno al mundo, a la comunidad de Sunset Park y a sus camaradas okupas, a la vida, con todas sus penas y glorias.

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Tiene una presencia voluminosa e imponente, de oso desaliñado, con barba cerrada de color castaño y pendiente de oro en el lóbulo de la oreja izquierda; mide un metro noventa y con su anchura, que le hace andar como un pato, pesa ciento veinte kilos. Su uniforme diario consiste en unos mustios vaqueros negros, botas de trabajo amarillas y una camisa a cuadros de leñador. No se cambia con frecuencia de ropa interior. Hace ruido al masticar. No ha tenido suerte en el amor. Entre todas las ocupaciones de su vida, tocar la batería es con la que más disfruta. Fue un niño revoltoso, un alborotador indisciplinado y desmedido, de agresividad torpe y dispersa, y cuando sus padres le regalaron una batería en su duodécimo aniversario, con la esperanza de que sus impulsos destructivos adquiriesen una forma distinta, su intuición resultó acertada. Diecisiete años después, su colección ha pasado de las piezas básicas (caja, tam-tam 1 y 2, tamboril, bombo, platillo, platillos charlestón) a incluir más de dos docenas de tambores de diversas formas y tamaños procedentes de todas partes del mundo, entre los que se cuentan ejemplares de murumba, batá, darbuka, okedo, kalangu, rommelpot, bodhrán, dhola, ingungu, koboro, ntenga y tabor. En función del instrumento, toca con baquetas, mazas o a mano limpia. Su armario de instrumentos está lleno de accesorios como campanas tubulares, gongs, rombos, castañuelas, cencerros, campanillas, tablas de lavar y kalimbas, pero también toca con cadenas, cucharas, guijarros, papel de lija y sonajeros. El grupo con el que toca se llama Mob Rule, [1]y hacen un promedio de dos o tres conciertos al mes, principalmente en pequeños bares y clubs de Brooklyn y el bajo Manhattan. Si ganaran más dinero, dejaría gustosamente todo lo demás y se pasaría el resto de la vida viajando por el mundo con ellos, pero apenas sacan lo suficiente para cubrir los gastos del local de ensayo. Le encanta el sonido áspero, discordante e improvisado que crean -el funk paliza, como a veces lo llama-, y no les faltan seguidores leales. Pero no son suficientes, ni de lejos, de modo que se pasa la mañana y la tarde en el Hospital de Objetos Rotos, enmarcando carteles de cine y reparando reliquias fabricadas durante la niñez de sus abuelos.

Cuando Ellen Brice le habló el verano pasado de la casa abandonada de Sunset Park, lo vio como una oportunidad de poner a prueba sus ideas, de ir más allá de sus solitarios e inocuos ataques al sistema y participar en una acción común. Es el paso más audaz que ha dado hasta ahora y no tiene problemas para conciliar la ilegalidad de lo que están haciendo con su derecho a hacerlo. Son tiempos desesperados para todo el mundo, y una casa de madera abandonada que se está derrumbando en un barrio tan venido a menos como ése no es sino una clara invitación para vándalos y pirómanos, un adefesio que pide a gritos que fuercen la entrada para saquearla, una amenaza al bienestar de la comunidad. Al ocupar esa vivienda, sus amigos y él están contribuyendo a la seguridad de la calle, haciendo la vida más llevadera a las personas del barrio. Estamos a primeros de diciembre y ya llevan casi cuatro meses ocupando la casa ilegalmente. Como fue él quien tuvo la idea de instalarse allí y quien reclutó a los combatientes del pequeño ejército, además de ser el único que sabe algo de carpintería, fontanería e instalación eléctrica, es oficiosamente el cabecilla del grupo. No un amado jefe, quizá, sino un dirigente tolerado, pues todos son conscientes de que el experimento se vendría abajo sin él.

Ellen fue la primera persona a quien invitó. Sin ella, nunca habría puesto los pies en Sunset Park ni descubierto la casa, y por tanto parecía apropiado concederle el derecho de ser la primera en negarse. Se conocían desde que eran pequeños, cuando iban a la escuela primaria en el Upper West Side, pero luego se perdieron de vista durante muchos años, sólo para descubrir siete meses antes que ambos vivían en Brooklyn y además en Park Slope, no muy lejos el uno del otro. Ellen entró una tarde en el Hospital para enmarcar algo, y aunque al principio no la reconoció (¿podría alguien reconocer a una mujer de veintinueve años a quien ha visto por última vez cuando era una niña de doce?), cuando escribió su nombre en la hoja de pedido comprendió al instante que se trataba de la Ellen Brice que había conocido de niño. Qué extraña resultaba la pequeña Ellen Brice, ya mayor y trabajando en una agencia inmobiliaria de la Séptima Avenida esquina con la calle Nueve, pintora en sus momentos de ocio lo mismo que él es músico en sus ratos libres, aunque él tiene un remedo de carrera y ella no. Aquella primera tarde en la tienda metió la pata con sus habituales preguntas amables pero faltas de tacto y pronto se enteró de que seguía soltera, de que sus padres se habían jubilado y vivían en un pueblo costero de Carolina del Norte y de que su hermana estaba embarazada de gemelos. Su primer encuentro con Millie Grant aún quedaba a seis semanas de distancia en el futuro (la misma Millie a quien está a punto de sustituir Miles Heller), y como Ellen y él estaban los dos oficialmente disponibles la invitó a tomar una copa.

Nada salió de esa copa, ni de la cena a que la invitó tres noches después, pero cuando eran niños tampoco había habido nada entre ellos de manera que así continuó siendo también en su edad adulta. Ambos estaban libres, sin embargo, y aun cuando no había idilio alguno entre ellos, continuaron viéndose de vez en cuando y empezaron a establecer una modesta amistad. A él no le importaba que no le hubiera gustado el concierto de Mob Rule al que asistió (el estruendoso caos de su trabajo no era para todo el mundo), ni tampoco le preocupaba excesivamente el hecho de que a él sus cuadros y dibujos le parecieran sosos (meticulosas y bien ejecutadas naturalezas muertas, así como paisajes urbanos que, en su opinión, carecían de estilo y originalidad). Lo que contaba era que parecía disfrutar oyéndole hablar y que nunca le decía que no cuando la llamaba. Algo en él reaccionaba a la sensación de soledad que parecía envolverla, le conmovía su callada bondad y la vulnerabilidad que había en sus ojos, y sin embargo cuanto más se afianzaba su amistad, menos sabía qué pensar de ella. Ellen no era una mujer carente de atractivo. De figura esbelta, tenía un rostro agradable, pero proyectaba un aura de inquietud y derrota, y con aquella piel suya demasiado pálida y su pelo liso y sin lustre había que preguntarse si no estaría sumida en cierta depresión, viviendo en alguna habitación del sótano del hotel Melancolía. Siempre que la veía hacía lo imposible por arrancarle una sonrisa, con resultado desigual.

A principios de verano, el mismo día sofocante en que Pilar Sanchez se fue a vivir con Miles Heller en el sur de Florida, estalló una crisis en el norte. El contrato de arrendamiento del local a pie de calle que albergaba el Hospital de Objetos Rotos estaba a punto de expirar y el dueño le pedía un incremento del veinte por ciento en el alquiler. Él le explicó que no podía permitírselo, que el cargo mensual adicional lo obligaría a cerrar el negocio, pero el muy cabrón se negó a ceder. La única solución consistía en dejar su apartamento y encontrar otro más barato en otro sitio. Ellen, que en la inmobiliaria de la Séptima Avenida trabajaba en la sección de alquileres, le habló de Sunset Park. Era un barrio más deprimente, observó ella, pero no estaba lejos de donde él vivía ahora y los alquileres andaban por la mitad o la tercera parte de los de Park Slope. Aquel domingo, fueron a explorar juntos el territorio entre las calles Quince y Sesenta y cinco de la parte occidental de Brooklyn, una zona extensa y variopinta que va desde Upper New York Bay a la Novena Avenida, habitada por más de cien mil personas, incluidos mexicanos, dominicanos, polacos, chinos, jordanos, vietnamitas, norteamericanos blancos y negros, y una colonia de cristianos de Gujarat, India. Almacenes, fábricas, instalaciones abandonadas en los muelles, una vista de la Estatua de la Libertad, la terminal del ejército, ya cerrada, donde antes trabajaban diez mil personas, una basílica llamada Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, bares de moteros, entidades donde cobrar cheques, restaurantes latinoamericanos, el tercer barrio chino más grande de Nueva York y las doscientas quince hectáreas del cementerio de Green-Wood, donde están enterrados seiscientos mil cadáveres, entre ellos los de Boss Tweed, Lola Montez, Currier e Ives, Henry Ward Beecher, R A. O. Schwarz, Lorenzo Da Ponte, Horace Greeley, Louis Comfort Tiffany, Samuel F. B. Morse, Albert Anastasia, Joey Gallo y Frank Morgan, el mago de El mago de Oz.

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